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Por Juan Gelman

El gobierno de Bush hijo negoció directa e indirectamente con el régimen talibán de marzo a agosto de este año y ya en julio izó la amenaza de una guerra para derribarlo. Así se revela en Ben Laden, la Vérité interdite (Bin Laden, la Verdad prohibida), de reciente aparición en París. Sus dos autores están familiarizados con los medios del espionaje: Guillaume Dasquié dirige el prestigioso boletín Intelligence Online, especializado en servicios y círculos diplomáticos; Jean-Charles Brisard redactó por encargo de la DST francesa el “Informe sobre el entorno económico de Osama bin Laden” que el presidente Jacques Chirac presentó al mandatario estadounidense durante su primera visita a Washington después de los atentados del 11 de setiembre. La conclusión del libro es que tanto esas negociaciones como la guerra en curso se pueden resumir en una sola palabra: petróleo.
Se trata del oro negro de las repúblicas ex soviéticas que rodean el mar Caspio, en especial Kazajstán, “el nuevo Kuwait”: en conjunto poseen el 65 por ciento de las reservas mundiales de petróleo y gas natural, cifra que –dice la Dirección de Información sobre Energía de EE.UU.– se elevará al 80 por ciento en el año 2050. Y hace años que las grandes compañías yanquis del ramo procuran el trazado de oleoductos y gasoductos por Afganistán. Son intereses bien colocados en Washington, empezando por el presidente Bush hijo. Y el vicepresidente Richard Cheney, que hizo no pocos negocios con Irán y sólo en el 2000 percibió 36,1 millones de dólares como presidente y accionista de la Halliburton Oil Supply Co. Y la consejera de Seguridad Nacional Condoleeza Rice, que fue gerente de la Chevron, otro gigante petrolero interesado en el Caspio, desde 1991 hasta el año pasado. Y el ministro de Comercio Donald Evans y su par de Energía Stanley Abraham, hombres de la Brown & Root. Y, en fin, el lobby de siempre, uno de los más poderosos de la Casa Blanca y el Capitolio. Claro que para llegar a las reservas apetecidas había que “estabilizar” a Afganistán, teatro de una guerra civil interminable.
Washington, que con Clinton aplaudió la toma del poder por los talibanes en 1996, les propuso con Bush hijo el trueque siguiente: entrega de Bin Laden y gobierno de coalición nacional, ciertamente integrado también por los talibanes, a cambio de ayuda económica y reconocimiento internacional. Laila Helms –sobrina del ex director de la CIA y ex embajador en Teherán Richard Helms– actuó como intermediaria: en marzo de este año trajo a Hasimi, consejero del mullah Omar, por cinco días a la capital estadounidense para que se entrevistara con altos funcionarios de la CIA y del Departamento de Estado. Esto ocurrió poco después de que los talibanes destruyeran las antiguas estatuas de Buda, pero petróleo es petróleo. Bush hijo también impulsó la negociación en el ámbito de las Naciones Unidas: bajo sus auspicios funcionó el llamado Grupo 6+2 (los seis países vecinos de Afganistán, incluyendo las repúblicas ex soviéticas, más EE.UU. y Rusia) coordinado por Francesc Vendrell, representante personal de Kofi Anann. Hubo discretas reuniones del grupo en Berlín, Chipre, Islamabad y Washington, a veces con la presencia de enviados talibanes. El último contacto directo tuvo lugar el 2 de agosto, cuando Christina Rocca, directora de asuntos asiáticos del Departamento de Estado, se entrevistó con el embajador de Kabul en Pakistán. Los talibanes rechazaron definitivamente la propuesta estadounidense: Vendrell se había encontrado en Roma con el exiliado rey afgano Zaher Chah. La idea de un gobierno “ampliado” bajo la égida del ex rey no nació después del 11 de septiembre.
Tampoco la amenaza de la guerra. Brisard y Desquié señalan: “En determinado momento (de las negociaciones) los representantes estadounidenses dijeron a los talibanes ‘o ustedes aceptan nuestra oferta de una alfombra de oro, o los enterramos bajo una alfombra de bombas’”. El ex ministro de Relaciones Exteriores de Pakistán Naif Naik confirmó haceun mes por la televisión francesa que en la reunión del 6+2 realizada en Berlín del 17 al 20 de julio se dijo que “una vez constituido el gobierno ampliado, habría ayuda internacional (para Afganistán)... luego podría llegar el oleoducto... El embajador (estadounidense Thomas) Simons indicó que en el caso de que los talibanes no se comportaran como es debido, y Pakistán fracasara en su intento de que se comportaran como es debido, Washington podría recurrir a otra opción ‘no disimulada’ contra Afganistán... Las palabras utilizadas fueron ‘una operación militar’”. Dichas dos meses antes del 11 de septiembre.
El libro está dedicado a John O’Neill, que renunció a su cargo de subdirector del FBI en julio último y aceptó el empleo de jefe de seguridad del World Trade Center, donde se convirtió en otra víctima de los feroces atentados. Fue irónico: O’Neill había investigado los ataques contra el World Trade Center en 1993, la base estadounidense de Arabia Saudita en 1996, las embajadas de EE.UU. en Kenya y Tanzania en 1998, el buque de guerra USS Cole en el 2000, y se quejaba amargamente con Brisard de que el Departamento de Estado –y detrás el lobby petrolero– bloqueaba sus intentos de probar la responsabilidad de Bin Laden en esos actos terroristas. Por eso había renunciado. “Todas las respuestas, todo lo necesario para desmantelar la organización de Osama bin Laden se pueden encontrar en Arabia Saudita”, dijo a los autores de La Verdad prohibida. La monarquía saudita propaga el wahabismo, una forma del fundamentalismo islámico, y varios de sus miembros apoyan y financian a Bin Laden. Es un régimen oscurantista, corrupto e intocable para la Casa Blanca desde los tiempos de Franklin Delano Roosevelt. Ocurre que Estados Unidos consume el 25 por ciento de la producción mundial de petróleo y sólo tiene un 3 por ciento de las reservas del planeta, unos 22.000 millones de barriles. Las de Arabia Saudita ascienden a 259.000 millones de barriles. Eso.

 

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