¿Cuánto habrá
retrocedido la sociedad argentina, cuánto se habrá degradado
su precaria calidad institucional, cuánto ha progresado en su incubación
el huevo de la serpiente con el fallo de la Corte Suprema del 20 de noviembre?
Claro, la decadencia ética, los agravios a la moral de la gente
del común no se cuantifican así como así y los alcances
de sucesos como el del martes se dejan leer cabalmente en años.
Pero es ineludible consignar que la democracia argentina ha sido herida
gravemente, por la acción conjunta de los dos partidos mayoritarios
y de la Corte que amañaron sus dos líderes máximos,
dos hombres de luenga edad que gobernaron para mal este país, que
ya deberían haber tenido el buen gusto de jubilarse y que siguen
presentes en la escena pública, dañando a la democracia
a la que tanto deben y por la que casi nada de bueno hacen.
La gente de a pie registró con claridad la gravedad del fallo,
aunque ignore sus detalles. Entiende bien lo acontecido, tal como interpreta
el pueblo los hechos: a grandes trazos, sin entrar en sutilezas técnicas.
No le hace falta leer la sentencia para saber que le han robado un retazo
de su dignidad, como ya le ocurrió con las empresas del Estado,
la jubilación, la integración territorial, el derecho al
trabajo y a la subsistencia digna, acaso con la Nación argentina
misma.
Los pocos que hayan leído el documento habrán registrado
que es notoriamente escueto para saldar una grave cuestión de Estado.
No más de 9 carillas, a doble espacio, insume (si se lo despoja
de prolegómenos formales) el voto de Augusto Belluscio que hizo
mayoría. Una menos el voto, con fundamentos propios, de Antonio
Boggiano. Podrían haberse escrito en menos: es proverbial la vocación
de los jueces por optar siempre por la palabra más larga, por la
menos comprensible, por la más cacofónica, por la ininteligibilidad.
No es una carencia, sino un arma: el lenguaje esotérico es uno
de los recursos del poder autoritario, no hace falta haber leído
a Foucault para saberlo. Y los cortesanos, en su mayoría absoluta
hombres de escasa versación aún en lo que se supone
que sea su especialidad, el derecho, seguramente todo ignoran de
Foucault. Pero de poder, de una determinada forma de ejercitar el poder,
saben mucho.
Leyendo de cerca
Acaso lo que más sublevó a la gente común, la liberación
de Carlos Menem, sea lo menos grave del fallo, si se lo aísla del
contexto. Mirando en detalle la sentencia puede convenirse que mucho más
incordiante es que virtualmente se cerrara la causa sobre venta ilegal
de armas, se impidiera su elevación a juicio oral y público
y se cerrara por vía de un úkase forense el camino a futuras
investigaciones sobre corrupción estatal. Pero la percepción
generalizada es, en lo central, aguda pues repara que lo que se consagró
es mucho más que la impunidad de Menem. Es un bill de indemnidad,
aun a futuro, para toda la corporación política.
Recorramos, a vuelo de pájaro, el histórico razonamiento
de los cortesanos.
u Asociación ilícita: La Corte no se animó a determinar
que es imposible que un staff de Estado se convierta en una asociación
ilícita. Ese argumento banal fue esgrimido por las defensas y por
algunos juristas afines, pero venía siendo erosionado en el debate
público. Y la Corte, aún esta Corte, no se animó
a consagrarlo. Al respecto se limitó a decidir que no había
sido probada. Un criterio opinable, pero no letal para las instituciones,
desde que se limita al caso en cuestión.
Pero el Tribunal no se privó de añadir un requisito asombroso
para que se configure la asociación ilícita. El discurrir
del correligionario Belluscio, al que adhirieron los compañeros
Guillermo López, Eduardo Moliné OConnor, Adolfo Vázquez
y Julio Nazareno, añade una exigencia inédita: asegura que
el fundamento del tipo penal (exige) (...) que pueda producir alarma
colectiva o temor en la población. Un requisito que no está
mencionado en modo alguno en el Código Penal ni ha sido mencionado
por tratadista alguno ni por la misma Corte, como podría verificar
el lector ávido que se interne en los sites que colectan fallos
anteriores del Tribunal. Invento sin precedentes que se despacha en un
par de párrafos y que impone un vallado duro de saltar a la figura
que en el pasado puso en jaque a los emblemáticos del
menemismo. María Julia, agradecida.
u Falsedad ideológica: Para completar sus designios la Corte derrumbó
la posibilidad de que hubiera falsedad ideológica de los decretos
que encubrían venta ilegal de armas. No tenía razones para
hacerlo. Es más, tampoco era competente para decidir ese punto.
Empecemos por esta objeción.
El Tribunal analizaba un recurso interpuesto por Emir Yoma, que no estaba
acusado de incurrir en falsedad ideológica. El recurso, la apelación
en este caso, limita el ámbito de decisión del tribunal,
es como un universo cerrado que no debe transgredir. Si la Corte está
tratando la situación de Emir, un delito presuntamente cometido
por otras personas no está sujeto a su decisión.
Algunos juristas razonan que debía resolverse si pudo haber falsedad
ideológica ya que, de lo contrario, no se podía derribar
la figura de la asociación ilícita. El argumento es engañoso:
si no hubo asociación ilícita ¿qué importaba
desmenuzar la existencia de los delitos que, supuestamente, estaba enderezada
a cometer?
O sea, nada añadía ni quitaba al recurso de Emir la consideración
sobre la falsedad ideológica. Y, por ende, no debía ser
tratada. La Corte la incluyó para cerrar la continuación
de la causa y su futura elevación a juicio oral y público.
Decidió sobre lo que no le concernía, en un encubierto per
saltum como denunció el jurista Daniel Sabsay.
Pero, además, el argumento es inconsistente, como también
señalara Sabsay y la propia defensa del general Martín Balza.
Dice la Corte que no puede haber falsedad ideológica de un decreto
ya que éste no está destinado a demostrar nada más
que la existencia de la orden misma. La falsedad ideológica, a
la que algunos autores han propuesto llamar falsedad histórica,
consiste en hacer aparecer como reales hechos que no han ocurrido.
El decreto, redondean Belluscio y sus adherentes, no es un instrumento
destinado a la prueba de los hechos.
La distinción propuesta por el tribunal data de hace más
de medio siglo. Distingue entre instrumentos dispositivos
y probatorios, sólo los probatorios serían pasibles
de falsificación ideológica. Los decretos, por principio,
son dispositivos. Y es un principio general, válido,
pero que requiere una interpretación dinámica, adecuada
a los tiempos y modus del accionar presuntamente delictivo.
Si se sospecha que los decretos no eran una orden, sino un recurso para
encubrir un envío no autorizado de armas, el argumento se desmorona.
No hubo o de mínima podría no haber habido voluntad
del Estado de remitir armas a Panamá, pudo haber ánimo de
disfrazar el envío a Croacia o Ecuador. Los decretos tendrían
entonces una dolosa intención probatoria y la disquisición
legal se volvería inaplicable. No era un decreto, sino un simulacro
de decreto tendiente a preconstituir prueba absolutoria.
Yoma podía haber zafado definitivamente sin este derrape de la
Corte, pero Menem hubiera seguido siendo investigado. Por eso, excediendo
su competencia y desbarrando argumentalmente, la Corte incursionó
en ese viscoso terreno.
u El párrafo décimo: El párrafo décimo de
la sentencia, el más lanzado a futuro, es su núcleo sólido.
El Tribunal llama a la reflexión a jueces y fiscales de las
instancias inferiores. Se atribula porque estos actúan con
ligereza frente a una opinión pública sea formada
espontáneamente u orientada por los medios masivos de difusión
(una frase que, por su pobreza conceptual y su sesgo ideológico,
podría haber parido Jorge Videla). Como un preceptor de una novela
de Charles Dickens, puntero en ristre, la Corte les hace saber que les
pegará en la mano si osan acercarla a ese fuego. Hay también
una amenaza a los medios, ya que estamos.
No conforme con ese sosegate el tribunal añade dos conceptos que
harán historia y le costarán caro a los argentinos. Caro
en sentido estricto, económico y lato también. Resulta
irreparable el daño, califica a lo decidido en instancias
anteriores. Y tilda a esas sentencias como caminos aparentemente
vestidos de legalidad pero en definitiva ilegales. En ambos casos,
emparenta un fallo revocado por un tribunal superior una derivación
del principio constitucional de la doble instancia, un avatar común
por demás con un delito.
Una diferencia de criterios o de enfoques puede determinar dejar sin efecto
una sentencia. Pero la Corte no endilga a la Cámara error o criterio
equivocado sino específica intención de dañar (dolo
en jerga forense), habilitando a los implicados a considerarse víctimas
de un ilícito cometido por el Estado y, por ende, a reclamar su
condigna indemnización. Emir ya está en eso y los letrados
de Menem lo estudian. Unos millones pueden cambiar de mano. Para la comunidad
argentina, será una libra de carne, para los supuestos damnificados
tal vez equivalgan a un vuelto. ¿Aceptarán patacones?
El nefasto párrafo décimo se completa con un insulto a la
memoria colectiva y al dolor de millones de argentinos de bien. Es cuando
parangona la situación de Menem y Emir con las represiones
ilegales del pasado. Menem fue juzgado por tribunales competentes,
defendido por abogados que facturan con seis ceros detrás de algún
otro número, se acogió al beneficio de la prisión
domiciliaria y tras menos de seis meses fue liberado con una
decisión que casi lo compara con Alfred Dreyfus. Es correcto y
hasta estimulante que los principios garantistas se extiendan a todos
y nadie debería afrentarse por las supuestas comodidades de su
cárcel. Pero comparar a Don Torcuato con la ESMA es una obscenidad,
máxime si lo hacen jueces que han consagrado buena parte de su
jurisprudencia a garantizar la impunidad de los genocidas.
La lógica política
La progresiva mímesis del gobierno actual con el que lo precedió
es cada vez más palmaria. Esta semana agregó dos símbolos:
la libertad de Menem y el anuncio del regreso de la Carpa Blanca. Cavallo
es el mínimo común denominador. Por añadidura: la
desocupación record sigue invicta, la distribución de la
riqueza no ha variado el patrón impuesto en los 90.
La batalla contra la corrupción, una bandera que blandió
Fernando de la Rúa en campaña, ya ha sido arriada sin pudor.
El hermano del Presidente quien por definición no debió
ser jamás ministro de Justicia de un gobierno interesado en la
transparencia no hizo siquiera un ademán para limitar el
despropósito de la Corte. Era su deber recusar a Nazareno y Vázquez,
conspicuos amigos del ex presidente, quien supo revertir el viejo precepto
del viejo Vizcacha e hizo jueces a sus amigos. Seguramente no hubiera
logrado que los aliados de Menem dieran un paso al costado, pero al menos
habría emitido una señal en pro de la decencia. El Presidente
invocó la división de poderes para justificar el dislate.
Aún quedan adulones que destacan la especial calificación
intelectual de Fernando de la Rúa y su sapiencia técnica.
Pues bien, en este caso o reveló ignorancia o argumentó
de mala fe: el Estado era querellante en el juicio y estaba entre sus
facultades, por no decir entre sus deberes. Recusar si había motivos
suficientes, que sobraban.
En verdad, el Gobierno anhelaba la decisión. En las páginas
2 y 3 de este diario se relatan movidas, operaciones, entretelas más
que reveladoras. El deseo oficialista tiene como principal ingrediente
una lógica corporativa basada en el bipartidismo: los políticos
jamás deben pasar por los tribunales. En la coyuntura se añade
una errada lectura de la interna del PJ: en las tiendas delarruistas se
fantasea con que Menem hará estallar las contradicciones internas
del PJ, debilitándolo.
Una mezquina concepción de la política y un ansia de impunidad
abonaron el camino. Raúl Alfonsín capcioso siempre,
pero algo menos sinuoso que el Presidente predicó todo el
tiempo contra la prisión de Menem. Sus operadores difundieron su
preocupación en atentos oídos judiciales y el
propio ministro de Justicia hizo saber que al Gobierno le convenía
ver a Menem libre. Ahora hay quien dice que el fallo, por su proyección
a futuro, a Jorge de la Rúa le pareció un mamarracho.
Tarde piaste.
Con tinta limón
Lo ocurrido en esta semana desbarata acaso definitivamente un avance
de las investigaciones sobre delitos de estado, que venía prosperando
gracias al clima de época surgido cuando la mayoría de la
sociedad se hastió del menemismo.
Pero ocurrió lo consabido. La defensa de la impunidad de la dirigencia
y de la financiación ilegal de la política es
un inciso del Pacto de Olivos escrito en tinta limón. A la hora
de la verdad, peronismo y radicalismo cierran filas, con sus diversos
estilos, en defensa de ese objetivo común.
A su modo, en distintos momentos hubo parlamentarios de rico discurso
democrático convencidos de la necesidad de combatir la corrupción
política sistémica. Los más conspicuos, claro, fueron
Carlos Alvarez y Elisa Carrió.
Pero Chacho Alvarez privilegió unirse a la UCR para desalojar al
menemismo a ser plenamente consistente con esa bandera. Y luego no se
atrevió a mantener a fondo la batalla dentro del gobierno aliancista
o fuera de él.
Elisa Carrió enriqueció la lid, denunciando con más
detalle la matriz mafiosa del Estado y los pactos entre la dirigencia
política y los poderes económicos. Pero se comió
un par de operaciones desprestigiantes y no plasmó un armado político
que estuviera a la altura de sus denuncias.
La desaparición en alta proporción autogenerada
del Frepaso, la apenas discreta actuación del ARI y la magra presencia
de la izquierda en las últimas elecciones facilitaron, sin duda,
la decisión de la Corte que sabía que nada tenía
que temer (casi ni que oír) de la mayoría de la corporación
política. Se perdió una oportunidad de purgar siquiera parte
de los vicios del sistema político, tal como ocurrió en
el caso de las coimas senatoriales y como se corre el riesgo que ocurra
en la investigación sobre lavado.
La atonía ciudadana, expresada en el cualunquista voto bronca,
las dificultades de fuerzas alternativas para disputar el poder al bipartidismo
permiten la perpetuación de un escenario en el que, como en Titanes
en el ring, los luchadores principales simulan una pelea, pero en
verdad integran una misma troupe.
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