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LA HISTORIA DE DONDA TIGEL, EL MARINO QUE
MATO A SU CUÑADA Y LE ROBO A SUS HIJOS
“Es un psicópata”

Primero se quedó con su sobrina nacida en el altillo de la ESMA. Después hizo el �traslado� de su cuñada secuestrada a los vuelos de la muerte. Y finalmente se apropió de su otra hija, la mayor, arrancándosela a la abuela. La novela cruel de un hombre que sigue libre y asesora en seguridad a aerolíneas y fundaciones.

Por Miguel Bonasso

1979

Cuando la arrojaron sobre el piso del auto y le pusieron un pie sobre el cuello, la hermosa muchacha de ojos azules sintió que la fatalidad que había temido durante meses le estaba cayendo encima como “una cortina de hierro”, helada y definitiva. El “móvil” arrancó a toda velocidad y puso proa a la ruta 2. Desde la desaparición de Quique Pecoraro, su compañero, la Polaca no había conocido paz ni consuelo. Deambuló por la Argentina del ‘79 como una sonámbula, sin Quique y sin ninguna clase de ayuda, con tres hijos pequeños. Apenas tuvo, en automático, fuerza para “levantarse” del chalet de Castelar y “limpiarlo” de elementos comprometedores. Pero al final se abandonó a ese cansancio total y definitivo que se parecía a la muerte y la anticipaba. Se fue a Mar del Plata, a buscar refugio en la casa de su madre, y allí fueron a buscarla los heraldos negros.
En el Sótano de la Escuela de Mecánica de la Armada, una voz desconocida le ordenó levantarse la capucha. Frente a ella había dos personajes que le infundieron pavor. El que parecía el jefe era un individuo de pelo rubio, tirando a castaño, con la cara picada de viruelas. Tenía una boca grande, de labios carnosos, sombreados por un mostacho. Era el que le había ordenado levantarse la capucha. La boca enorme se abrió para decir simplemente:
–Me dicen Gerónimo.
El otro tipo era un jorobado que la miraba con un rictus de resentimiento y desprecio. Adivinó que podía ser brutal, sin límites.
Pronto la prisionera pudo comprobarlo en carne propia. Cuando se negó a responder la primera pregunta, el jorobado, al que llamaban Gerardo o Mochila, le descerrajó un puñetazo en plena cara.
Los días desaparecieron: había un presente perpetuo de luz artificial y música para tapar los aullidos y Mochila volvió a pegarle, una y otra vez. Y a llevarla a la rastra, con grilletes en los pies, hacia el “camarote” donde solían torturar. Tuvo más suerte que otros desaparecidos, porque sólo le mostraron la picana. Gerónimo preguntaba, con voz metálica, abstracta, y cuando consideraba, como interrogador profesional, que “el lenguaje corporal de la detenida” denunciaba una posible mentira, le pegaba de manera seca, eficaz, despojada en apariencia de la pasión oscura que desplegaba Quasimodo. Luego repreguntaba, de manera escueta, desdeñosa, como si tuviera enfrente un inferior, al que no se podía descender a dirigirle la palabra. Después de las sesiones la llevaban a otra dependencia tenebrosa, donde dormía sobre un jergón en el suelo. Alguien le reveló entonces, de manera brutal, lo que luego confirmaría: que Quique se había hecho matar cuando la patota quiso secuestrarlo. “A tu marido -.dijo una voz en la tiniebla– tuvimos que quemarlo.”
Con el paso del tiempo, la Polaca Alicia Ruscovsky supo que Mochila era el teniente de navío Fernando Peyón y Gerónimo el capitán de corbeta Adolfo Donda Tigel, que había sido jefe de Operaciones y ahora comandaba la sección de Inteligencia del Grupo de Tareas 3.3.2 de la ESMA. Con el paso del tiempo, también, Gerónimo dejó de insultarla y empezó a dirigirle la palabra. Pero siempre desde la altura del guerrero victorioso, abroquelado en la dureza de sus convicciones patrióticas, que condesciende a cambiar unas palabras con una esclava despreciable. Una tarde, sin embargo, llegó la inesperada confesión, como parte de una amenaza:
–Esta es una guerra. Y en la guerra no se puede ser piadoso con el enemigo. No lo fui con mi propio hermano, que era monto. No lo fui con mi cuñada, que estuvo chupada como vos acá en la ESMA. Y fue trasladada, como lo vas a ser vos también si no hacés los deberes. No tuve ningún tipo de condescendencia ni culpa. Porque ésta es una guerra y ellos estaban en el otro bando. Es así la cosa: o ganamos nosotros o ganan ustedes. Así que más vale que vayas largando lo que tengas.

Mar del Plata. Setiembre de 1998

La Polaca bebe un sorbo de vino blanco. Sigue solitaria y bella, con esos surcos que le han dejado en las mejillas los años y las ausencias. Por el ventanal del restaurante marisquero se alcanza a ver un recodo del puerto pesquero de Mar del Plata, devastado por el menemismo. Pero ella no está observando la gaviota que se planta como una pincelada blanca sobre el cielo gris. Mira un Falcon estacionado frente a la casa de su madre, en aquel ‘79. Luego se inclina confidente hacia el cronista que prepara su biografía sobre Alfredo Yabrán y quiere saber todo, absolutamente todo, sobre quién fuera el jefe de inteligencia del Cartero, ese Adolfo Donda Tigel, alias “Palito” o “Gerónimo”.
–Es un psicópata –resume Alicia.
Cuenta que tal vez la consideraron una “perejil” sin importancia y acabaron por soltarla. A medias, como ocurría en aquellos años. Quedó en un régimen de “libertad vigilada” en la misma casa de su madre, en Mar del Plata, de donde se la llevaron encapuchada. Gerónimo la controlaba por teléfono todas las semanas.
–¿Qué tal, cómo te estás portando? –decía la voz metálica–. Recordá que te estamos vigilando.
Y no le hacía falta que él se lo dijera, porque a través de la cortina de voile de la ventana de su cuarto podía verlo allí, estacionado frente a la casa. El Falcon. Luego las llamadas se espaciaron y el Falcon no regresó, pero Gerónimo quedó incrustado en ese rincón del cerebelo donde se acuñan las pesadillas.
Imprevistamente, Alicia agrega un dato importante a su testimonio: antes de liberarla, Donda la apretó durante meses para que la prisionera le entregara la escritura de la casa de Castelar. Ella juró y perjuró que desconocía su paradero y adornó la mentira con una hipótesis plausible: tal vez Quique la había puesto a buen recaudo. Aunque sospechaba que la Polaca mentía, Gerónimo se dio un día por vencido y dejó de preguntarle. Pero el altivo marino se había traicionado: la prisionera había descubierto un matiz codicioso en la voz metálica. El guerrero del Occidente Cristiano, que había llevado su cruzada hasta el extremo de hacerse cómplice del asesinato de su cuñada y su propio hermano, era “un simple chorro” que pretendía “afanarle la casa”.

París, 1978-1979

En aquella época los sobrevivientes le decían “Dunda”, pero era Donda. El Pelado Jaime Dri, el único prisionero que logró escaparse de la ESMA y sobrevivir, fue el primero que le reveló a este cronista la terrible historia de los dos hermanos: el marino y el montonero. Fue en un modesto departamento de la banlieu parisina, en vísperas de que Dri presentara su testimonio público en la sede del Partido Socialista francés, en una conferencia de prensa a la que asistieron el extinto presidente François Mitterrand y el actual premier francés, Lionel Jospin. Un año más tarde, también en París, pero esta vez en la Asamblea Nacional, la ex desaparecida Alicia Milia de Pirles perfeccionó la denuncia sobre el marino que había enviado a la muerte a su cuñada y había hecho desaparecer a la beba dada a luz en las mazmorras de la ESMA. Aún no se sabía, en aquel momento, que Palito se había apoderado también de otra hija, mayor, de su hermano y su cuñada, que había quedado a cargo de la madre de Hilda.

Buenos Aires, octubre de 1998

Es una noche primaveral. El cronista camina por las calles de Palermo con una fuente importante cuya identidad no está autorizado a revelar. La fuente perfecciona la historia de Palito, pero advierte: “Cuidado con lo que va a escribir. Es muy peligroso. Es el más frío, el más implacable de todos esos criminales de la ESMA”. El cronista anota la historia de los dos hermanos y la incluye en su libro Don Alfredo: “El hermano de Donda, José María, a quien los montoneros de La Plata le decían ‘el Cabo’, era lacontracara de su hermano Adolfo, con quien hubo siempre una gran rivalidad personal. Los hermanos eran hijos de un matrimonio de personas mayores que repartieron sus afectos de una manera nítida: el padre se llevaba bien con el mayor (Adolfo); la madre con José María, el más chico. Los dos hermanos cursaron juntos el Liceo Naval, pero después tomaron rumbos opuestos: el mayor se metió en la Marina y el segundo se vinculó progresivamente con los núcleos de activistas de la izquierda peronista que desembocarían en Montoneros. Sin embargo, cuando José María se casó con María Hilda Pérez, Adolfo, inesperadamente, fue su padrino de casamiento. Una concesión social o familiar o tal vez un momento esporádico de reencuentro que dejaría rápidamente paso a la enemistad tradicional, agravada ahora porque estaban en los antípodas políticas e ideológicas”.
“Cuando María Hilda fue secuestrada por los hombres del GT3.3.2 la nena (mayor) fue recogida por su abuela materna, que no podría conservarla porque el tío Adolfo decidió apoderarse de ella y convertirla en su hija. Hubo un juicio y la abuela perdió a la nieta. Donda libró esa batalla en los marcos legales, pero en un contexto dictatorial que favorecía al marino y no a la madre de María Hilda que, presionada y amenazada, debió huir al Canadá. Después, cuando su cuñada dio a luz a la segunda nena, Gerónimo se la llevó a sus padres hasta que, finalmente, la dieron en adopción a un pariente de Entre Ríos. Al igual que Alfredo Yabrán, Donda había nacido en esa provincia.”

Buenos Aires, 21 de noviembre de 2001

La noche del miércoles pasado “Telenoche investiga” exhibió “El silencio de dos hombres (una historia argentina)”, un excelente documental donde se completa y desarrolla, con testimonios inéditos y una cámara oculta en perjuicio del represor, la alucinante saga de los hermanos Donda. La ambiciosa producción incluyó entrevistas con sobrevivientes de la ESMA en el país y en Venezuela y conmovedores reportajes a la madre y el hermano de María Hilda Pérez de Donda. En la elaboración, audaz y comprometida, de la nota televisiva, jugó un papel preponderante la actuación de la periodista Miriam Lewin, ella misma sobreviviente de la ESMA. Esa “historia argentina”, arrebatada con astucia y pasión a dos hombres que guardan un silencio culpable, pone en evidencia los niveles de perversidad y confrontación impiadosa que pueden alojarse en el chalet de al lado, en una casa normal de un barrio normal de la pequeña clase media nacional.
Los hermanos Donda Tigel nacieron y se criaron en una casa gris y ahora desvencijada en el pueblo de Diamante, en Entre Ríos. De chicos y adolescentes compartieron juegos y una idéntica pasión por ser marinos. Juntos fueron al Liceo Naval, pero luego José María abandonó la carrera naval y se fue a estudiar Ciencias Sociales a La Plata. Allí, igual que otros muchachos de clase media se “peronizó” y “radicalizó”. Allí, también, se puso de novio con Hilda. Y, juntos, como muchas otras parejas de la época, comenzaron a militar en los barrios, bajo las banderas de la Juventud Peronista y luego de la organización Montoneros. Se casaron en el ‘73, en el año del triunfo popular y el regreso definitivo de Juan Perón. Y tuvieron su primera hija, Daniela, en 1974, cuando las escuadras de la muerte de la Triple A prenunciaban la ordalía de sangre del 24 de marzo de 1976. Cuando llegó el golpe, el “Cabo” e Hilda ya estaban en plena clandestinidad. En marzo de 1977, al cumplirse el primer año de la dictadura militar, José María y su mujer -.acosados por la persecución– dejaron a su hijita de tres años al cuidado de Leontina Puebla de Pérez, madre de María Hilda. Tenían razón en tratar de preservarla: una semana más tarde la muchacha fue secuestrada en un comercio de Castelar. Cuando vio venir a la patota intentó correr, pero no le dio el físico ni las fuerzas: estaba embarazada de seis meses. José María se salvó en esaocasión, pero un tiempo más tarde fue “chupado” por la Fuerza Aérea. Igual que su esposa, desapareció para siempre.
La prisionera fue llevada de la Aeronáutica a la Armada y terminó en el cuarto del altillo que los verdugos de la ESMA llamaban con macabra ironía “Maternidad Sardá”, porque allí iban a parar todas las embarazadas. Allí fue vista con vida por otros prisioneros, según lo atestiguaron los sobrevivientes Lisandro Cubas, actualmente residente en Caracas, y Lidia Vieyra, que por otra singular casualidad es sobrina de la mujer del genocida Emilio Massera. Lidia, que entonces tenía 20 años, asistió al parto de su compañera de cautiverio y no se puede olvidar de Hilda, con su enorme panza, tratando de orinar en un balde, estorbada (y humillada) por los grilletes en los tobillos. A pesar de las terribles condiciones de la Sardá clandestina, “el parto fue normal” y María Hilda dio a luz “una niña que nació con buena salud y que pesó tres kilos, aproximadamente”. Fue asistida por el médico naval Jorge Luis Magnacco, del Hospital Naval, recientemente escrachado por su participación en numerosos partos de mujeres desaparecidas. Ocurrió en mayo de 1977.
Según Vieyra, María Hilda sospechaba que iban a robarle a la beba, a la que bautizó Victoria, y las dos muchachas idearon un sistema candoroso y fallido para identificarla: un pequeño hilo azul atravesando el lóbulo de una de las diminutas orejas. En ese pequeño cuarto, donde abrazó a la pequeña Victoria y supo que se la iban a arrebatar, vino a verla su cuñado Adolfo Miguel Donda Tigel y, según el testimonio del ex desaparecido Lisandro Cubas, “le prometió que se reencontraría con su marido, que la beba llegaría a la familia y ella podría reunirse pronto con todos ellos”. Mentía, como se vería rápidamente. ¿Por piedad? No es lo que piensa Víctor Basterra, un sobreviviente que lo fotografió, como a otros represores, y testificó luego contra él en el juicio a los Comandantes de 1985. Víctor recuerda que “Palito” en persona lo secuestró junto con su compañera y su hija. Tampoco olvida que la primera trompada de su secuestro se la pegó Donda. “Y me la pegó con una sonrisa en la cara.”
Tampoco condice con lo que el propio Donda le diría a la Polaca Ruscovsky: “En la guerra no se puede ser piadoso con el enemigo. No lo fui con mi propio hermano que era monto. No lo fui con mi cuñada, que estuvo chupada como vos acá en la ESMA”.
No me cuesta imaginarlo en el “Dorado”, la estancia de la ESMA donde se decidía el destino de los prisioneros, votando afirmativamente el “traslado” de su propia cuñada enfrente del Tigre Jorge Eduardo Acosta. Sabiendo que un miércoles de aquel invierno, la pequeña Hilda (la enana cuyo estilo agresivo de hablar contra el orden establecido lo sacaba de las casillas) sería llamada por su nombre, descendería engrillada desde Capuchita hasta el Sótano, ingresaría a la enfermería donde Manzanita u otro canalla le aplicaría la inyección de Pentonaval que la mandaría para arriba, al camión de verdes lonas donde se amontonaban otros jóvenes cuerpos desvanecidos, hacia el Fokker, hacia la Bahía de Samborombón, hacia las aguas del olvido. ¿Se le cruzaría al entonces teniente de navío el recuerdo de sí mismo como padrino de la boda de Hilda? ¿Se acordaría del beso a la novia de su hermano? ¿Del abrazo con José María? ¿Del momento en que firmó el registro? ¿Se acordaría del hermano-enemigo? Un día oculto para siempre en la historia universal de la infamia salió de la ESMA llevando a la pequeña Victoria en el auto. Sin ningún hilo azul en la oreja.

Siempre el coraje es mejor

Hace 24 años, Leontina Puebla de Pérez, la madre de Hilda, lloró la desaparición de su hija en un andén de la estación Ramos Mejía. La muchacha le había pedido que si algo le ocurría fuera a esa estación de tren y le pidiera a un músico ambulante que entonara en su honor un valsecito peruano llamado, precisamente, “Hilda”. Pero, gracias al hermanode su yerno, le aguardaban nuevas pérdidas y llantos. “Palito”, con apoyo de jueces de la dictadura le arrebató “legalmente” a Daniela. Luego, de yapa, la abuela comenzó a ver coches raros, a recibir llamadas intempestivas, hasta que el techo comenzó a descender y Leontina tuvo que irse a Canadá con otro hijo, Armando “Tito” Pérez, un ex boxeador, que tuvo miedo y que finalmente se atrevió. En Canadá, el equipo de “Telenoche investiga” ubicó a Tito que, en febrero de este año, presentó la denuncia por la desaparición de Victoria, la sobrina nacida en el altillo de la ESMA. Ante las cámaras el ex boxeador se quebró y soltó una frase que bien puede retratar a buena parte de la sociedad argentina: “Cuando fui a hacer la denuncia tenía pánico. Era como si yo fuera el criminal o algo así. Y a veces me da vergüenza decirlo, porque me pasa como ahora, no puedo seguir hablando, porque me agarra como angustia y esas cosas, pero me acuerdo de lo que me decía mi hermana, la enana me decía ‘por cagones como vos es que el país está como está’. Y digo, bueno, hay que poner lo que hay que poner y lo pongo”.
En Paraná vive Arturo José Donda, primo de Adolfo Miguel y ex capitán, él mismo, de la Fuerza Aérea. (La misma que secuestró a José María Donda y su esposa María Hilda Pérez). El capitán está retirado, tiene 70 años y una lengua procaz: le prometió al cronista de “Telenoche investiga” darle un “voleo en el culo” si las preguntas no eran de su agrado. El aeronauta retirado tiene una hija, Mariel Irene Donda, que nació en mayo de 1977, igual que Victoria Donda. Es más: la abuela Leontina y el tío Tito están convencidos de que “Mariel Irene” no es otra que Victoria, la bebé de tres kilos que nació en la Sardá de la ESMA. Hay una denuncia judicial al respecto, pero Arturo Donda, el “padre” de Mariel se niega a que le hagan el examen de ADN que reclaman con toda justicia las Abuelas de Plaza de Mayo. Los vecinos del militar recuerdan que su esposa tenía 38 años cuando “nació” Mariel y que el comentario de entonces era que la mujer no podía tener hijos. Cuando la beba recaló en su casa de Ameghino 528 fue un acontecimiento barrial. “El silencio de dos hombres” mostró las vacilaciones del supuesto padre que no recuerda donde nació su hija y, pese a lo que dice el certificado, cree que fue “en casa de la partera”.
Hoy en día, Daniela Donda Pérez vive con su tío el marino. Sabe que tiene una hermana y hace poco inició un juicio al estado por la muerte de sus padres. (Es curioso, también la ex prisionera Anita Dvatman, alias Barbarella, que está casada desde hace muchos años con el represor procesado Jorge Radice, alias Ruger, también le hizo un juicio al Estado en calidad de víctima). Si Daniela tiene suerte, es un decir, cobrará 500 mil pesos. Por su parte Mariel Irene Donda sigue viviendo con sus supuestos padres en Paraná. No sabía hasta ahora que tiene una hermana Daniela, ni que podría ser hija de desaparecidos. Y llamarse, como desesperado abrazo en la tiniebla: Victoria.

“Palito” hoy

El capitán de fragata retirado Adolfo Miguel Donda Tigel (DNI 8.345.054. Pasaporte 5.885.710., con domicilio fiscal en Tres Sargentos 1435 de la localidad bonaerense de Martínez) es un directo beneficiario de la clase política argentina y, en particular, del radicalismo. En 1984, durante el gobierno de Raúl Alfonsín, revistaba como agregado naval en Brasil. En aquel momento, precisamente, se produjo la captura en ese país del dirigente montonero Mario Eduardo Firmenich y el gobierno radical solicitó su extradición que fue finalmente concedida. El diario La Voz, donde coincidían los montoneros con el veterano dirigente peronista Vicente Saadi, sugirió en esos días que el marino estaba precisamente destinado en esas latitudes para realizar tareas de espionaje sobre el jefe guerrillero exiliado. En 1987 la Cámara Federal lo procesó por más de 62 delitos de lesa humanidad que incluían secuestros, tormentos y homicidios. Quedólibre como otros colegas gracias a la Ley de Obediencia Debida, promulgada por el Congreso tras el intento golpista de Aldo Rico y sus carapintadas.
Un capítulo aparte merece su incorporación, en esos años, al Grupo Yabrán, donde construyó una inquietante central de inteligencia, junto con un ex prisionero que llegó a bajarle línea por su mayor cociente intelectual, el “Ratón” Angel Laurenzano, ex militante –en La Plata– del Partido Comunista Marxista Leninista. Otro personaje para esta novela del terror. Donda Tigel fue uno de los directores de Zapram, la empresa de seguridad del Grupo Yabrán que controlaba los depósitos fiscales de Ezeiza y que se disolvió –con curiosa perdida de libros y registros– cuando Domingo Cavallo les tiró encima a la DGI. Después militaría –en operación blanqueo– en otras empresas del ramo, como Quality Control y Tecnipol, editora de un “Manual de Instrucciones para el interrogador” destinada a esa conocida policía científica que es la Bonaerense.
En “Telenoche investiga”, la cámara oculta registra a un Donda Tigel “enamorado de la seguridad”, que se jacta de atender al 90 por ciento de las líneas aéreas de Ezeiza, incluyendo desde las norteamericanas hasta Cubana de Aviación. Y que da cursos donde habla, sin eufemismos, de cómo “se le aprieta el culo” a los interrogados, cuando van a “la máquina”. También realiza tareas de seguridad para la municipalidad de Mar del Plata (que es radical) y para el portal Educa.ar que dirige el hijo del presidente de la República, Aíto de la Rúa. El juez español Baltasar Garzón ha solicitado su extradición que ha sido negada por las autoridades argentinas. Tampoco lo procesó en su momento el juez argentino Adolfo Bagnasco en la causa por robo de niños. “Me gusta la seguridad”, dice Palito Donda. Tiene razón.

 

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