Por Angeles Espinosa*
Enviada
especial a Kabul
Vine hace tres días
para pedir trabajo y me citaron para hacer una prueba hoy, declara
ilusionada Sharifa Usmani frente a los estudios de Radio Afganistán.
Depende de Dios y de mi entrevista, pero espero conseguirlo,
añade mientras se recoloca la burka para volver a salir a la calle.
Sharifa tiene 27 años y nunca ha trabajado en la radio. Quiero
ayudar a mi gente y a mi país, asegura.
La semana pasada, Yamila Muyahid volvió a leer un boletín
informativo en Radio Afganistán después de cinco años
sin una voz femenina. Muyahid fue la última locutora antes de que
los talibanes prohibieran el trabajo de las mujeres. Ahora, tras la llegada
de la Alianza del Norte a Kabul, ha sido la primera en reincorporarse.
Su decisión ha servido de ejemplo. Sin convocatoria previa, un
puñado de afganas se ha presentado a las pruebas de locución
de la emisora recién reinaugurada. Todas llevaban burka.
Rayah Rahme Hoda lleva tres días trabajando en el desvencijado
edificio de la radio, pero lo que de verdad le gustaría es dar
el salto a la televisión. Cuando los talibanes capturaron
Kabul, estaba en el segundo curso de periodismo y empecé a trabajar
en la radio de Mazar-i-Sharif, cuenta. La llegada de los integristas
a esa ciudad norteña acabó con su sueño dos años
más tarde.
Rayah se ha traído a su hermana Samira a las pruebas. Samira estudiaba
medicina, pero mientras reabre la facultad no quiere permanecer de brazos
cruzados. Todavía no se han visto demasiados cambios, pero
los esperamos en los próximos días. Estamos felices,
anuncia sin que haga mucha falta que lo diga. Sus caras lo reflejan. Sus
ganas de hablar también. Cuando un funcionario con aspecto de comisario
político intenta impedir que hablen con los periodistas, ellas
los citan a la salida del recinto.
Todas van cuidadosamente maquilladas y vestidas con esmero, aunque de
forma conservadora: pantalón o falda larga, chaquetas amplias y
pañuelo en la cabeza. Mantienen la burka levantada mientras hablamos.
Cuando se normalice la situación, en el futuro próximo,
tendremos un uniforme adecuado, justifica Samira cuando le pregunto
por qué no ha dejado la burka en casa.
Esperamos a que otras mujeres den el paso, tal vez cuando regresen
las que se fueron del país, contesta Rayah. Pero si por ellas
fuera... Estoy aburrida de llevarla se queja Samira,
además me provoca dolor de cabeza. No sólo eso,
sino que compras algo en el bazar y cuando llegas a casa te das cuenta
de que es diferente, apunta Rayah en medio de las risas de las demás.
Las afganas han optado por la prudencia. Y cuando hablamos de las afganas,
nos referimos a las mujeres de las ciudades, porque en los pueblos la
posibilidad de quitarse la burka no se les ha pasado por la cabeza. Era
una costumbre rural y los talibanes la impusieron en todo el país,
recuerda Samira.
Tanto yo como mis amigas esperamos hasta ver cómo evoluciona
la situación porque aún no hemos visto a ninguna mujer que
se la haya quitado comenta Tania Mehidi, una joven de 24 años
que quiere ser médica. El gobierno aún no ha hecho
una declaración al respecto, precisa. Ninguna quiere ser
la primera. Cuando otras lo hagan, confirma su prima Sharara,
de 18 años. Tienen miedo del qué dirán. La
gente mira mucho, admite Layla, de 19 años. Ella fue una
de las valientes que se quitó la burka en una manifestación
a principios de semana. Las mujeres nos decían felicidades,
pero los hombres murmuran cosas feas, lamenta. Layla volvió
a ponerse la burka al día siguiente. Es que hoy he venido
sola, se justifica.
Más allá de la burka, lo que realmente preocupa a las mujeres
es encontrar trabajo. Tengo tres hijos que mantener y desde que
mi marido murió en la guerra hace seis años no he recibido
ningún tipo de pensión; he vivido de la limosna, manifiesta
Fátima. Esta viuda ha oído por la radio que el Ministerio
de Interior busca costureras para fabricar uniformes militares y se ha
apresurado a presentarse.
Fátima, como la gran mayoría de las mujeres afganas, es
analfabeta y sin una estampilla oficial no podrá firmar un contrato
o el recibo del sueldo. Así que ha reunido como ha podido los 120.000
afghanis que cuesta la estampilla, junto a otras mujeres, para obtener
la preciada chapa con su nombre. Es su pasaporte a la libertad.
* De El País de Madrid, especial para Página/12.
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