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COMO ES LA VIDA COTIDIANA POSTALIBANA
Lo que queda de Kabul (un museo de ruinas)

La capital afgana puede visitarse como un museo de capas geológicas de destrucción, causada por todas las guerras que vivió el país desde la invasión soviética de 1979. Pero debajo de eso aún hay vida, según este testimonio.

Hombres musulmanes oran en una mezquita en lo que queda de la capital de Afganistán.

Por Guillermo Altares*
Enviado especial a Kabul

Es un mercado afgano normal del centro de Kabul, lleno de ruidos, de puestos con granadas y manzanas, de comerciantes de estufas de hojalata, de niños vendiendo trozos de papel higiénico en una bandeja de paja o trabajando como limpiabotas mientras los coches de caballos cruzan las calles. La pobreza es terrorífica, pero eso no lo que más impresiona: detrás de los puestos no hay más que ruinas que se prolongan hasta el horizonte, manzanas y manzanas de casas reventadas, llenas de balazos y de agujeros de obuses. Hasta la escultura que hay en medio de la célebre plaza de Da Mazank se pueden ver tiros de ida y de vuelta. Sobre el asfalto se reconocen los impactos de los morteros. El desolador paisaje de Kabul es una lección viva de historia: la ciudad fue destruida sobre todo entre 1992 y 1996, durante la guerra civil en la que se enfrentaron en muchos casos las mismas facciones que la semana que viene van a sentarse a discutir la paz para Afganistán en Bonn y que ahora forman la Alianza del Norte o Frente Unido.
Más de la mitad de la capital está completamente destruida y, sin embargo, hay vida entre las ruinas. De vez en cuando, se ve ropa tendida en una chabola instalada en un terreno cubierto de escombros, por el que caminan mujeres con sus burkas azules, y en una esquina hay niños con garrafas de plástico recogiendo agua de una fuente en un lugar donde no queda piedra sobre piedra. El portavoz de Naciones Unidas, Eric Falt, aseguró esta semana que “por primera vez vamos a poder hablar de la reconstrucción de Afganistán”; pero el trabajo no será sencillo, ni corto, ni barato (los primeros cálculos barajan una cifra de 30.000 millones de dólares). La ONU y la Cruz Roja han advertido a los refugiados que tomen todas las precauciones posibles porque muchos de los terrenos a los que quieren volver pueden estar minados. Nadie sabe cuántas bombas sin estallar, ni cuántas minas esconde esta ciudad. El miércoles mismo dos niños resultaron heridos cuando estalló el obús con el que jugaban.
Los kabulíes van explicando: allí está el mausoleo del padre del rey Zair Shah, el monarca Nadir –una cúpula azul que apenas consigue mantenerse en pie entre tantos impactos–, un poco más allá una fábrica que daba trabajo a mucha gente –es un milagro que su estructura no se haya derrumbado con tanta metralla– y así durante kilómetros y kilómetros. En el Museo Nacional no queda una sola ventana y las dos últimas plantas son una pura ruina. Construido hace un siglo, el palacio de Darlaman, en el que fue asesinado por los soviéticos el presidente Hafizullah Amin en septiembre de 1979, domina una colina en las afueras de Kabul. Ahora está lleno de tiros, con todas sus balconadas caídas por los obuses, y en su interior hasta los cristales de las ventanas han sido saqueados. El estado del patrimonio histórico afgano es un reflejo perfecto de todo el país.
Los cines, el zoológico, en el que quedan unos pocos animales hambrientos encerrados en jaulas minúsculas y mugrientas, un viejo aeródromo de los soviéticos: todo es una pura y deprimente ruina de la que surgen niños para hablar con el extranjero. Kabul es una ciudad en la que se mezclan las barbaries: en medio de un barrio reventado aparece la estructura, milagrosamente intacta, del Estadio Nacional. Los talibanes lo cerraron al deporte y lo utilizaban para las ejecuciones públicas. En muchos casos, nadie se ha molestado en quitar los coches destruidos durante los combates, que ahora son pura chatarra llena de agujeros.
Todo esto es un recuerdo de la guerra civil afgana que en cuatro años destrozó la capital y abrió el camino para la llegada de los talibanes. Unidos durante la guerra contra los soviéticos, cuando llegaron al poder en 1992, empezó un conflicto de todos contra todos. Poco después de que Burhanuddin Rabbani llegase al poder, el líder pashtún ultrarreligiosoGulduddin Hekmatyar, que había sido el hombre favorito de la CIA durante la guerra de los mujaidines contra la URSS, lanzó una ofensiva a gran escala contra la capital. Entre 1993 y 1995, las tropas de Hekmatyar lanzaron cientos de cohetes sobre el interior de la ciudad. Y eso fue sólo el principio: al final acabaron enfrentándose los hazaras (musulmanes chíitas) con las fuerzas de Rabbani y Ahmed Shah Masoud, de Alianza del Norte, que a su vez también chocaron con las tropas uzbekas de Abdul Rachid Dostum. Los habitantes todavía describen en muchos puntos de la ciudad dónde estaban las diferentes líneas de frente: una de ellas pasaba por el zoológico y un joven afgano, Sayed Tariq, es capaz de señalar los puntos donde se encontraban cada una de las facciones.
Luego, con Kabul ya reducido a cascotes, los talibanes terminaron la tragedia: durante su asedio machacaron la ciudad. Sólo entre el 11 y el 26 de noviembre de 1995, provocaron con sus ataques con cohetes 80 muertos y 200 heridos. Hasta que tomaron la ciudad, el 26 de septiembre de 1996, la ofensiva no paró. Y cuando entraron en ella, Masud la bombardeó con cohetes en septiembre de 1998, provocando casi 70 muertos.
Toda esta historia está resumida en las calles desoladas de la ciudad, en sus descampados minados. Lo malo es que muchos de sus protagonistas, salvo Masud, que fue asesinado, aunque sí estarán sus herederos, Hekmatyar y los talibanes, estarán sentados en la conferencia de Berlín para intentar negociar la paz en Afganistán. En 1992 también lo hicieron y los recuerdos de aquel acuerdo son ahora las ruinas de Kabul.

* De El País de Madrid, especial para Página/12.

 


 

LOS TRABAJOS FUNEBRES DESPUES DE LA GUERRA
Para una tumba sin nombre

Por A. E.

Ayab Gul y Said Rahim se enfundan unos guantes de látex, unos manguitos y una mascarilla desinfectante. Sin pensarlo dos veces, despliegan una bolsa de plástico blanca, la colocan a un lado del cadáver y tratan de introducirlo en ella. El cuerpo desmadejado se les quiebra. Sin perder la compostura, recolocan la parte superior y, con un gesto que ya han repetido muchas veces antes, atan los dos extremos de la modesta mortaja.
Después de la batalla quedan los cadáveres. Los muertos del bando perdedor no tienen rostro, ni nombre. Abandonados por sus compañeros que huyeron para salvar la vida, los cuerpos de muchos de los combatientes talibanes yacen aún desparramados en las trincheras y líneas de frente. El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) anunció ayer que habían descubierto entre 400 y 600 cadáveres en Mazar-i-Sharif y que habían enterrado 180. En los alrededores de Kabul, Gul y Rahim ya han recogido medio centenar.
Hakimi, un ex mujaidín reciclado como trabajador humanitario, fotografía a los infortunados con vistas a una eventual identificación. El CICR hará una ficha por si algún día un familiar lo busca. El hedor impregna la ropa y unos milicianos que sólo hace unos días luchaban en esta misma trinchera permanecen a una prudente distancia, con expresión mitad de repulsión y mitad de agradecimiento. Es una tarea que requiere mucha más valentía que echarse un Kalashnikov al hombro. Minas y munición sin explotar son una amenaza constante. La única protección de Gul y Rahim son sus chalecos con el símbolo del CICR: una gran cruz roja en el pecho. “Cada vez es más difícil encontrar gente que quiera hacerlo porque es muy desagradable y arriesgado, pero alguien se tiene que ocupar de ello”, explica Wasit, el oficial sanitario que dirige el equipo. Este hombre entregado a su trabajo no hace aspavientos. Admite que lo mueven razones sanitarias y humanitarias, pero sobre todo le preocupa que los cadáveres queden al aire “porque asustan a los niños”.
Qala-i-Gulai es un pueblo pashtún y protalibán hasta la médula. Aquí los combates contra los soldados de la Alianza del Norte se libraron hasta el último minuto. “Dos o tres días antes de que nuestras fuerzas entraran en Kabul, vino una delegación de otro pueblo vecino, también favorable a los talibanes, para proponerles unirse a la Alianza, pero no quisieron y resistieron hasta el fin”, cuenta Kandaga. Queda aún una treintena de hombres armados. “El comandante ha preferido no desarmarlos –explica Kandaga–, pero nos ha pedido que los tengamos vigilados y que estemos alrededor.” Antes vivía aquí un centenar de familias, pero el pueblo quedó en medio del frente cuando los talibanes expulsaron a la Alianza del Norte en 1998. Se quedaron los hombres para guardar sus casas y defender la posición. Aquí estaba hasta hace dos semanas la primera línea defensiva de Kabul.

 

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