Líbero
en Japón
Por Juan Sasturain
Desde Tokio
El desviado especial tiene la sospecha de que el partido de mañana no será tan bueno como aquel de Argentinos del Bichi Borghi contra el Juventus de Platini o las victorias al hilo del mejor San Pablo contra el Barcelona y el Milan que te encandilaban con las figuritas. Boca es menos de lo que era hace un año �hombre por hombre y en volumen de juego� y a los campeones de Europa se los ve llegar demasiado apurados, a medio vestir, dejando a Effenberg en casa, tensos, pero por no saber qué hora es; sin embargo, acaso resulte un buen partido pese a todo. Por lo que se juega y lo que no se juega; lo que está en disputa y lo que ya está ganado para los dos. Como en esas peleas de bolsas millonarias con Tyson y un afortunado que va a poner la cara a un millón por minuto, hay una parte de la cuestión que ya está resuelta.
Porque, sin llegar a semejante extremo, la Copa Intercontinental tendrá una particularidad que es específica de este tipo de eventos en que un lejano (en todos los sentidos) auspiciante pone la plata, elige la casa y se queda con el nombre. Una vez más, y tal vez la última, los protagonistas no tendrán que hacerse cargo de nada sino de jugar y cobrar, el estadio estará lleno o casi: habrá más de cinco decenas de miles de espectadores para darle �marco�, pero paradójicamente muy pocos hinchas (menos que acomodadores, acaso) para darle sentido. Cuando haya un gol, el afortunado embocador probablemente vacile unos instantes buscando en medio del barullo de la mayoría silenciosa que lo salude como al paso de una carroza de carnaval, el origen de los gritos desaforados, disonantes, que se merezcan el gesto personal de beso y revoleo de camiseta. La serena multitud nipona que irá o será munida de su habitual banderita o globo acorde impondrá el clima y dará el tono; la fiesta está garantizada y el drama, la euforia desatada o el escándalo, neutralizados.
Como morir en un frío sanatorio, aislado, entubado, inconsciente y rodeado de extraños mandones vestidos de blanco, y entregar el entierro a eficientes mandones vestidos de negro; como negociar el cumpleaños de nuestro hijo en manos de animadores profesionales sujetos a un cronograma de risas y coronita programada; como hacer la fiesta de los quince en un salón alquilado con música de mierda; como esperar el año nuevo en un restaurant o en un transatlántico de lujo y besarse con extraños, bailar boludeces entre mozos tristes e indiferentes; como casarse en una isla con ropa de etiqueta entre nativos disfrazados para la ocasión. Es decir: jugar la final del mundo de clubes es lo más parecido a un bello cráter lunar, es �como en los otros patéticos casos� la mejor y más cómoda manera de entregar el momento único, agridulce del riesgo, la adrenalina y la tensión afectiva, a eso que se expresa en lo que podríamos llamar la ideología de la ola. Porque el partido podrá ser bueno o malo, con goles y emociones o un juego de fulleros amarretes, pero la ola seguro que no va faltar. Como las banderitas.
Hay quienes suelen contraponer la violencia del grito y las actitudes de las hinchadas al gesto armónico y celebratorio de la ola. Y se quedan con este último ademán corporal, por supuesto. Pero, ¿qué es realmente la ola, a quién saluda? El público que �saluda�, que en determinado momento y punto no cardinal del estadio levanta el culo y extiende los brazos en forma sucesiva, generando una sensación de movimiento que da toda la vuelta a la cancha hasta que se cansa o se diluye según el grado de energía inicial o el hastío incipiente, ¿qué celebra? La ola no celebra los equipos en cuanto tales, no es una forma del aplauso a las bondades del juego, no es partidaria ni pretende ser transitiva en su escueto, vistoso mensaje. No dice nada, no se vuelca sobre el aliento o el denuesto: la ola se celebra a sí misma, encuentra las razones de desatarse en su propia presencia. Mírenme, me miro, estoy aquí. Vale la pena intentar describir las condiciones de posibilidad y manifestación de estefenómeno inducido, propio de ciertos eventos pensados para ser la inevitable fiesta del anfitrión. Y la Copa Toyota lo es por antonomasia.
Como la del mar, la ola del estadio no es algo que la gente haga sino algo que se hace con la gente o que se hace que la gente haga, que la utiliza para hacerse: el ondular atraviesa la masa humana como sucede con el agua en el mar y a través de ella, y sin moverle un pelo ni una gota genera la ilusión de un movimiento. Porque hay algo básico: para poder hacer la ola o dejar hacerse la ola a través de uno, la multitud debe cubrir todo el perímetro y estar previamente sentada. Es decir, ser muchos y estar cómodos y relajados. Así, la ola, como las respuestas a las consignas de los predicadores evangelistas devueltas por un coro tipo frontón asienten, se dice a sí misma: �Qué bien lo estamos pasando y cuántos somos, que podemos levantar el culo y los brazos cada tantos segundos, atentos a nuestros propios movimientos sin que lo que pase abajo signifique demasiado�. La ola es la manifestación de la hinchada del anfitrión, del dueño de casa, del administrador de la fiesta. No suele producirse en los momentos de mayor tensión, dramatismo o interés dentro del campo, sino al revés. El sujeto-objeto de la ola suele aplaudir una chilena o los laterales largos. Se distrae fácil, participa, sí, pero con la sonriente y complacida indiferencia del ejecutivo que al final reparte cheque, coche, premia a ganador y muchas veces elige al mejor jugador animador de la fiesta propia con el criterio de un niño que se compra un globo.
Este desviado especial que mira amanecer el lunes por la ventana del hotel mientras en Buenos Aires se juegan los partidos del domingo siente que Bayern Munich o Boca podrán perder mañana a la noche, pero que la marca que lo mira �junto a sus primos Sony, McDonald�s y los demás� desde un cartel iluminado no juega con ese riesgo. La ola de su hinchada consumidora le confirmará que está todo bien: está todo vendido, que es lo que importa.
|