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PLACER

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Cena con Verdi

O con Mozart o Bizet. Comer especialidades orientales o francesas mientras sopranos o tenores interpretan arias de óperas escogidas es una posibilidad en un hotel porteño. 


Por Marta Dillon

Como toda ceremonia que se precie de elegante, ésta también comienza con una copa de champagne helado. Pero no hay que dar por sobreentendido este detalle. Puede ser que se trate de una rutina para quienes están habituados a buscar el placer en la gastronomía, pero estamos hablando de un lunes, un lunes cualquiera y bajo la tierra, en el subsuelo de un hotel que eligió ese nivel para algunos de sus salones, los destinados a eventos. Y a los lunes, ya se sabe, hay que conjurarlos. Hay que poder sacudirse el malhumor, la nostalgia del fin de semana que pasó y moderar la ansiedad que trae la distancia de esos días dorados, sábado y domingo, cuando se puede colgar el traje, el tailleur, los papeles, las herramientas, las máscaras a que nos obliga el trabajo. Es lunes y el disfraz ha vuelto a construirse y tal vez haya que llegar con él a una cita estrictamente puntual, como en el teatro, con la solemnidad y la disposición al drama que exige la ópera. De eso se trata, la comida que convoca se sirve con arias, que no sólo de pan viven las personas.
El champagne se sirve a las ocho, en punto, cuando el sol se hace rojo en el horizonte y la hora pico se hunde en el ánimo de los que intentan huir del centro. Pero aquí abajo, en el Salón Verdi del Hotel Intercontinental, en los alrededores extendidos de Plaza de Mayo, sólo llega un murmullo de pasos amortiguados por las alfombras y un gorjeo de gargantas, del otro lado de la puerta, que se aclaran solfeando las escalas. Hay, por supuesto, quien tuvo tiempo de cambiarse y toma de las bandejas canapés de langostinos y caviar desde la empinada cuesta de los tacos aguja. Es parte del encanto de una velada galada que puede servir para alentar a los neófitos en la materia o sencillamente para cortar la rutina de ese día de la semana que siempre se transita a regañadientes. Y el comienzo es, valga la redundancia, a toda orquesta, aunque lamentablemente sean pistas grabadas las que sostienen la voz de los cantantes. Las puertas del salón se abren y al mismo tiempo destellan el metal de los cubiertos, el cristal de las copas y �Va pensiero�, el coro de esclavos hebreos de la ópera Nabuco, de Verdi. En cada mesa cubierta de largos manteles blancos, espera el menú con sus promesas gastronómicas y musicales y la firma de cada uno de los artistas, previendo la necesidad de los comensales de guardar algún recuerdo de esta particular cena show, con intervalos suficientes como para no sentir, como suele suceder en esos casos, que uno decidió comer con el maestro de ceremonias. Entonces, en cuanto se apaga la última voz de un coro invisible llegará el primer plato, a tono con lo escuchado: mezzehs del creciente fértil o un surtido de aperitivos del Medio Oriente. El mejor, sambuosik de cordero con menta y queso de cabra, aunque no hay por qué desechar el tabbouleh, el babaghanough o los dolmas. La abundancia está recomendada cuando lo que sigue es una soprano con aires de vikinga que avanza entre las mesas con su despliegue de satén rojo y un escote generoso que sube, baja y se agita con las cadencias de una de las arias de La Flauta Mágica de Mozart, �Zum Lieden bin ich auserkoren�, un lamento que deja su congoja sobra las mesas y que merece el estrecharse de manos sobre el mantel para ahuyentar la humedad de la mirada. No hay que desesperar, ésta es una noche de grandes éxitos �hay otras noches temáticas, una dedicada a Puccini, otra sólopara tenores, alguna más para las canzonetas italianas� y pronto llegará la Habanera de la ópera Carmen, de Bizet. Y la mezzosoprano, Mariana Reveski, joven y morena en su largo vestido azul de lentejuelas, hará bailar a sus ojos para decir que el amor es un pájaro rebelde y que ella está dispuesta a atraparlo. Y a dejarlo partir.
Algo del ánimo solemne, trascendente, propio de las grandes cosas que tiene la ópera se pasea entre las mesas. No hace falta ni un gesto para que una copa vacía vuelva a recibir el malbec o chardonay de las bodegas Nieto Senetiner con la misma avidez que el desierto al agua. Sí es necesaria la decisión para optar entre los mignons de res al queso roquefort o el court boullion de salmón escalfado al natural con manteca cruda de berros. Los platos inspirados en la cocina francesa acompañarán nuevos tramos de Carmen, en la voz del tenor, Gabriel Renaud, y de la mezzosoprano con su aire de muchacha pícara que maneja su pelo como un velo sobre los hombros desnudos. Natacha Tupin, la soprano, elegirá otros fragmentos de La Flauta Mágica y un aria de La Traviata, �Sempre Libera�, que dan ganas de levantarse y volver a la superficie, a disfrutar del aire en la cara, de un beso apasionado, de la vida con sus grises. La Traviata tiene ánimo de brindis, ésa es su aria más conocida, y apenas terminado el postre de duraznos rellenos al chocolate, el champagne vuelve a desearse, para prolongar un poco la alegría. Pero como en el deseo, como en el amor, el final se retrasa un poco más. Antes del goce, la agonía de un bajo, una voz que golpea como una maza sobre la fritura de una pista demasiado transitada. Es el maestro de ceremonias el que quiere lucirse con un Fa grave, la más grave de las notas, que corona �Il lacerato Spirito�, de Simon de Boccanegra y está feliz con su momento, el que lo saca de bambalinas, donde estuvo hasta ahora, anunciando a sus compañeros. No volverá a ocultarse, es el momento del Cuarteto, de Rigoleto y en seguida el Brindis final, ese que saben todos, como en un elegante fogón en el que no hay folklore sino arias. Las manos mecen las copas, las voces de artistas y comensales dicen �libiamo�, como si alguien necesitara algún estímulo y el champagne brilla en los ojos de quienes lo beben, un lunes a la noche, en el subsuelo de un hotel vestido de teatro. Ya poco importa que afuera esté nublado o el calor aplaste con su sopor. La música persistirá por largo rato en el ánimo, se alojará en el tarareo hasta el otro día y, seguramente, será capaz de hacer más corta la semana.

sobre gustos...

Por Raúl Dellatorre

La morena, sugestiva, provocativa, se acerca a la barra. Se invita una cerveza y casi de inmediato ofrece acompañarme al cuarto. Amablemente, rechazo la oferta y le lanzo una contrapropuesta: sentarnos en una mesa a conversar. A cambio de otra cerveza, acepta. De a poco se iría aflojando, dejando de lado el verso de bailarina del Tropicana y clientes adinerados, para entrar en la más íntima y creíble historia de la joven abandonada con un hijo chiquito, conviviendo con una hermana, un cuñado y dos sobrinos en una vivienda mal equipada. Prostitución a la cubana. La curiosidad, más que el oficio de periodista, me arrastró a indagar en esas vidas que transitan La Habana. Por el gusto de conversar, acercarme, conocer gente que anda a contramano, pero en otro ámbito. 
Volviendo al bar del hotel, mientras amanecía conversábamos con Rosy sobre salsa, música y ron, su familia y la vida, cuando ella lanzó la propuesta mágica: que la acompañara a su casa para cambiarse y acompañarme a su vez a comprar ron y música a muy bajo precio. Más que la ganga, me tentó penetrar en ese mundo desconocido. Y allí fui.
A veinte minutos del centro de La Habana, la casa de Rosy: una suerte de pieza de conventillo sin agua corriente, donde se amontonan sus seis habitantes y es punto de encuentro para otros diez, quince vecinos que se acercan a compartir una cerveza, charlar y conocer al extraño que apareció en esa mañana de sábado. Las puertas, permanentemente abiertas. La música, a un volumen insoportable. En ese marco, una charla larga y distendida con los habitantes de la casa y sus aledañas. 
Algunos apuntes: sorprendente nivel de instrucción de esos personajes de los fondos de La Habana, que hablan de Argentina y el mundo con soltura y conocimiento. �¿Así que De la Rúa resultó lo mismo que Menem?�, comentará uno, por ejemplo, al saber la nacionalidad del visitante. Se quejan de su situación, la falta de dinero, sueños postergados, pero dicen con orgullo que en Cuba la educación hasta noveno grado, la salud, la vivienda, la leche para los chicos, el pan y hasta una ración alimentaria (escasa) es para todos y gratuita, y que a nadie le falta el empleo. Gente que no vive bien, pero vive con esperanza. Y que puede ofrecer, además de afecto, lo que el visitante circunstancial de La Habana más ansiaba: conocer a esos otros seres humanos, no tan comunes, en su intimidad. Eso que tanto se extraña en una sociedad fracturada, desconfiada y atemorizada como la argentina.

 

 

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