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OPINION
El peor de todos, salvo...
Por James Neilson

Como suele ocurrir después de cierto tiempo, ya son muchos los convencidos de que Fernando de la Rúa es con toda seguridad �el peor presidente de la historía�, título antes ostentado por Menem, Alfonsín, Videla, Isabel, Perón, Onganía, Illia y muchos otros hasta remontarse a los días en que lo que sería la Argentina era gobernado por el que a juicio de sus contemporáneos era el peor virrey de la historia. Para colmo, no hay motivos para creer que esta racha inverosímil esté por quebrarse. Por el contrario, tan desprestigiada se ha hecho la actividad política y por lo tanto tan reacios a emprenderla son aquellos siempre ausentes �idóneos� de la imaginación de los constitucionalistas que todo hace prever que muy pronto el país concordará en que nunca antes se haya visto convocado a elegir entre una selección menos alentadora de presuntos presidenciables: ya se han anotado Duhalde, Ruckauf, Menem y, a su manera, la buena de Carrió, mientras que es legítimo agregar a la lista los nombres de Reutemann y De la Sota.
Según la teoría dominante, ninguno podría ser peor que De la Rúa, pero si examinamos las credenciales de quienes se suponen bien ubicados cara a la carrera, el asunto deja de ser tan evidente. ¿Sería bueno tener en la Casa Rosada a Duhalde o Ruckauf? ¿A Menem? ¿Tendría Carrió alguna posibilidad de gobernar sin la ayuda decidida de Dios, la Virgen y una multitud de santos?
Acaso Lole no sería tan malo �hablaría poco y nadie comprendería muy bien lo que dijera�, y tal vez De la Sota resultaría ser una versión un tanto más vigorosa de De la Rúa, pero pocos los considerarían líderes natos que serían capaces de revitalizar a un país hemipléjico.
Huelga decir que la costumbre nacional de atribuir todas las desgracias de turno a una persona o, a lo sumo, a dos o tres, que debido a un malentendido extraordinario por parte del electorado o una serie siniestra de maniobras viles se las hayan ingeniado para acaparar el poder, tiene mucho que ver con su descenso constante. Consolidado el consenso de que el problema tiene nombre y apellido, todos los demás cuentan con un pretexto inmejorable para luchar con furia creciente contra el malhechor. Pueden defender al país basureando al único responsable de �la crisis� y frustrando todas sus iniciativas con el propósito patriótico de poner fin a la pesadilla. Aunque a veces tal actitud puede justificarse �algunos presidentes sí han sido malísimos�, la tradición así supuesta, una parodia de la democracia tal y como se la practica en lugares menos exigentes, difícilmente podría ser más autodestructiva.


 

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