Por Silvina Friera
La osadía de la trama
de Tres buenas mujeres (o cómo asar un pavo a la pimienta), cuento
de Laura Bonaparte en versión teatral de Graciela Holfeltz y dirección
de Georgina Parpagnoli, reside en plantear la venganza como una necesidad
de exorcizar la pérdida de hijos y esposos, que padecieron un grupo
de madres durante la última dictadura. Son Hécubas modernas
y audaces, desgarradas por el horror de la desaparición de los
seres queridos, amas de casa que cambiaron el dominio de Troya por el
familiar territorio de la cocina. Después de 25 años de
permanente dolor, de pesadillas monstruosas, de exigir justicia y tener
la insoportable certeza de que los asesinos caminan con absoluta libertad
e impunidad, mezclados entre ellas, Angela, Berta y Josefina (encarnadas
por Ana María Castel, Adela Gleijer y Dora Baret) deciden secuestrar
a un pez gordo de los genocidas. Mientras ellas preparan la
cena de celebración, pican perejil, pelan remolachas y comentan
las bondades de distintas recetas, seguras en el arte culinario que cultivan,
los temores, dudas y vacilaciones morales se deslizan sigilosamente en
el desarrollo dramático. El number one de la muerte está
recluido y amordazado en el sótano de la casa. Es sólo una
voz amenazante que las insulta y que perturba el normal funcionamiento
de ese ritual planificado por este trío de amigas.
Mujeres que rondan los 70 años, derrotadas por una larga batalla,
en la que combatieron siempre en desigualdad de condiciones, fatigadas
por la ausencia de respuestas de juzgado en juzgado, sin más armas
que la fuerza de los puños de Angela y un apósito de cloroformo,
consiguen reducir al torturador, la bestia, según lo
califica Angela. No hay indicios de militancia activa en el ámbito
de los derechos humanos, marchas, movilizaciones o pañuelos blancos
que las identifiquen. No son heroínas. Solamente tres buenas señoras
que frente a la encrucijada y enloquecedora negación de su maternidad,
sin el cuerpo de sus hijos, tienen hambre de justicia. A pesar de la convicción
de la revancha, de que sobran motivos para enfrentarse al enemigo, de
la culpabilidad del genocida (esa voz de la crueldad que les grita viejas
locas, viejas putas), en el alma de estas mujeres crece un dilema
moral: qué hacer con el rehén. Los recuerdos de Tito, militante
peronista que amaba a los animales y ansiaba ser veterinario, acechan
a la corajuda Angela (excelente interpretación de Castel), que
prefiere que la basura en cuestión se muera de hambre
en el sótano. En cambio movida por la piedad, Berta, que se animó
a llevarle algo de comida, regresa del sótano quebrada por la angustia
y el llanto. El genocida le arrojó la comida sobre el preciado
delantal, uno de los pocos elementos que conserva, regalo de su hijo,
Víctor. Es quizás en la evocación de esos jóvenes,
donde la pieza redunda en reiteraciones -intentando justificar la conducta
de los personajes, que debilitan la sutileza inicial, rupturista
e innovadora respecto a otras piezas que hurgaron en torno del complejo
y delicado mundo de los derechos humanos, la memoria, la tortura, el secuestro
y la desaparición de personas.
Las rivalidades, recelos y sospechas mutuas afloran en su máxima
intensidad cuando Angela dispara: No quiero que ese puerco nos transforme
en asesinas. Vivimos en un país que hace de los criminales víctimas,
y de las víctimas, criminales. La tensión dialéctica
llega al límite posible. A pesar de estar unidas por un mismo espanto
y dolor, estas mujeres parecen descender a los bajos fondos, al mismo
infierno. Nada peor que tener la íntima sensación de la
emboscada, de sentirse atrapadas en un laberinto sin salida, que las impulsa
a exhumar la misma metodología atroz que utilizaron contra sus
hijos y esposos. Josefina, oriunda de Chajarí (Entre Ríos),
la más extrovertida del grupo, dueña de la casa donde transcurren
los acontecimientos, busca esclarecer la catarata de confusiones y emociones
ambiguas: Ni diosas, ni genocidas, somos humanas. Lo que resolvamos
será a partir de nuestra libertad. Las tres comprenden que
la venganza no tranquiliza, porque el odio duele y deja marcas imposibles
de borrar.
No hay minuto en la vida de estas madres en que no piensen en sus hijos,
en sus cuerpitos mutilados, quemados, destrozados. Berta, la más
ingenua, primero sugiere que lo maten de un tiro, después apela
al veneno. Anhela que sea rápido, contundente y a la distancia.
Pero los únicos fierros que poseen son los instrumentos de cocina,
entre ellos la cuchilla hachera con la que van trozando el pavo. El miedo
a convertirse en seres execrables no abandona del todo el accionar de
los personajes, pero la repetición de esa voz, mezclada con descargas
de ametralladoras y gemidos, precipitan el final, que en la versión
de Bonaparte tiene otra resolución dramática. Tres buenas
mujeres, que se presenta dentro del ciclo Memoria 2001, en
el Teatro del Pueblo, es un aporte al debate, la reflexión y la
concientización respecto de las consecuencias de una etapa brutal
de la historia argentina, que dejó heridas que siguen sangrando.
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