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“TRES BUENAS MUJERES”, SOBRE UN TEXTO DE L. BONAPARTE
Cocinando contra el enemigo

La obra que se ve en el Teatro del Pueblo propone una discusión sobre la impunidad en Argentina, y los pros y los contras de la justicia por mano propia. Las tres actrices brillan por igual.

Adela Gleijer, Ana María Castel y Dora Baret se lucen como las madres que secuestraron a un represor.

Por Silvina Friera

La osadía de la trama de Tres buenas mujeres (o cómo asar un pavo a la pimienta), cuento de Laura Bonaparte en versión teatral de Graciela Holfeltz y dirección de Georgina Parpagnoli, reside en plantear la venganza como una necesidad de exorcizar la pérdida de hijos y esposos, que padecieron un grupo de madres durante la última dictadura. Son Hécubas modernas y audaces, desgarradas por el horror de la desaparición de los seres queridos, amas de casa que cambiaron el dominio de Troya por el familiar territorio de la cocina. Después de 25 años de permanente dolor, de pesadillas monstruosas, de exigir justicia y tener la insoportable certeza de que los asesinos caminan con absoluta libertad e impunidad, mezclados entre ellas, Angela, Berta y Josefina (encarnadas por Ana María Castel, Adela Gleijer y Dora Baret) deciden secuestrar a un “pez gordo” de los genocidas. Mientras ellas preparan la cena de celebración, pican perejil, pelan remolachas y comentan las bondades de distintas recetas, seguras en el arte culinario que cultivan, los temores, dudas y vacilaciones morales se deslizan sigilosamente en el desarrollo dramático. El number one de la muerte está recluido y amordazado en el sótano de la casa. Es sólo una voz amenazante que las insulta y que perturba el normal funcionamiento de ese ritual planificado por este trío de amigas.
Mujeres que rondan los 70 años, derrotadas por una larga batalla, en la que combatieron siempre en desigualdad de condiciones, fatigadas por la ausencia de respuestas de juzgado en juzgado, sin más armas que la fuerza de los puños de Angela y un apósito de cloroformo, consiguen reducir al torturador, la “bestia”, según lo califica Angela. No hay indicios de militancia activa en el ámbito de los derechos humanos, marchas, movilizaciones o pañuelos blancos que las identifiquen. No son heroínas. Solamente tres buenas señoras que frente a la encrucijada y enloquecedora negación de su maternidad, sin el cuerpo de sus hijos, tienen hambre de justicia. A pesar de la convicción de la revancha, de que sobran motivos para enfrentarse al enemigo, de la culpabilidad del genocida (esa voz de la crueldad que les grita “viejas locas, viejas putas”), en el alma de estas mujeres crece un dilema moral: qué hacer con el rehén. Los recuerdos de Tito, militante peronista que amaba a los animales y ansiaba ser veterinario, acechan a la corajuda Angela (excelente interpretación de Castel), que prefiere que la “basura” en cuestión se muera de hambre en el sótano. En cambio movida por la piedad, Berta, que se animó a llevarle algo de comida, regresa del sótano quebrada por la angustia y el llanto. El genocida le arrojó la comida sobre el preciado delantal, uno de los pocos elementos que conserva, regalo de su hijo, Víctor. Es quizás en la evocación de esos jóvenes, donde la pieza redunda en reiteraciones -intentando justificar la conducta de los personajes–, que debilitan la sutileza inicial, rupturista e innovadora respecto a otras piezas que hurgaron en torno del complejo y delicado mundo de los derechos humanos, la memoria, la tortura, el secuestro y la desaparición de personas.
Las rivalidades, recelos y sospechas mutuas afloran en su máxima intensidad cuando Angela dispara: “No quiero que ese puerco nos transforme en asesinas. Vivimos en un país que hace de los criminales víctimas, y de las víctimas, criminales”. La tensión dialéctica llega al límite posible. A pesar de estar unidas por un mismo espanto y dolor, estas mujeres parecen descender a los bajos fondos, al mismo infierno. Nada peor que tener la íntima sensación de la emboscada, de sentirse atrapadas en un laberinto sin salida, que las impulsa a exhumar la misma metodología atroz que utilizaron contra sus hijos y esposos. Josefina, oriunda de Chajarí (Entre Ríos), la más extrovertida del grupo, dueña de la casa donde transcurren los acontecimientos, busca esclarecer la catarata de confusiones y emociones ambiguas: “Ni diosas, ni genocidas, somos humanas. Lo que resolvamos será a partir de nuestra libertad”. Las tres comprenden que la venganza no tranquiliza, porque el odio duele y deja marcas imposibles de borrar.
No hay minuto en la vida de estas madres en que no piensen en sus hijos, en sus cuerpitos mutilados, quemados, destrozados. Berta, la más ingenua, primero sugiere que lo maten de un tiro, después apela al veneno. Anhela que sea rápido, contundente y a la distancia. Pero los únicos fierros que poseen son los instrumentos de cocina, entre ellos la cuchilla hachera con la que van trozando el pavo. El miedo a convertirse en seres execrables no abandona del todo el accionar de los personajes, pero la repetición de esa voz, mezclada con descargas de ametralladoras y gemidos, precipitan el final, que en la versión de Bonaparte tiene otra resolución dramática. Tres buenas mujeres, que se presenta dentro del ciclo “Memoria 2001”, en el Teatro del Pueblo, es un aporte al debate, la reflexión y la concientización respecto de las consecuencias de una etapa brutal de la historia argentina, que dejó heridas que siguen sangrando.

 

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