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ESTRENOS DE LA SEMANA
“HARRY POTTER Y LA PIEDRA FILOSOFAL”, DE CHRIS COLUMBUS
England made in Hollywood

La versión cinematográfica de la exitosísima novela de J.K. Rowling se caracteriza por un celo excesivo por el original, que no le permite al film tener su propia magia. A su vez, la pequeña película sueca �Descubriendo el amor� se destaca por su sensibilidad y capacidad de observación.

Por Horacio Bernades

Harry tiene anteojos, mirada de chico sensible y la consabida marca de fábrica sobre la frente. Como él, cada uno de los personajes que lo rodean (familia adoptiva, magos de luengas barbas, compañeros de escuela y profesores) parecen salidos directamente de la pluma de J.K. Rowling, hipermillonaria autora de la saga original, y otro tanto puede decirse de todos los ambientes e incidentes de esta película fenómeno, llamada a ser la que destrone a Titanic del sitial del film más recaudador de la historia. La propia autora aprueba la versión cinematográfica (algo que tiene escasos precedentes en la tumultuosa historia entre escritores y películas), los fans la celebran, las boleterías exhiben desde antes del estreno el cartel de “No hay más entradas”, nadie tiene reparos y las secuelas están aseguradas. Misión cumplida.
Ese es justamente el problema de base de Harry Potter y la piedra filosofal: es tan, pero tan fiel al libro, que, más que una película, parecería un parque temático, donde los visitantes encontrarán la reproducción exacta de lo que fueron a buscar. Quienes ambicionen alguna sorpresa o margen de libertad, algo que le dé a la película entidad propia, más vale que se queden en casa leyendo el libro. Pero no hace falta haberlo leído para percibir el carácter sucedáneo de Harry Potter, the movie: todo está tan en su lugar, que se hace palpable que todo aquí fue sometido a un férreo control. Siguiendo la línea de puntos del guión escrito por el reputado Steve Kloves (Los fabulosos Baker Boys, Fin de semana de locos), Chris Columbus se confirma como realizador obediente por antonomasia, algo que había demostrado sobradamente en películas como Mi pobre angelito, Mrs. Doubtfire y El hombre bicentenario.
Las dos horas y media de Harry Potter y la piedra filosofal dan comienzo cuando el gigantón Hagrid (Robbie Coltrane), la profesora McGonagall (Maggie Smith) y el profesor Dumbledore (Sir Richard Harris) depositan un bebé en un hogar cualquiera, como si se tratara de Moisés o del mismísimo Jesucristo. En verdad –y en esto también la película sigue el libro al pie de la letra– el pequeño Harry es un predestinado, y la saga que sigue no hará otra cosa que confirmar su carácter de superdotado. ¿Superdotado para qué? Todo el mundo lo sabe ya: para la magia. Arrancado a los 11 años del gris mundo de los muggles –esa gente que no cree en sortilegios ni los ejerce–, Harry será recogido por Hagrid, robusto ángel guardián que lo deposita a las puertas de Hogwarth, la más prestigiosa academia de magia de toda Inglaterra. Y por lo tanto, del mundo: como ninguna otra creación reciente, Harry Potter es casi una celebración oficial de la tradición británica.
Allí está el venerable college, con sus profesores-ogros, pero en el fondo buenos, sus ritos de iniciación, las rivalidades internas y la importancia dada al deporte (el quidditch, especie de cricket volador en el que, como en el rugby, puede tacklearse al rival). No falta elrepresentante del everyman o hombre común, en este caso Ronald, el mejor amigo de Harry. Una escena culminante tiene lugar en el tablero de un ajedrez a escala humana, todo un hobby británico, y el desenlace sigue puntualmente las reglas del whodunit o “policial a la inglesa”, en la línea de Agatha Christie o Ellery Queen. El peor whodunit posible, valga la aclaración: en la culminación, se establece que el malo es el malo porque al guión así se le antoja, aunque no se haya dado ni media pista en ese sentido.
Por si faltaba algo para convertir a Harry Potter en poco menos que un evento patriótico, allí está esa escena del comienzo en la que los búhos llenan el plano, que parecería extirpada de Los pájaros, de Sir Alfred Hitchcock. Ni qué hablar del elenco, verdadero panteón viviente del cine inglés. Sólo falta Sir Richard Attenborough, que debe haber estar ocupado filmando alguna otra película. No hay duda de que Daniel Radcliffe, el niño que carga con la pesada carga de ser Potter, es un gran hallazgo, así como Alan Rickman luce tanto o más disfrutable que de costumbre, lleno de miradas torcidas, pelo de paje y fraseos olímpicos. Tratándose más de un mesías que de un héroe en el sentido clásico, es lógico que, en lugar de atravesar pruebas de formación, Harry se limite a confirmar, ante cada nuevo obstáculo, que es el Maradona de la magia. Paradójicamente, a Harry le falta lo que le sobra al Diego: magia. Es que sus habilidades para el embrujo han sido prolijamente provistas por el superpoblado departamento de efectos especiales. Así, cualquiera hace y deshace con su varita.

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Cómo ser adolescente y no morir en el intento

Por Luciano Monteagudo

Agnes está por cumplir 16 años. Desde hace dos vive en una pequeña localidad llamada Amal (la “maldita Amal” del título original del film) y todavía no ha hecho amigos. Como muchas adolescentes, se siente fea, sola, y le parece que la vida apesta. “No quiero una fiesta de cumpleaños”, es una de las primeras cosas que apunta en su computadora, como si estuviera escribiendo su diario personal. Sus padres, sin embargo, se empeñan en que Agnes tenga su fiesta, en que invite a sus compañeros de colegio, para ver si logran sacarla de su encierro. Lo segundo que teclea Agnes en su computadora es “Amo a Elin”. Elin es la chica linda del curso. A diferencia de Agnes, Elin puede parecer muy segura de sí misma (“Soy hermosa, seré Miss Suecia”, afirma con soberbia), pero a su manera sufre tanto como todos los de su edad. De eso trata Descubriendo el amor: con una total empatía con sus personajes, acompañándolos siempre de cerca, sin moralizar ni prejuzgar, el director y guionista sueco Lukas Moodysoon hace de su primer largo un retrato sensible y sincero de los infinitos padecimientos de la adolescencia.
Para Moodysoon, sin embargo, no es cuestión de cargar exageradamente las tintas, como lo hacía aquella película alemana Christiane F. Tampoco de banalizar el despertar sexual a la manera de Porky’s, o de solazarse en la crueldad de la edad, como lo entendía Mi vida es mi vida, la opera prima de Todd Solondz. Se diría que el suyo, más que un camino intermedio, es un acercamiento distinto al tema, quizás más simple pero también más justo, en el cual la película evita los dramatismos extremos pero también la condescendencia y la superficialidad. No es que la vida de Agnes, por ejemplo, sea fácil: la atracción que siente por Elin (y el rechazo inicial de su compañera) contribuye a su aislamiento y es un motivo más de discriminación. Pero Fucking Amal se las ingenia siempre para equilibrar el tono y no permitir que la película se oscurezca en exceso, como cuando Agnes piensa en suicidarse y para entrar en clima pone una fuga de Bach.
Otro tanto sucede con Elin. “Estoy tan aburrida, odio la vida”, grita, mientras se queja de que en Amal todo lo que está “in” nunca llega, o llega tarde, cuando ya está “out”, como las raves. Drogarse un poco también parece difícil en Amal. Lo único que Elin y su hermana encuentran a mano es mezclar Alka Seltzer con Coca Cola. Los chicos tampoco ayudan. Se la pasan hablando de autos o de teléfonos celulares, comparándolos entre ellos como si se estuvieran midiendo los falos. ¿Sexo? Ni mucho, ni bueno. “Pffff... y ya está”, se quejan las chicas de los varones. En medio de su desconcierto, Elin sabe algo, en todo caso: que no quiere tener por delante una típica vida de suburbio, ya completamente prefijada. No quiere –como le pasó a su madre– casarse por rutina, tener hijos, dedicarse sólo a cuidarlos y que un día cualquiera su marido la abandone por una mujer más joven, mientras ella se queda mirando la TV.
Hay una permanente capacidad de observación que le da a Descubriendo el amor su carácter distintivo, más allá de la espontaneidad de su elenco y de su imagen sin artificios, tan habitual en el cine independiente. Hacia el final, el film parece olvidarse de esos méritos y amenaza peligrosamente con terminar en un destemplado alegato en favor de ladiversidad sexual (“Los mensajes hay que dejárselos al correo”, decía Hitchcock). Pero el epílogo viene a mitigar ese desliz. Cuando Agnes y Elin se sientan a compartir un Nesquik y a discutir sobre si es mejor diluirlo en más o menos leche, vuelve a quedar claro que, a su manera, todavía son nenas y que tienen una eternidad por delante para decidir qué hacer con sus vidas.

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