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El hambre es protagonista de la Kabul de posguerra

En Kabul falta de todo, excepto la escasez. Y, sobre todo, de comida. A medida que aumenta el control de la Alianza del Norte, se complica la distribución de ayuda, y las mujeres son las que más sufren.

Comer: Con los convoys de la ONU, que corren el peligro constan-te de ser asaltados, y los repartos por Ramadán de Zarab, no se podrá
dar de comer a todo el mundo.

Dos ciclistas en lo que queda
del centro comercial de Kabul.

Por Guillermo Altares
Enviado especial a Kabul

De repente, hay un tumulto en una calle del centro de Kabul. Mujeres con la burka azul, niños sucios, algunos con marcas de sarna en la piel, hombres con harapos, tullidos se apelotonan ante la verja de hierro de un edificio. Es la distribución de comida por Ramadán (el mes sagrado de los musulmanes, durante el que deben ayunar entre la salida y la puesta del sol) de Najeb Zarab, uno de los hombres más ricos de la capital afgana.
Este empresario se hizo rico vendiendo piezas de coches y, todos los años, durante 30 días reparte un kilo arroz y otro de pan entre los pobres. A pesar del follón, la distribución está bien organizada: Zarab ha repartido unas cien cartillas de racionamiento y los afortunados que han conseguido hacerse con ellas pueden ir a su puerta todos los días en busca de comida. Cuando la distribución ha terminado, todavía quedan mujeres encerradas en la cárcel de la burka esperando por si consiguen unas migajas. Siempre hay gente en la puerta de la casa de Zarab. La situación de las viudas en Afganistán, obligadas a quedarse encerradas en casa durante cuatro años por los talibanes, es dramática. “La vida de estas mujeres no se puede llamar vida”, asegura Soraya Parlika, una histórica luchadora afgana por los derechos de las mujeres. “No pueden trabajar, no pueden ganarse el pan. Si no tienen un hermano o un marido para ayudarlas están condenadas a la miseria absoluta”, agrega antes de señalar que, con las nuevas autoridades provisionales del país, la situación no ha mejorado.
Abdul, un hombre de unos 40 años, enseña su cartilla, con unas cuantas casillas ya rellenas. Asegura que el resto del año se busca la vida como puede; pero que durante el mes de Ramadán sabe que puede contar con el arroz de Zarab. En medio de los gritos de los niños, una voz emerge desde uno de los burkas. No quiere decir su nombre; pero sí relatar su historia. “La situación es peor que cuando los talibanes”, afirma. Aunque luego da marcha atrás: “En cuanto a la comida es igual de mala. Pero por lo menos tenemos más libertad”, dice. ¿Entonces por qué no se quita la burka? “Todavía es demasiado pronto”, responde. Otra voz emerge detrás de las terribles rejillas de tela, un pequeño agujero por el que las mujeres apenas pueden entrever la realidad. “Necesitamos comida”.
Desde la llegada de la Alianza del Norte a Kabul, hace casi dos semanas, los convoys de ayuda humanitaria del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas están consiguiendo llegar a Kabul por la carretera entre Jalalabad y la capital afgana, en la que, hace 10 días, fueron asesinados cuatro periodistas extranjeros. La ONU dice que, aunque al principio fueron asaltados varias veces, actualmente logran pasar sin problemas.
Aunque los puestos de los mercados estén bien abastecidos, tanto de carne como verduras, y en los restaurantes haya casi todo (siempre dentro del nivel afgano, que en cuestión de alimentos es muy bajo), muchas familias pasan hambre a diario en Kabul. Las calles están llenas de mujeres y de niños, que trabajan como limpiabotas, pidiendo dinero. Como siempre, son los sectores más débiles de la población los que más sufren. El primer envío de la ONU, unas 1000 toneladas de harina, fue repartido esta semana en los barrios del oeste y el norte de Kabul, los más destruidos, y se quiere cubrir con ellas las necesidades primarias de unas 65.000 personas. Los nuevos cargamentos, que llegaron durante el fin de semana, también incluyen mantas, calefactores y medicinas. Según el portavoz de Naciones Unidas Eric Falt, eso es sólo el principio. El avance de la Alianza del Norte y la retirada de los talibanes de muchas regiones han aumentado la inseguridad en gran parte del país, lo que dificulta enormemente una distribución regular de alimentos por parte de las ONG y de Naciones Unidas. Mucha más gente necesita ayuda humanitaria en Kabul y solamente con los convoys de la ONU, que corren el peligro constante de ser asaltados, y los repartos por Ramadán de Zarab, no se podrá dar de comer a todo el mundo.

(De El País de Madrid, especial para Página/12).

 


 

UNA MINORIA QUE LOS TALIBANES TRATARON AL ESTILO NAZI
Cómo (sobre)viven los sijs

Por Angeles Espinosa
Enviada especial a Kabul

El pequeño templo sij de Kabul se ha engalanado durante toda la semana para celebrar hoy Bab Anak. La modesta comunidad nunca ha dejado de conmemorar el aniversario del nacimiento de su primer profeta, pero después de que los talibanes quisieran imponerles un lazo distintivo al estilo nazi, la caída de ese régimen es una bocanada de aire fresco. Incluso ha permitido que por primera vez en cinco años vecinos musulmanes hayan entrado a visitarlos.
“La última vez que Rabbani estuvo en el poder, estuvimos satisfechos con ellos, incluso solíamos reunirnos con representantes de la Administración para tratar nuestros problemas”, manifiesta Autar Singh, el responsable del templo. Sin embargo, no tiran cohetes. Los hindúes y sijs que quedan en Afganistán, apenas 1700 entre las dos comunidades, son los más pobres, los que no han podido irse. De hecho, son tan pocos que han unido fuerzas al margen de las rivalidades que enfrentan a sus religiones en el país donde surgieron, India.
“Eso no va a cambiar de repente”, declara Singh. Los cinco años de extremismo islámico del régimen talibán sólo añadieron más dificultades a una vida que ya la guerra había hecho muy difícil. La mayoría de los sijs afganos son pequeños comerciantes y la parálisis económica ha estrangulado sus ingresos. El propio centro cultural del templo ha visto reducir sus actividades. “Antes dábamos cursos en pashtún, darí e inglés, ahora sólo en punjabi”, lamenta el director.
“El gobierno talibán imponía sus reglas islámicas y aunque a nosotros nos han respetado, quisieron imponernos una marca”, explica Autar Singh, el responsable del templo. Hace unos meses, un decreto del jeque Mohamed Omar, líder de los talibanes, exigía a todos los afganos no musulmanes que portaran un lazo de color que los identificara según su religión. Además de los sijs y los hindúes, sólo quedaba en Afganistán un judío.
“Entonces, una delegación de nuestros mayores acudió a la policía y logramos evitarlo”, añade sin dar más importancia a una decisión que suscitó la indignación internacional. En realidad, los sijs se distinguen con facilidad del resto de los afganos por sus vistosos turbantes, muy diferentes de los que usaban los talibanes.
“Nadie se marchó por esa causa –añade Singh–. Aquí, en Kabul, las 55 familias de hindúes y sijs no pueden irse por problemas económicos”, explica, dando a entender que si tuvieran ocasión lo harían. Y, sin embargo asegura que sus relaciones con los musulmanes son buenas. “Acudimos a sus bodas y funerales”, dice.

(De El País de Madrid, especial para Página/12).

 

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