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PANORAMA POLITICO
Por J.M. Pasquini Durán

In concert

La gran ausente en esta emergencia nacional es la muchedumbre, o sea el pueblo en aluvión exigiendo saber qué pasa, abriendo caminos, erigiendo líderes. Hubo una época en que las tragedias o las alegrías colectivas provocaban la formación en el país de multitudes callejeras. Quizá algunos no crean hoy, como otros creyeron anteayer, que alguna vez la Plaza repleta equivalía a un millón de personas y que otras setenta mil entraban en el Luna, pero esa discusión se volvió innecesaria. Ya no hay muchedumbres que hagan estallar los canteros de la Plaza o las tribunas del Luna, entonces ¿para qué contarlos? Aparte de las visitas anuales a San Cayetano o al santuario de Luján, ¿alguien sabe de otras manifestaciones civiles que convoquen por lo menos al uno por ciento del total nacional de población?
Todo sería diferente con multitudes. Por ejemplo, si el presidente Fernando de la Rúa colmara la Plaza con adherentes, terminarían todas sus cavilaciones acerca del principio de autoridad. Si no puede hacerlo, por más que ensaye ante el espejo gestos de energía, ceños adustos, frases graves y contundentes, la autoridad que desea que le reconozcan se le seguirá escurriendo entre los dedos. Otro tanto vale para los que con tanto ahínco tratan de expresar a los océanos de excluidos, pero cuando miran por encima del hombro los siguen riachuelos más o menos impetuosos, pero ninguno llega a torrente aluvional. Es el caso del plebiscito convocado por el Frente Nacional contra la Pobreza (Frenapo) para dentro de dos semanas en apoyo del subsidio universal para jefes de familia desocupados: para que todo el noble esfuerzo de sus organizadores tenga incidencia en las políticas públicas esas urnas tendrán que contener, aparte de los votos de solidarios y militantes, por lo menos un diez por ciento de los catorce millones de desamparados, aunque sea para demostrar cuántos están dispuestos a dar la pelea. Para decirlo de otro modo: sólo el pueblo en acción puede cambiar el paisaje nacional en beneficio del progreso general.
Mientras no sea así, los forcejeos en las cúspides de partidos y en las instituciones de la democracia serán apenas la versión más “reality”, con su propia carga de tragedia y grotesco, del show de moda en la televisión, todavía con menos rating que los de ficción, aunque sus resultados pueden afectar el presente y el destino del país y de la mayoría de los nacionales. ¿Cuántos ciudadanos entienden, no se diga intervenir, los tejes y manejes de la deuda pública, o cuántos pueden confiar sin angustia en la perdurabilidad del uno por uno en el cambio monetario? Lo mismo sucede con las manipulaciones institucionales: la designación del ex gobernador de Misiones, el peronista Ramón Puerta, para que presida las deliberaciones del Senado y lo reemplace en el Poder Ejecutivo al radical De la Rúa en caso de ausencia temporal, ¿a cuántos argentinos tiene sin dormir? Ni siquiera hay votantes que se den por aludidos cuando dirigentes peronistas invocan el escrutinio del 14 de octubre para justificar estas maniobras, pero nada dicen de los reclamos centrales de esas mismas urnas o de los millones de votantes que perdieron. Así sea Puerta la entrada a un pacto bipartidario para repartirse el poder o el movimiento de salida para precipitar el final del actual gobierno, en la gente (como se dice ahora para no mentar pueblo) el asunto la deja fría: ¿Por qué tendría que defender a la administración del “déficit cero”?, o ¿por qué debería festejar el acceso a nuevas posiciones de poder de los gobernadores que poco y nada hicieron para evitar la destrucción de las economías regionales?
Son preguntas que parecen dictadas por el cinismo –¿no hace falta acaso alguna dosis para aceptar algunas decisiones judiciales?–, y tampoco sería raro después de tanto fraude y escepticismo, pero en realidad expresan una contradicción de otro tipo, que aparece a menudo en las encuestas y hasta en las conversaciones de café. La inmensa mayoría de losargentinos no quiere que termine la democracia ni que De la Rúa renuncie antes del vencimiento de su mandato, pero es insufrible defenderlos con el estómago vacío, la dignidad humillada y ningún horizonte a la vista. Y, con todo, ése no es el único ni el mayor eslabón de la cadena de contradicciones que va hundiendo a la Argentina real como a la mítica Atlántida. La economía, como un salvavidas de plomo, ahoga toda esperanza aunque algunas ilusiones se suicidan, destruidas por la interminable y cotidiana cantilena del ministro de Economía, que anuncia imaginarios éxitos sin plazos ni metas y enumera las desgracias del presente como si fueran las estadísticas de un país virtual, sin muertos, heridos o sufrientes. A veces, y sin ánimo de ofender a nadie, uno enciende la TV y allí está, otra vez, Domingo Cavallo, con la persistencia de esos predicadores de plaza que tratan de redimir a la raza humana con su pregón “Yo también fui pecador, hermano, pero encontré el camino de la salvación...”, esperando que la fe de los demás haga el resto.
Tal como está, la economía no está en condiciones de salvarse a sí misma, ni mucho menos los poderes fácticos del mercado. Para encontrar alguna ruta de salvación, aunque sea una vía de escape, hace falta más que la experiencia y la credulidad del pregonero o las alquimias financieras. Hace falta una dirección política que imagine la salida, pero sobre todo una marcha diferente, con peregrinos que puedan, por fin, vivir en democracia, es decir con igualdad de derechos y de oportunidades y con un reparto justiciero, aunque sea equitativo, de los beneficios y de las estrecheces del esfuerzo colectivo. Por temor, por prejuicio, por desacostumbre, o tal vez simplemente porque no le harían caso, ninguno quiere iniciar empresa tan escabrosa con las masas en ebullición (perdón, son viejos vicios de lenguaje), es decir, con la opinión pública movilizada. Tampoco pueden solos ninguno de ellos, menos todavía porque las mayorías partidarias y legislativas son una bolsa de gatos. En el peronismo, donde varios se prueban el sillón de Rivadavia como si fuera su próximo destino manifiesto, bastó que largaran a Carlos Menem, saludado por una algarabía regimentada en la estancia riojana, para que todos empiecen a mirarse de reojo, sin ninguna confianza en la lealtad de nadie ni disposición a reconocer la jefatura de ninguno. La UCR tiene la suerte atada al futuro de uno de sus hijos, que llegó a la cumbre institucional de cualquier político y da la impresión de que no sabe qué hacer con semejante premio. El resto, las pymes partidarias, quieren, pero tampoco pueden.
Así las cosas, del primero al último sostienen, cada cual por su lado, que están dispuestos a presentarse “in concert”, junto con los demás y en coro con iglesias, sindicatos, ong y con cuantos quieran sumarse al concierto. Con una prevención: si para salir de la actual situación hay que meterse en el barro, que eso lo haga otro y pague el costo del trabajo sucio. Ninguno, además, quiere ceder el propio programa en beneficio de un plan mínimo de coincidencias que comience por aceptar que lo más urgente es atender a los que sufren hambre. Claro: como no hay multitudes en la calle, todos creen que podrán estirar la cuerda sin que se rompa y cada uno piensa que le sobra muñeca para manejar lo que pueda venir si el cálculo falla y la cuerda se rompe. Hay tan poca costumbre que ni imaginan la suerte posible de los tediosos y estériles debates actuales sobre el “default”, el “déficit cero” o la coparticipación federal si, en lugar de ocupar salones y pasillos mal ventilados, fueran atropellados por alguno de esos torrentes populares que antes fertilizaban esperanzas en los surcos de la política. El pueblo en acto, que eso eran las muchedumbres ocupando los espacios públicos, más de una vez eligió mal, entregó las esperanzas a quienes las traicionarían o acunó ilusiones que fueron mentiras premeditadas, pero en tanto se mantenía en marcha siempre estaba a tiempo de voltear las cosas en otro sentido. Los que tienen explicaciones para todo dicen que saben por qué ya no se forman ese tipo de multitudes: al parecer, según ellos, no salen a la calle porque no sabrían hacia dónde ir y porque no confían en ninguno de los guías disponibles. Alguna razón les asiste, en verdad, porque es difícil imaginarse al pueblo (a la gente) salir a la calle para respaldar el programa de la Unión Industrial Argentina o en defensa de los banqueros, nacionales o importados. Para colmo, igual que en las películas de vaqueros, los protagonistas se pelean al borde del abismo, pero con una diferencia: aquí no se distingue al bueno del villano. Como hace más de tres años se hizo la noche, todos los gatos parecen pardos. En los actuales términos la concertación no hace más que sumarse al desconcierto generalizado, como si fuera una maniobra adicional de las tantas, aunque tal vez para más de uno de los indiferentes y de los que especulan con el mal ajeno, sea la última oportunidad de salvar la ropa de la inundación. Ayer, una multitud se abalanzó sobre los cajeros automáticos, acicateados por la versión anticipada o la fantasía de una hecatombe inminente. ¿Será que, en este tiempo, para ser parte de alguna muchedumbre habrá que estar bancarizado?


 

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