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UN ANALISIS JURIDICO DE LA ORDEN MILITAR DE BUSH
Al margen de la ley

La Orden del presidente George W. Bush que somete a la jurisdicción de tribunales militares a cualquier extranjero acusado de terrorismo viola las leyes de los Estados Unidos y la normativa internacional que obliga a ese país. Así lo afirma este análisis jurídico de Robert Goldman, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y profesor de Derecho en la American University.

Robert Goldman, el miembro norteamericano de la CIDH
Los ideales jurídicos norteamericanos estarán entre las bajas.

Por Robert Kogod Goldman *
Desde Washington

Vista a la luz de la ley interna y del derecho internacional la Orden Militar firmada por el presidente Bush autorizando la creación de comisiones militares para juzgar a los participantes en los ataques del 11 de setiembre y a otros sospechosos de terrorismo que amenacen a este país plantea cuestiones muy graves en relación con los derechos de los acusados. Aunque la adopción de medidas apropiadas en contra de esas personas, que deben responder por sus actos ilegales, es sin duda una necesidad imperativa, creo que entre todas las opciones disponibles el presidente eligió la menos deseable desde el punto de vista del derecho.
Como era de prever, esa estrategia ha generado severas críticas, en Estados Unidos y en el exterior. No es sorprendente, en consecuencia, que España haya informado al gobierno de Bush que no concederá la extradición de personas acusadas de complicidad con los hechos del 11 de setiembre, a menos que se le asegure que no serán juzgadas por tribunales militares sino civiles y que no se les podrá aplicar la pena de muerte. Se espera que otros países miembros de la Unión Europea, que son miembros de la Convención Europea de Derechos Humanos, hagan lo mismo.
Uno de los grandes problemas de esa Orden Militar es que, entre otras cosas, confunde distintos conceptos legales y contiene sustanciales anomalías. En primer lugar, no define los términos terrorismo internacional o terroristas, ni en el texto ni en referencia a alguna norma jurídica estadounidense o a instrumentos internacionales. Parecería que el presidente puede, a pura discreción, formular esta crítica determinación y, en consecuencia, quién puede ser detenido, juzgado y potencialmente condenado a muerte de acuerdo con la Orden. Debe destacarse que no hay acuerdo internacional sobre la definición de terrorismo y que hasta ahora todos los intentos por tipificar el terrorismo como un delito internacional han fracasado. Además, las leyes de varios países que consideran al terrorismo un delito en su derecho interno tienden a ser vagas y genéricas, lo cual puede llevar con facilidad a una ampliación de la conducta prohibida mediante la interpretación judicial. La definición de delitos sin certeza y precisión viola el principio de legalidad protegido en la jurisprudencia doméstica e internacional. Hay que recordar que el gobierno de los Estados Unidos objetó el juicio y la condena de una ciudadana norteamericana por una forma agravada del delito de terrorismo por un tribunal militar peruano, precisamente por ésta y por otras preocupaciones vinculadas con el debido proceso y el derecho de defensa.
Segundo, la Orden oscurece la distinción entre actos de terrorismo y actos de guerra. Al reducir en forma ostensible actos de terrorismo a actos de guerra asimila actos que pueden ser cometidos fuera de situaciones reconocidas de conflicto armado a la categoría de crímenes de guerra. Por ejemplo, la comunidad internacional reconoce como actos de terrorismo los ataques contra civiles, la toma de rehenes o el secuestro y destrucción de aeronaves civiles. Pero tales actos prohibidos pueden ocurrir tanto en tiempos de paz como durante conflictos armados. Cometidos durante un conflicto bélico, pueden equipararse con crímenes de guerra. Pero en tiempos de paz, como con frecuencia suceden, el derecho internacional no permite juzgarlos como crímenes de guerra, y el presidente no puede convertirlos en tales en forma unilateral, de un plumazo.
Existe un amplio consenso internacional de que los episodios del 11 de septiembre constituyeron un ataque armado contra los Estados Unidos, que justifica las actuales acciones militares emprendidas por los Estados Unidos y sus aliados contra Al-Qaeda y los talibanes. En el contexto de las hostilidades iniciadas el 11 de setiembre, Estados Unidos tieneperfecta justificación para tratar a Al-Qaeda como un grupo paramilitar y a sus miembros como combatientes no privilegiados, que no observan las más elementales leyes de la guerra. En consecuencia, de ser capturados, no gozarían de la condición de prisioneros de guerra y podrían ser juzgados y castigados por todos sus actos hostiles, incluyendo delitos previos a su captura. La pregunta fundamental no es si Estados Unidos tiene a la ley de su lado para juzgar a esas personas, sino si el foro apropiado es un tribunal militar.
La Orden Militar no limita la jurisdicción de sus tribunales militares a estos combatientes no privilegiados ni a otras personas involucradas en los ataques del 11 de setiembre. Más bien, extiende esa jurisdicción a cualquier extranjero, ya sea dentro o fuera de los Estados Unidos, que según determine el presidente a su sola discreción, haya “ayudado o alentado” al terrorismo, que haya o potencialmente pueda dañar a ciudadanos estadounidenses o a una amplia gama de intereses estadounidenses, o que haya “protegido” a un terrorista. Además, y esto es muy importante, la Orden no fija límites temporales para el juzgamiento por tribunales militares de esas conductas. De este modo, por ejemplo, un antiguo residente extranjero que en 1998 aportó dinero a Al-Qaeda en forma directa o indirecta, pero que no tuvo absolutamente ninguna relación con los ataques del 11 de setiembre podría ser considerado un colaborador o un instigador y juzgado ante comisiones militares por crímenes de guerra y por otros delitos aún no especificados.
Aparte de la dudosa constitucionalidad de privar a tal persona de un juicio por jurados ante un tribunal civil, es difícil entender cómo podría ser juzgada por violación a las leyes de la guerra, cuando antes del 11 de setiembre no existía entre los Estados Unidos y Al-Qaeda ningún estado de hostilidades, ya sea de facto o de jure. Su conducta previa a esa fecha simplemente no podría ser penada como un delito bajo las leyes de la guerra. Además, tal juicio iría en contra de la prohibición constitucional contra las leyes ex post facto.
El juzgamiento de residentes extranjeros y de otros civiles por comisiones militares es también por completo inconsistente con las obligaciones estadounidenses emergentes del Pacto sobre Derechos Civiles y Políticos y de otros compromisos internacionales. Existe un claro consenso internacional acerca de la necesidad de restringir con severidad, si no de prohibir, el ejercicio de la jurisdicción militar sobre civiles, en forma general y en especial en situaciones de emergencia.
Virtualmente todos los instrumentos de derechos humanos y sobre las leyes de la guerra obligatorios para los Estados Unidos, ordenan que los criminales acusados, cualquiera sea el delito cometido, sean juzgados por tribunales independientes y/o imparciales, que les brinden las garantías generalmente reconocidas del debido proceso. Por su propia naturaleza, las comisiones militares no cumplen con esta norma básica. El sistema de justicia militar, en los Estados Unidos y en otros países, no es parte del Poder Judicial independiente, sino del Poder Ejecutivo. El propósito fundamental de los tribunales militares es mantener el orden y la disciplina por medio del castigo a las infracciones militares cometidas por integrantes de las Fuerzas Armadas. Como parte de la Guerra contra el Terrorismo, el presidente Bush asignó a las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos la responsabilidad de administrar justicia en casos de terrorismo. Las Fuerzas Armadas estadounidenses, que también han recibido el encargo de destruir a los terroristas en el campo de batalla, se han convertido así por Orden del presidente en fiscales y jueces de sus adversarios. Hay una evidente incompatibilidad en el ejercicio simultáneo de este doble rol por la misma institución.
Al asumir el rol de jueces, los militares en actividad siguen subordinados a sus superiores jerárquicos. La forma en que cumplan latarea asignada podría jugar un papel en sus futuros ascensos, recompensas profesionales y destinos. Por esta intrínseca dependencia, esos tribunales no son apropiados para enjuiciar a civiles. Si, como en este caso, los eventuales acusados ante esas comisiones militares, fueran los declarados enemigos de las Fuerzas Armadas, esos tribunales militares no podrían ser, ni serían vistos, como investigadores objetivos de los hechos y administradores imparciales de justicia, tal como lo requieren los tratados de los que los Estados Unidos son parte.
Consideraciones similares llevaron a considerar a la Comisión y a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, así como al Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, que el empleo de tribunales militares para enjuiciar a civiles en Guatemala, Perú, Chile, Uruguay y otros países, violó derechos fundamentales al debido proceso. Entre paréntesis, debo señalar que el Departamento de Estado, tanto bajo gobiernos demócratas cuanto republicanos, también criticó a tales países por esos juicios. Del mismo modo, ningún organismo protector de los derechos humanos ha señalado hasta ahora que las exigencias de una genuina situación de emergencia, como la que ahora enfrentan los Estados Unidos, pueda justificar la suspensión incluso temporaria del derecho básico a un juicio justo. Y esto es, precisamente, lo que la Orden Militar se propone hacer.
La Orden no garantiza en forma expresa la presunción de inocencia o el derecho a la designación de un abogado defensor de confianza; niega el derecho a cualquier remedio, incluyendo recursos de apelación y de hábeas corpus ante cualquier tribunal estadounidense o internacional; y alegando la seguridad nacional prohíbe que un acusado tenga acceso a las pruebas en su contra. Debe notarse que España, Francia, Alemania e Italia, que durante muchos años han enfrentado al terrorismo, sancionaron leyes de emergencia de demostrada eficacia. En ninguno de esos países las personas acusadas de delitos de terrorismo son juzgadas por tribunales militares. En cambio, están sujetos a la supervisión y el control de y son juzgadas por jueces civiles independientes. Basado en estas consideraciones, creo que si los residentes extranjeros en los Estados Unidos y otros civiles fueran juzgados por esas comisiones militares, serían privados de sus derechos fundamentales al debido proceso, de acuerdo con el derecho internacional y las leyes norteamericanas aplicables.
Hay un precedente en el derecho y la práctica estatal estadounidense de juicios a combatientes no privilegiados por tribunales militares durante y después de las hostilidades. Sin embargo, desde la finalización de la segunda guerra mundial, ha habido significativos desarrollos en las leyes de la guerra respecto de los derechos y las garantías procesales que deben acordarse a las personas acusadas de delitos relacionados con las hostilidades, incluyendo a los combatientes no privilegiados. Cualquier duda acerca del alcance y el contenido de esos derechos, fue acallada por la elaboración del Artículo 75 del Protocolo Adicional 1 a las Convenciones de Ginebra de 1949. Aunque los Estados Unidos no han ratificado el Protocolo, aceptan muchas de sus disposiciones como declaratorias de derecho consuetudinario, que es obligatorio para los Estados Unidos. Y el artículo 75 es una especificación de esta clase por excelencia. Inspirado básicamente por el derecho de los derechos humanos, este artículo requiere que a los combatientes no privilegiados se les garanticen en cualquier circunstancia juicios por tribunales imparciales y regularmente constituidos que, como mínimo, les aseguren la presunción de inocencia; el derecho a asistencia letrada antes y durante el proceso; el derecho a proponer testigos y a interrogar a los testigos en su contra; la no aplicación de leyes posteriores a los hechos; y el derecho a no declarar en su propia contra o confesar su culpa. La Orden Militar del presidente, tal como fue promulgada, no asegura esas elementales garantías procesales y en consecuencia no cumple con las normas internacionalesmínimas. Si el presidente insiste en juzgar a combatientes no privilegiados por tribunales militares, debería asegurar, como mínimo, que se acuerde a los acusados esos derechos a un juicio justo, así como los demás derechos básicos que se conceden a las personas que están siendo juzgadas por crímenes de guerra por los tribunales ad hoc para la ex Yugoslavia y Ruanda. Además, debería modificar su Orden, de modo de permitir en forma expresa que todas las condenas pronunciadas fueran sujetas a revisión por tribunales civiles.
Mucho me temo que, a menos que el presidente excluya el juzgamiento de civiles por tribunales militares y además acuerde a los combatientes no privilegiados las garantías mínimas a un juicio justo, los daños colaterales más duraderos en la guerra contra el terrorismo podrían muy bien ser la imagen y credibilidad de este país y los ideales jurídicos que profesa.

Traducción: Horacio Verbitsky.

* Profesor de la Facultad de Derecho de la American University de Washington, integrante de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En 1993 presidió una comisión internacional de juristas creada por los gobiernos de los Estados Unidos y Perú para evaluar la compatibilidad de las leyes antiterroristas peruanas con las normas legales internacionales

 

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