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Bendito fútbol

Por Fernando D’Addario

Mi viejo se murió la semana pasada. Tenía 72 años y sufrió un paro cardíaco mientras miraba por televisión el partido de Boca frente al Bayern. Así de simple y absurdo. Dominado por el dolor, un pariente muy querido dijo: “Todo por el maldito fútbol”. Y yo, que si tuviese que elegir modo y circunstancias de mi muerte preferiría ésa a cualquier otra, me dejé llevar inconscientemente por la frase.
Mi viejo me transmitió muchas cosas: el amor por la lectura, la pasión por la música (aunque él nunca llegara a entender el rock, ni yo la ópera), la decisión de pasar por la vida sin estridencias, apegado a valores que otros relegan por considerarlos nimios o irrelevantes. Pero si tuviera que señalar un momento clave para la formación de mi personalidad, no dudaría: un domingo de 1974, mi viejo me llevó por primera vez a una cancha de fútbol. Sentado sobre sus rodillas, vi cómo Boca le ganó 9-0 a Puerto Comercial de Bahía Blanca. A los 8 años, entendí todo. Descubrí, mucho antes de que me lo dijera Macri a través de un slogan publicitario que la Bombonera late, y late de verdad. Esa tarde canonicé para siempre a Osvaldo “Patota” Potente, que metió cuatro goles y ratificó en vivo y en directo las fantasías futboleras que alimentaban en la casa de mi abuela las transmisiones de Radio Mitre (con comentarios de Héctor Rombis y Víctor Francis). Aprendí también a querer a esos atribulados defensores bahienses, que lucían perdidos y humillados frente a semejante paliza. Con el tiempo, llevé hasta el paroxismo esa dualidad, haciéndome hincha de Excursionistas. Recuerdo, como si fuera hoy, la cara de complicidad de mi viejo cuando toda la tribuna que ocupaba la Número 12 empezó a putear a López Rega. Yo no sabía quién era ese tipo, pero si la hinchada de Boca lo insultaba a coro y mi viejo avalaba ese gesto, no debía ser una buena persona.
Siempre me decía que si quería entender realmente el fútbol, tenía que conocer su historia. Y aunque, como buen librero “de los de antes”, me daba para leer las Vidas paralelas de Plutarco (y me las explicaba como un cuentito infantil), creo que disfrutaba más hablándome sobre “su” historia, ésa que se escribía en su recuerdo a través de aquellos famosos equipos de los años ‘30 y ‘40, es decir, la de Severino Varela y su boina mágica (que, dicen, se le caía cuando estaba por hacer un gol), pero también la de Sarlanga y su lesión prematura. O –nobleza obliga– la de La Máquina de River y el Charro Moreno, a su juicio (y, en consecuencia, también para mí hasta la aparición de Maradona) el mejor jugador del mundo de todos los tiempos. Yo lo extorsionaba: si mis viejos pretendían que durmiese la siesta, antes él debía regalarme al menos una hora de anécdotas futboleras.
Pasaron los años y no volví a dormir siestas como ésas. Ultimamente, mientras a mí me iba ganando cierto cinismo escéptico inherente al ejercicio periodístico, él se mostraba cada vez más fanático del fútbol. Como un pibe con un nuevo mundo para descubrir. Ya retirado, “exiliado” voluntariamente en la entrañable Necochea, se golpeaba la cabeza contra la pared ante cada desilusión política, y peleaba judicialmente por un reajuste jubilatorio que nunca llegó. Había empezado a escribir un libro sobre historia argentina. Pero nada lo seducía tanto como sentarse al lado de mi vieja (y conmigo, cuando iba a visitarlos), servir una picada y prender la tele para mirar los partidos de Boca. A veces pienso que quien no entiende estos rituales, no debería merecer mi confianza.
Por eso, en el colmo de mi irracionalidad futbolera (pero conociendo muy bien a mi viejo), hice todo lo posible por saber si le había dado el paro cardíaco antes o después del gol del Bayern. Me dijeron que fue antes. Sentí un raro alivio. Aunque, intuyo, habría enfrentado la derrota con dignidad. Podría haber visto las lágrimas de Riquelme, que caían por él mismo, seguramente, pero también por mi viejo, por mí, por sus amigos de Don Torcuato. No llegó a decirle, a modo de consuelo, “gracias Román, por tantas alegrías”. Las mismas palabras que te digo a vos, viejo. Gracias.

 

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