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Clonando euros

Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO Yo clono, tú clonas, él clona y así hasta alcanzar el inevitable ellos clonan. Hecho el Verbo, conjugado y puesto en marcha, comienzan, sí, a oírse las voces airadas invocando verbos más viejos. Son, claro, clones de los verbos que les gritaron a Galileo o a Darwin. Y la historia se repite, siempre, con mínimas variaciones: donde antes se contaban ovejas para dormirse, ahora se cuentan embriones humanos para despertarse. Y aquí, mientras tanto, a toda máquina, se clonan billetes.

DOS El fantasma que recorrió Europa durante los últimos casi tres años está a punto de hacerse sólido. Meses de teoría clónica próximos a ser traducidos a práctica. Hablo del euro. De la inminente moneda común europea. Forma innegable y paradójica de revolución capitalista. Si el dinero es lo que mueve el mundo –como cantaba Liza Minelli en Cabaret–, bueno, a partir del primero de enero de 2002 el mismo dinero va a ser movido por todo el Viejo Mundo. Adiós peseta, compañera de mi vida. Y franco y lira y marco y lo que venga. En los papeles, el euro es la moneda oficial española –y europea– desde el 1º de enero de 1999. Y desde entonces es, también, una forma atendible de la abstracción. Está ahí, sabemos cuánto cotiza en relación con el dólar (y conocemos la desilusión que viene causando su carácter menguante), pero lo hemos visto sólo en figuritas. Son lindos los billetes de euros. Son doce. Y correrán por Alemania, Austria, España, Bélgica, España, Finlandia, Francia, Grecia, Holanda, Irlanda, Italia, Luxemburgo y Portugal. El inefable Tony “Estoy en Todo y en Todas” Blair tiene ganas, pero los ingleses no. Los billetes son grandotes y no tan rectangulares. Lindos colores. Las monedas de los diferentes países tendrán una cara común e internacional y una local y folklórica. Predigo, para los próximos meses, una súbita proliferación nerds de la computación pasándose a la numismática.

TRES Mientras tanto, claro, se ha iniciado el desembarco. A partir del 1º de enero el euro entra en circulación; el 1º de marzo, la peseta (y todas las otras) desaparecen y ya nada podrá pagarse con divisa separatista y a cambiar a tu banco amigo; el 1º de julio ya nadie se acordará de quién estaba en aquellos viejos billetes que sólo aceptará el Banco de España con mirada reprobatoria al inadaptado que se negó a entregarlos hasta último momento. Ahora, hoy, en todas partes, fascículos orientativos que vienen con el diario (y que colecciono y leo como si se trataran de algo escrito por Thomas Pynchon), la sorpresa de descubrir que tu cuenta bancaria tiene mucho menos dígitos (horror breve) y que todo parece más barato en las etiquetas todavía bilingües de los productos (placer efímero), mientras que la televisión te bombardea con avisos educativos (advertencias varias contra el pecado del redondeo y micros protagonizados por una insoportable familia de plastilina estilo Chicken Run) y el noticiero te muestra cómo entrenan a los vendedores ciegos de lotería a reconocer los nuevos billetes con la yema de sus dedos o (nota de color) desfila las curvas de una nueva línea de ropa interior hecha en papel moneda que, supongo, se gasta rápido y fácil.

CUATRO Se habla con emoción épica del mayor esfuerzo logístico en Europa desde la Segunda Guerra Mundial y se advierte con susurros paranoicos sobre el trauma de cambiar de moneda. Los alemanes invocan los horrores inflacionarios de los años 20 y se resisten a abandonar una moneda que les ha dado tantas satisfacciones en los últimos tiempos; los españoles gimen ante el recuerdo del derrumbe de la peseta con la caída de los republicanos y sueltan una lagrimilla ante la desaparición de una de lascosas más suyas y que ya no lo será y que será caduca como todos esas canciones que la mencionan y desafinan. Pero los miedos más frecuentes son otros y son atendibles: terror a las falsificaciones (se afirma que los nuevos billetes son mucho más seguros que los viejos), a una inflación injustificada (se asume que las cosas subirán un poquitititito), al día después donde serán legión los que descubrirán que no entienden nada de nada (lo que indefectiblemente ocurrirá y ocurre: ayer observé cómo una señora de esas vestidas de negro tenía un ataque de nervios digno de Almodóvar mientras su hasta entonces servicial verdulero se negaba a decirle cuál era el precio de su compra en pesetas “para que se vaya acostumbrando y aprenda, joder”). En eso estamos y en esto estoy yo. Cualquier cosa sea bienvenida para olvidarse un poco de la cotización de ETA y la devaluación de los talibanes, de las obvias e inminentes dolarizaciones marines de esos países que se portan mal, de la necedad de fundamentalistas y avaros prestamistas que se niegan a financiar a científicos con ganas de buscar un poco más lejos y un poco más allá de los bolsillos agujereados de una supuesta ética religiosa o lo que sea.
Escribo sobre el próximo arribo del euro, porque va a ser una de las pocas ocasiones en que muchos millones de seres humanos van a estar de acuerdo en y unidos por algo.
Algo es algo. Mejor que nada es.

 

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