El
cuádruple atentado de ayer y anteayer en Jerusalén
Occidental y Haifa sitúa una retaguardia estratégica
de la lucha antiterrorista en el centro de la escena. Vale decir:
los 31 muertos registrados en sólo 13 horas de carnicería,
que serían el microequivalente de los miles registrados en
los ataques contra el World Trade Center y el Pentágono,
hacen coherentes los hechos de Medio Oriente con la operación
mundial que Estados Unidos parece estar completando en Afganistán,
para luego lanzarse a continuarla en algún otro lado del
planeta. Que no será, desde luego, Israel ni las zonas palestinas,
porque de eso se ocupará Israel: no tuvo otro sentido la
declaración, ayer, del primer ministro Ariel Sharon en el
sentido de que no esperaremos que la Autoridad Palestina destruya
la infraestructura terrorista; la destruiremos nosotros.
La escalada está a la orden del día, confirmando la
devaluación del rol de Arafat proclamada tanto por Sharon
como por su predecesor, el laborista Ehud Barak: si Arafat es el
que impulsa la violencia, toda negociación con él
será vana; si no puede controlarla, también lo será.
El corolario práctico se verificará dentro de muy
poco en la escena de los hechos, y es altamente posible que tome
la forma de operaciones implacables de búsqueda y destrucción
de las infraestructuras de Hamas y Jihad Islámica en Cisjordania
y Gaza, le guste a Yasser Arafat o no, le guste al arabista Departamento
de Estado del general retirado Colin Powell o no. La polarización
beneficia al ala dura del gobierno norteamericano, que dirige el
secretario de Defensa Donald Rumsfeld, y hace bajar la importancia
de los sectores más vinculados al petróleo, y por
lo tanto a políticas de apaciguamiento respecto del mundo
árabe. Y este desenlace viene de un proceso en que se combinaron
volátiles dinámicas de revolución permanente
con inexorables leyes de tragedia: Arafat, por evitar en la segunda
mitad de 2000 un acuerdo de paz que era lo máximo que Israel
podía dar pero lo ponía en contradicción con
las facciones más radicales de su movimiento, fugó
hacia adelante y compró tiempo apostando a una violencia
en que podía aún seguir brillando como líder
indiscutido; sin embargo, y por la misma lógica de retroalimentación
de toda violencia, permitió una escalada donde sólo
podían beneficiarse los extremos, cuyo objetivo era y sigue
siendo aniquilarlo. El destino de Arafat es hoy más incierto
que nunca, y la paz parece condenada a esperar varias condiciones
hasta que vuelva a estar tan cerca como lo estuvo en diciembre de
2000.
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