Por
Sandra Russo
Caminar
sin rumbo fijo, libremente, no ir exactamente a ninguna parte sino allí
adonde nos lleven nuestros pasos. Escuchar a los otros, los argumentos
de los otros, sin el escudo defensivo de los argumentos propios: dejar
nacer en uno el paisaje del pensamiento ajeno. Aburrirse, aburrirse con
ganas. Entusiasmarse con no tener nada que hacer. Dejarse caer en el ensoñamiento,
en ese vaivén mental que nos mece y nos pasea por lo real y lo
fantástico. Esperar, saber esperar, aceptar que en la vida hay
procesos, y que no se puede alcanzar en ascensor aquello a lo que sólo
se puede acceder por escalera. Más o menos éstos son los
puntales de una suerte de manifiesto que el sociólogo francés
Pierre Sansot delineó en su libro Del buen uso de la lentitud (Tusquets),
un texto que subvierte el vértigo capitalista, que se regodea en
el tiempo muerto, en el cansancio, en el tedio, en el ritmo desacelerado
y sabio de las cosas que no se compran.
Desde su publicación en Francia, en 1998, el libro de Sansot se
reimprimió diez veces. Políticamente no sólo incorrecto
sino casi insoportable, este sociólogo y profesor de Antropología
y Filosofía en la Universidad de Grenoble y Montpellier es un autor
conocido en su país por su escepticismo ante los valores más
difundidos en las sociedades capitalistas. Ya en su título, el
libro adopta como consigna la morosidad, el diletantismo, la pereza, la
cámara lenta, en este tiempo de actividades concentradas y la alta
competencia como telón de fondo. Sansot nació en 1928, pero
así y todo recuerda que ya en su infancia los seres lentos
no tenían buena reputación. Se decía que eran unos
zoquetes y se les suponía torpes, aunque realizaran gestos difíciles.
Se pensaba que eran pesados, aunque caminaran con cierta gracia. Se sospechaba
que no ponían mucho ánimo en el trabajo. Se prefería
a los despabilados, a los que saben quitar perfectamente la mesa, oír
a media voz las órdenes y apresurarse a ejecutarlas, a los que,
en una palabra, dominan el cálculo mental.
Oriundo de uno de los tantos pueblitos ubicados a la orilla del Lot, Sansot
disfrutaba de esa luz que en septiembre se rezaga sobre los últimos
frutos del verano y declina insensiblemente. Creció viendo
a los hombres campesinos que, después de una larga jornada de trabajo,
alzaban el vaso de vino a la altura de sus rostros, los observaban
y lo iluminaban antes de bebérselo con precaución.
Sansot habla, en todo su poético manifiesto, de un tipo de lentitud
europea, de campiña, espontánea, no de un rasgo de carácter
sino de una elección vital: Convendría no precipitar
el tiempo ni dejarnos atropellar por él, una tarea saludable, urgente,
en una sociedad que nos acucia, a menudo con nuestro consentimiento.
Es el tipo de lentitud que habrán observado y disfrutado quienes
hayan visto recientemente La fortuna de vivir (o Los niños del
pantano, su más atractivo título original), la película
de Jean Becker que se ocupó de un pequeño grupo de seres
conectados entre sí por lazos afectivos y por un escenario, el
pantano, despreciado por los burgueses del pueblo. Un pobre hombre, un
infeliz llamado Riton, abandonado por su mujer, se deja proteger por un
soldado que ha regresado después de la guerra, Garris, y ha heredado,
a su pesar, una cabaña en el pantano. Un burgués hipersensible,
Amedée, se ha hecho amigo de ambos y los visita con pollos y buen
vino de regalo. Y a ellos se suma Pépé, interpretado por
MichelSerrault, uno de los ricos del pueblo que ha crecido en el pantano,
y ahora, en su vejez, vuelve para encontrar en él y en la compañía
de esos hombres buscavidas un poco de libertad.
Tanto el film de Becker como las páginas escritas por Sansot drenan
esa libertad que busca el viejo Pépé: una ambición
reducida a nada más que a pescar ranas en una tarde de verano,
a sentarse bajo un árbol a pensar en silencio, a compartir entre
todos la cena recién hecha, a ver jugar y ensuciarse a los niños,
que con un saber profundo que les brota de su instinto de supervivencia
llegarán a la orilla del pantano, pero no se internarán
en él.
Hablando de su infancia, cuando estos postulados fueron tomando forma,
Sansot dice que lo irritaban aquellos compañeros que en la escuela
perseguían los primeros puestos, los que deseaban hacerse adultos
rápidamente. Me prometí vivir lenta, religiosa, atentamente
todas las estaciones y las etapas de mi vida. Su vida transcurrió,
sin embargo, en una época que santificó la rapidez. Entre
los arquetipos de sujetos modernos, Sansot detesta especialmente a los
inagotables. Lo que me escandaliza de aquellos a los que llamo
incansables es que su energía no se agota jamás. Deberíamos
disponer, tanto unos como otros, de una cantidad más o menos importante
pero en todo caso limitada de energía, afirma,
a destajo del furor de los complejos vitamínicos, energizantes
y antioxidantes. El abuso de acción molesta al pensador. El
actuar, que supera las fronteras del trabajo, se presenta hoy como un
valor superior, como si, por no actuar, un individuo se extenuara y desapareciera.
Por eso los soñadores, los que contemplan o rezan, los que aman
silenciosamente o se contentan con el placer de existir, molestan y son
estigmatizados.
Porque tanto Sansot como Becker hablan, en definitiva, de placer. De un
placer desfigurado, invisibilizado por quienes venden otro tipo de placeres.
Hablan del placer de caminar, de correr, de ver, de oír, de comer,
de beber, de reír, de esperar, de llegar, de admirar, de extrañar,
de encontrar. Placeres de a pie.
sobre
gustos...
Por Veronica Abdala
Sacar
fotos
La
primera vez que me inscribí en un curso de fotografía
tenía diecisiete años, un novio que paseaba perros,
una biblioteca que era mi refugio, y más dudas que certezas.
También tenía una vieja cámara Nikon con estuche
de cuero, y una colección de revistas que reproducía
las obras de algunos de los mejores fotógrafos del siglo
XX. Sospecho que entonces ya había descubierto que sacar
fotos es otra forma de escribir: es valerse de los matices de la
luz y las variaciones de la sombra para contar historias. E imagino
que intuía, también, que puede ser una manera de subvertir
de algún modo el orden de las cosas: conozco pocas maneras
de resistir el ajetreo del mundo, pero sigo pensando que una de
ellas es el arte que convierte al movimiento incesante en experiencia
capturada, como lo definió la escritora estadounidense
Susan Sontag. Puede ser, incluso, un modo de quebrar la interconexión
de todos los elementos y sucesos en que vivimos inmersos. Para hacer
foco en una mirada, en una ventana, en una historia, entre todas
las miradas, las ventanas, las historias. Aquellas que, suponemos,
merecen ser salvadas del olvido, que es la nada.
El primer día que asistí al curso, el profesor se
llamaba Jorge Compiano, y tenía la mirada sospechosamente
transparente me desafió con una pregunta: por qué
estaba yo allí, quiso saber. Para qué había
ido. Lo único que atiné a decir en ese momento, fue
que mis fotos casi nunca mostraban lo que yo veía o creía
ver: en ellas siempre sobraba o faltaba algo. Eso es fácil
de resolver, respondió. La técnica se
enseña y se aprende. Recuerdo haber comprendido dos
cosas, en ésa, mi primera lección: 1) que nadie podía
enseñarme a mirar, y 2) que la foto, antes que mostrar un
paisaje exterior, es siempre una huella de la conciencia del fotógrafo.
Con el tiempo tuve que aceptar que la fotografía, como hecho
artístico, requiere de una cuota de talento de la que yo
carecía y carezco (lo que le quitó al asunto bastante
de su pretendida trascendencia inicial, pero ni una pizca del placer
que sigue produciéndome la aventura de salir por la ciudad
a buscar imágenes). Quienes consiguen apresarlas (las imágenes
están vivas, mutan, escapan, casi nunca quieren salvarse),
obtienen la gran recompensa: fotos capaces de irrumpir por los ojos
para quedar estampadas en el alma, indelebles como tatuajes. Esas
son las que a ningún cazador revelan en qué ángulo
esconden la magia.
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