Por
Julián Gorodischer
En el universo de La cautiva,
de Adrián Caetano, no queda ningún signo visible de civilización.
El sueño ilustrado fue devorado por el campo, la nada, las bandas
de ladrones ruteros, la policía. En esa zona terminada ya
no la Argentina amenazada por el malón sino el campo que acabó
con todo estuvo la fuerza de este primer capítulo de Cuentos
de película que midió 2.9 puntos de promedio de rating
en canal siete, el jueves pasado, y acaso por eso se repite esta noche,
en horario central. El clásico de Esteban Echeverría se
convirtió en una crónica de actualidad narrada a lo Caetano,
con una reconstrucción minuciosa de una toma de rehenes y el énfasis
puesto en los climas y las acciones de lo cotidiano.
María (Paola Krum) fue secuestrada, junto a un hijo que agoniza,
por una banda de ladrones de ruta. Los llevan a un sitio alejado, donde
habrá otra madre y otro hijo. Los secuestradores quieren dinero.
El sello de Pizza, birra, faso se hace presente cuando Caetano cuenta
la escena del rapto. El relato se vuelve cinematográfico y desconoce
los códigos remanidos de la ficción televisiva: el suspenso
antes del corte, la acción acelerada, el diálogo artificial,
pero muy significativo. En esta historia, lo que más
se escucha es el silencio de la tensa espera en la casa, un parlamento
que María repite (Por favor, déjenme ir), el
quejido gutural de las mujeres y sus hijos, la exhalación de los
captores, en puja constante por asumir la toma de decisiones. A medida
que el relato avanza, Caetano deja dos cosas en claro: el suyo no será
(no podría serlo) el punto de vista del hombre civilizado atacado
por el delincuente (el indio...) sino el relato sin toma de partido de
un testigo que no presiona por acción ni por resoluciones rápidas.
De eso trata, de no convertir a La cautiva en un unitario
fácil. Esta no será la epopeya de la guerrera para salvar
a su hijo y a su marido. Nada más lejos del relato de héroe
que esta crónica morosa de climas, en la cual una caminata de Krum,
huyendo junto con su marido (Gastón Pauls), se reserva varios minutos
del capítulo. La acción, por momentos, se limita a los rostros
de María y de su marido, en busca de la gota de agua que cae, sin
diálogos, sin apuro. Casi como una provocación a la tele,
el cuento de Caetano nunca pretende resultar atractivo. En la casa, para
narrar la toma de rehenes, no apela a los códigos del policial
ni relee el clásico desde una mirada de género sino que
deja hacer a sus personajes. La misma pintura despojada y auténtica
que inauguró Pizza, birra... en el cine. El mundo mitificado el
bajo mundo es presentado como un espacio cercano, poco excéntrico,
poco interesante. En la acción de los captores, no hay hazaña
ni descenso a los infiernos. Hay, apenas, un testimonio de la miseria,
de las estrategias para sobrevivir cuando la nada (el campo) sigue avanzando.
Por eso, La cautiva de Caetano consigue lo que un autor pretendería:
traicionar el clásico, hacerle decir otra cosa, revisitar el libro
para hablar ya no de un centro que teme a su periferia sino de unos pocos
sobrevivientes antes del final.
En ese campo, en esa casa, en esa ruta, todos se igualan en la agonía:
la de María y su marido, la de los raptores antes de la razzia,
la de los niños antes del último aliento. Nadie saldrá
beneficiado. Sin referencias a la vida que se perdió, el universo
es opresivo desde el principio, como si el rapto se hubiera desarrollado
durante años, como si lo único que existiera fuese ese páramo
y esa violencia. De lo otro, lo que dejan atrás con el recorrido
del auto, ya no quedan rastros. Esta TV incluye variables novedosas: una
actriz protagónica al servicio de un clima sin diálogos
con pocas escenas de lucimiento, el tempo demorado
de las caminatas de María, de su acecho a los captores para arrebatarles
un cuchillo y huir. El director no moraliza: deja hacer, mira escéptico,
observa y concede a cada uno su peor destino posible.
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