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Cien años de un mundo de fantasías hechas realidad

Hace hoy un siglo nacía Walt Disney, un gran dibujante que se convirtió en gran empresario. El imperio que lo sobrevivió está en crisis, pero varios de sus personajes son patrimonio de la humanidad.

Walt Disney, según la leyenda,
está “hibernando” desde 1966.
Hoy, sus creaciones pueden disfrutarse
con la tecnología del DVD.

Por Fernando D’Addario

Desde su nacimiento hasta su muerte, e incluso mucho más allá de su desaparición física, Walt Disney nunca dejó de coquetear con el misterio. De hecho, su legado a las generaciones que pasaron y a las que pasarán está naturalmente ligado a la fantasía, a la transcripción cinematográfica de un mundo de ensoñaciones colectivas. Hoy, si viviera, cumpliría 100 años. Un siglo. El siglo de Disney, traducido en clave animada: el Ratón Mickey, el Pato Donald, el perro Pluto, el elefante Dumbo, entre tantos otros personajes, fueron transmisores humanizados de una concepción de la vida y del universo, que fue cambiando según pasaron los años, aun en contradicción con la ideología de su creador. Por encima –o por debajo– de estas fantasías, el mito se encargó de poner en tela de juicio su origen (se lo da oficialmente por nacido en Chicago en 1901, pero hay quienes aseguran que era español, y que nació cuatro años después) y la única certeza posible: la muerte.
En la palabra Disney conviven la firma abstracta de un Imperio y el simple apellido de un hombre que a los 15 años se ganaba la vida vendiendo golosinas en los trenes. Es difícil precisar la frontera entre el hombre y la marca, y acaso de esa tensión permanente haya nacido la leyenda. El ascenso de Walt (hombre) acompañó la encarnación del sueño americano. Su criatura (la marca) resultó el aparato difusor de ese sueño. Walt fue abonando sus éxitos sucesivos sobre las ruinas de la desconfianza ajena y sobre sus propios fracasos iniciales. Pero ante los obstáculos fue temerario, ingenioso, destruyó a sus competidores. Capitalismo en estado de máxima pureza. Se ganó el cielo en la tierra, y lo construyó él mismo: Disneyworld, hecho a su imagen y semejanza, como reaseguro de su grandeza. Si fuera cierto lo que se dice (que desde 1966, año de su muerte, Walt Disney yacería en hibernación, con el objeto de ser revivido y curado del cáncer pulmonar que padecía), alcanzaría el mismo grado de inmunidad que tienen sus personajes, ajenos al paso de tiempo. Ningún otro ser humano ha sido digno de semejante privilegio.
Pero –ley inexorable de la industria del entretenimiento– el imperio Disney dibujó una vida propia, independiente de los trazos que fijó el Creador. Utilizando la fabulosa maquinaria heredada, pero con un nuevo management y renovadas estrategias de marketing, el monstruo Disney empezó a diseñar en la última década, para la familia global, un discurso animado más “progre”. Aquellos que se criaron mirando en el cine y la TV el fundamentalismo pro-norteamericano del Ratón Mickey y sus amigos, se conmovieron al ver, junto a sus hijos, películas como El rey León y Pocahontas. La reconversión tiene que ver con nuevas reglas del juego, y con la necesidad de limpiar una imagen que había quedado anclada en la Guerra Fría. Walter Elias Disney lo hubiese entendido. Hijo de un carpintero canadiense-irlandés, criado en el medio oeste de Estados Unidos, “combatiente” en la Segunda Guerra Mundial como chofer de ambulancia, sus rígidas concepciones morales e ideológicas siempre estuvieron al servicio de su crecimiento económico. Hoy comprobaría, maravillado, cómo se vende por millones la reedición en DVD de Blancanieves y los siete enanitos. Por obra y gracia de la tecnología, los fans pueden cambiar imágenes y situaciones de aquella historia legendaria, es decir que pueden ir más allá del milagro mismo de la fantasía animada. Y eso que Blancanieves resultó en su momento, 1937, un hito que parecía imposible de superar. Fue la primera película de dibujos animados que cubría una sesión completa de cine y, además, hecha en colores. Contra los pronósticos agoreros, Disney apostó todo su dinero a ese film, y ganó. ¿Habrá imaginado lo que vendría después? Lo que nunca hubiese sospechado es que su empresa estaría jaqueada hoy por la competencia de DreamWorks, por la recesión, y por la crisis de la industria de la animación.
De todos modos, el mundo Disney cobija hoy el arsenal de merchandising más fabuloso que pueda concebirse. La marca de fábrica se multiplicó en parques de atracciones que reproducen los iconos en Orlando, París yTokio, sin distinción de matices. Disney parece estar por encima de las diversidades culturales. Como McDonald’s. En todos estos centros de entretenimiento se vienen celebrando (los festejos durarán hasta mediados del 2002) los “100 Años de Magia”. Quienes los visitan, tal vez no sepan que ese gigantismo nació de una idea simple, como suele ocurrir. A Disney, el Ratón Mickey se le ocurrió súbitamente durante un viaje en tren, en los años ‘20, como contrafigura del entonces popular gato Félix. Agradecido, Walt nunca se olvidó de los trenes, que constituían para él una alegoría de la vida misma. Cuando se propuso crear el primer Disneylandia en California, pidió que la “ciudad” estuviera rodeada por las vías de un tren.

 

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