Por Fernando DAddario
Desde su nacimiento hasta su
muerte, e incluso mucho más allá de su desaparición
física, Walt Disney nunca dejó de coquetear con el misterio.
De hecho, su legado a las generaciones que pasaron y a las que pasarán
está naturalmente ligado a la fantasía, a la transcripción
cinematográfica de un mundo de ensoñaciones colectivas.
Hoy, si viviera, cumpliría 100 años. Un siglo. El siglo
de Disney, traducido en clave animada: el Ratón Mickey, el Pato
Donald, el perro Pluto, el elefante Dumbo, entre tantos otros personajes,
fueron transmisores humanizados de una concepción de la vida y
del universo, que fue cambiando según pasaron los años,
aun en contradicción con la ideología de su creador. Por
encima o por debajo de estas fantasías, el mito se
encargó de poner en tela de juicio su origen (se lo da oficialmente
por nacido en Chicago en 1901, pero hay quienes aseguran que era español,
y que nació cuatro años después) y la única
certeza posible: la muerte.
En la palabra Disney conviven la firma abstracta de un Imperio y el simple
apellido de un hombre que a los 15 años se ganaba la vida vendiendo
golosinas en los trenes. Es difícil precisar la frontera entre
el hombre y la marca, y acaso de esa tensión permanente haya nacido
la leyenda. El ascenso de Walt (hombre) acompañó la encarnación
del sueño americano. Su criatura (la marca) resultó el aparato
difusor de ese sueño. Walt fue abonando sus éxitos sucesivos
sobre las ruinas de la desconfianza ajena y sobre sus propios fracasos
iniciales. Pero ante los obstáculos fue temerario, ingenioso, destruyó
a sus competidores. Capitalismo en estado de máxima pureza. Se
ganó el cielo en la tierra, y lo construyó él mismo:
Disneyworld, hecho a su imagen y semejanza, como reaseguro de su grandeza.
Si fuera cierto lo que se dice (que desde 1966, año de su muerte,
Walt Disney yacería en hibernación, con el objeto de ser
revivido y curado del cáncer pulmonar que padecía), alcanzaría
el mismo grado de inmunidad que tienen sus personajes, ajenos al paso
de tiempo. Ningún otro ser humano ha sido digno de semejante privilegio.
Pero ley inexorable de la industria del entretenimiento el
imperio Disney dibujó una vida propia, independiente de los trazos
que fijó el Creador. Utilizando la fabulosa maquinaria heredada,
pero con un nuevo management y renovadas estrategias de marketing, el
monstruo Disney empezó a diseñar en la última década,
para la familia global, un discurso animado más progre.
Aquellos que se criaron mirando en el cine y la TV el fundamentalismo
pro-norteamericano del Ratón Mickey y sus amigos, se conmovieron
al ver, junto a sus hijos, películas como El rey León y
Pocahontas. La reconversión tiene que ver con nuevas reglas del
juego, y con la necesidad de limpiar una imagen que había quedado
anclada en la Guerra Fría. Walter Elias Disney lo hubiese entendido.
Hijo de un carpintero canadiense-irlandés, criado en el medio oeste
de Estados Unidos, combatiente en la Segunda Guerra Mundial
como chofer de ambulancia, sus rígidas concepciones morales e ideológicas
siempre estuvieron al servicio de su crecimiento económico. Hoy
comprobaría, maravillado, cómo se vende por millones la
reedición en DVD de Blancanieves y los siete enanitos. Por obra
y gracia de la tecnología, los fans pueden cambiar imágenes
y situaciones de aquella historia legendaria, es decir que pueden ir más
allá del milagro mismo de la fantasía animada. Y eso que
Blancanieves resultó en su momento, 1937, un hito que parecía
imposible de superar. Fue la primera película de dibujos animados
que cubría una sesión completa de cine y, además,
hecha en colores. Contra los pronósticos agoreros, Disney apostó
todo su dinero a ese film, y ganó. ¿Habrá imaginado
lo que vendría después? Lo que nunca hubiese sospechado
es que su empresa estaría jaqueada hoy por la competencia de DreamWorks,
por la recesión, y por la crisis de la industria de la animación.
De todos modos, el mundo Disney cobija hoy el arsenal de merchandising
más fabuloso que pueda concebirse. La marca de fábrica se
multiplicó en parques de atracciones que reproducen los iconos
en Orlando, París yTokio, sin distinción de matices. Disney
parece estar por encima de las diversidades culturales. Como McDonalds.
En todos estos centros de entretenimiento se vienen celebrando (los festejos
durarán hasta mediados del 2002) los 100 Años de Magia.
Quienes los visitan, tal vez no sepan que ese gigantismo nació
de una idea simple, como suele ocurrir. A Disney, el Ratón Mickey
se le ocurrió súbitamente durante un viaje en tren, en los
años 20, como contrafigura del entonces popular gato Félix.
Agradecido, Walt nunca se olvidó de los trenes, que constituían
para él una alegoría de la vida misma. Cuando se propuso
crear el primer Disneylandia en California, pidió que la ciudad
estuviera rodeada por las vías de un tren.
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