Por Juan Jesús
Aznárez
Desde
México
El escritor mexicano Juan José
Arreola Zúñiga, conocedor como pocos del espíritu
de las palabras y del lenguaje, murió el lunes, a los 83 años,
en su casa de Jalisco víctima de una hidrocefalia. La obstrucción
de los vasos y venas causada por la acumulación de colesterol condujo
a un paro cardíaco y a la pérdida de un cuentista y juglar
excepcionales, autor de obras como Confabulario, Varia invención,
La feria y Bestiario. Maestro en el relato corto, lega dos textos autobiográficos:
Memoria y olvido y El último juglar, dictados al novelista Fernando
del Paso y a su hijo Orso.
Arreola nació en 1918 en Zapotlán el Grande, en el occidental
Estado mexicano de Jalisco. Gran aficionado al ajedrez y melómano,
su creación fue gratificada con los premios, entre otros muchos,
Xavier Villaurrutia (1963), Nacional de Letras (1979), Juan Rulfo, (1992)
y el Alfonso Reyes (1998), al que acudió en silla de ruedas. La
enfermedad diagnosticada hace tres años obligó a una intervención
quirúrgica, mermó su salud y su dedicación a la literatura.
Acompañado por su esposa, Sara Sánchez, se apartó
del ajetreo en casa de una de sus hijas, donde frecuentemente respiraba
asistido por un tanque de oxígeno. Alguno de sus nietos le leía,
al atardecer, páginas escogidas.
Arreola Zúñiga, quien deja viuda, tres hijos y seis nietos,
también escribió novela y teatro, fue autodidacta y erudito,
charlista de genio y prosista de primera. Solía decir que para
él el lenguaje era una materia plástica. El
pasado 30 de noviembre, la Universidad de Guadalajara abundó en
sus méritos instituyendo, durante el desarrollo de la Feria Internacional
del Libro, un nuevo premio denominado Juan José Arreola. La vida,
comentó en uno de sus repasos existenciales, lo trató bien,
pero el se maltrató personalmente con sus enfermedades reales o
imaginarias. Todo lo que he hecho mal es absolutamente culpa mía,
declaró. Uno de sus impulsos más tempranos, el cimiento
de su formación literaria, según confesó, fue El
Cristo de Temaca, del padre Placensia, un poeta apenas conocido. Aprendí
el poema como un loro, oyéndoselo a los muchachos de quinto año,
explicó. Fundó y dirigió en Guadalajara la revista
Pan, que después se convirtió en la colección de
libros Los Presentes, donde aparecieron las primeras obras de Carlos Fuentes,
Elena Poniatowska y Ricardo Garibay, entre otros. Pero antes también
se dedicó a los trabajos más diversos, desde aprendiz de
encuadernador y de impresor, empleado de un molino de café, dependiente
de una papelería y de un almacén, hasta vendedor de sandalias,
pastor, peón de campo, periodista, cobrador y panadero. En su adolescencia
fue experto en tauromaquia, aunque señaló la muerte del
diestro español Manuel Rodríguez Manolete, en
1947, como el día que puso fin a su interés por los toros.
Pero el historial de Arreola incluye otras disciplinas. También
estudió teatro en México y en París (con Louis Jouvet),
fue comparsa en la Comedia Francesa, editor de revistas como Pan y Mester,
y promotor de talleres que aglutinaron a lo mejor de las letras contemporáneas
de México. Una generación entera aprendió de su obra,
alguno de cuyos títulos adquiría profundidades inusitadas
en la doble lectura. Dirigió lecturas de poesía, fue corrector
del Fondo de Cultura Económica y animador literario en radio y
televisión. Confesional como soy y he sido siempre,
dijo en Memoria y olvido, pertenezco al orden de los montaignes,
de los agustines, de los villones en miniatura,
que no acaban de morirse si no cuentan bien lo que les pasa; que están
en el mundo y que sienten el terror de irse sin entenderlo y sin entenderse.
El narrador confesaba su temor al decaimiento intelectual. Tengo
miedo de caer, de mirarme en el espejo, pero a lo que más temo
es al invierno de la memoria. En todo caso, no habrá invierno
para el recuerdo de su figura. La prensa mexicana destacó ayer
la muerte del último juglar, mientras sus colegas no
ahorraban palabras. El colombiano Alvaro Mutis recordó que conoció
a Arreola cuando llegó a México en 1957, y que siempre le
sorprendió esa entrega absoluta a las letras, esa vigilancia
magnífica del idioma, que resultaba de su obra de gran trascendencia,
de una luminosidad excepcional. El escritor mexicano Carlos Monsiváis,
por su parte, declaró que Arreola siempre insistió
en su vocación de juglar, y la memoria de aquel hombre elocuente
que se veía en problemas para ceñirse al texto le da la
razón. El dramaturgo, narrador y periodista Vicente Leñero
dijo que Arreola fue maestro de su generación, la persona
por la que muchos nos hicimos escritores. Lo recuerdo como un hombre por
entero dedicado a la literatura, con un don para entusiasmar a los que
empezábamos. Leía nuestros cuentos y los corregía.
Con Arreola aprendí a escribir; jugar al ajedrez con él
era importante por lo que recitaba al jugar. Augusto Monterroso,
hondureño de nacimiento aunque se considera guatemalteco, dijo
que con Arreola tuvo una amistad en momentos formativos. Nuestra
comunicación era diaria, nos mostrábamos los textos, los
discutíamos, vivíamos juntos esa iniciación. Recuerdo
su enorme capacidad verbal, su percepción de la belleza a través
de la palabra.
|