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De
contubernios
y monipodios
Por Mempo Giardinelli
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Toda degradación colectiva
tiene responsables: es producto de personas y entidades concretas como
las que nos llevaron al desastre actual.
La clase dirigente argentina que durante las últimas dos décadas
condujo a este país rico hasta la exageración al estado
de absurda miseria en que se encuentra no ha de componerse de más
de cinco o diez mil personas, a lo sumo veinte mil en todo el país
contando sus correlatos provinciales (pues en cada una de las 23 provincias
se repite el cuadro). Acumulan una riqueza grosera, porcentajes altísimos
del Producto Bruto Interno. Son los nuevos ricos, que medraron con la
destrucción del Estado Argentino y hoy son terratenientes, ganaderos,
dueños de caballos de carrera y faranduleros. Tienen sumas incalculables
en el extranjero (se calcula que hasta más de 100.000 millones
de dólares, o sea más o menos el total de la deuda externa
argentina). Tienen nombres y apellidos que todos conocemos; están
en los diarios, en la tele, en las revistas Caras y Gente. Son los amigos
de Domingo Cavallo y ahora de Fernando de la Rúa y todos opinan,
postulan, gerencian, dirigen y siguen haciendo negocios fabulosos a costa
del Estado. Hoy mismo los únicos beneficiados del fin de la convertibilidad
son, otra vez, los bancos. Es el mismo entramado monipódico que
en el último cuarto de siglo, de uniforme o de traje, nos condujo
a este abismo.
El monipodio es un vocablo eficaz y de poco uso que según el Diccionario
de la Lengua significa: Convenio de personas que se asocian y confabulan
para fines ilícitos. Lo utilizó Cervantes en una de
sus novelas ejemplares: Rinconete y Cortadillo. Según María
Moliner alude a gente ladrona o desaprensiva. La mentalidad
monipódica se maneja en base a intereses sectarios, secretos, y
con códigos de lealtad y silencio que enturbian toda transparencia.
Esto mina las bases de la democracia porque atenta contra la credibilidad
social, la confianza en la Justicia, la solidaridad y el respeto a la
ley. Sus códigos producen marchas y contramarchas y constantes
escándalos y desmentidos, porque, a la vez, es esa suma de triquiñuelas
lo que los fortalece como estructura política.
La casi disolución que hoy vive la Argentina tiene como primeros
responsables a la corporación militar que asaltó el poder
en marzo de 1976: esa caterva de asesinos que originalmente condujeron
Videla, Massera y Agosti y que conjuntó a las tres fuerzas armadas
y a todos los organismos afines: la Policía Federal y todas las
policías provinciales; Gendarmería Nacional y Prefectura
Naval; y todos los organismos y aparatos de inteligencia del
Estado, legales y clandestinos. Pero a partir de diciembre de 1983 y
esto es lo alarmante esa responsabilidad debe atribuirse a ciudadanos
que se presentaron, todos, como campeones de la democracia.
Raúl Alfonsín, Carlos Menem y Fernando de la Rúa,
más los miembros de sus respectivos gabinetes y en particular los
sucesivos ministros de Economía que ellos nombraron y que sin
excepción alguna todos respondieron primero y principalmente
al interés de los acreedores, el Fondo Monetario Internacional
y la Banca Global y nunca, en ningún caso, al verdadero interés
nacional. Así el monipodio instauró en la Argentina la actual
dictadura bancaria que encabeza Domingo Cavallo.
Cierto: sin dudas hubo y hay excepciones. Desde ya que no son todos iguales
en la política (ni en ningún otro campo). Pero casi todos
resultaron demócratas de convicciones torcibles, de fácil
genuflexión y/o nula eticidad. Por supuesto contaron con la asociación,
consciente o no, de la mayoría de los legisladores que se sucedieron
en ambas cámaras del Congreso Nacional durante los últimos
18 años. Y también con la complicidad contumaz de Cortes
Supremas sensibles a favores y acomodos, a mayorías automáticas
y demás servicios para los que se necesita lo que seguro tienen
esos magistrados: rostros de piedra, gestos marmóreos. El convenio
monipódico requiere de cinismo, que es una de las características
más notables de la mayoría de los dirigentes argentinos,
en general gente más ambiciosa que preparada y tan oportunista
como carente de principios y valores. Eso los lleva a abrazarse con los
que hasta ayer nomás eran sus enemigos (verbigratia: la inesperada
alianza peronista-liberal de los 90 o el matrimonio de conveniencia entre
De la Rúa y Cavallo en 2001).
Si desde el final de la Guerra Fría se convenció al mundo
de que no hay alternativas ni propuestas que disputen el terreno al discurso
globalizador y neoliberal, en la Argentina esa tarea fue realizada por
un verdadero ejército ideológico. El menem-cavallismo de
los 90 y el cavallismo-delarruista de 2001 son dos versiones de un mismo
sometimiento sutilmente totalitario. Esta política económica
es la única posible. Cualquier otra nos llevará al desastre,
dicen los que gobiernan y repiten los medios de difusión amigos,
o sea casi todos. Y el rebaño los sigue sin advertir que el desastre
es estar como estamos y que esta política económica
es la única culpable.
El monipodio forma contemporánea del contubernio que hace
décadas también arruinó la política argentina
suma ahora a otras dirigencias: la sindical y la empresarial, algunos
restos de la eclesial que fue tan amiga de los dictadores a quienes bendijo
una y otra vez, y desde luego la más sigilosa y efectiva: las infatigables
corporaciones que hacen lobby (o sea, influyentismo y corrupción).
Todos ellos tienen cuotas de responsabilidad en la tragedia argentina
de este tiempo. No se salva ni un sólo sector dirigente: comerciantes,
industriales, exportadores e importadores. Si hasta las dirigencias deportivas
contribuyeron al desastre.
Verdaderos bárbaros de este tiempo, civilizados de mentirita, cuando
están en el poder son más astutos que inteligentes, especialistas
en artimañas y en legislar contra la ley. Y cuando están
en la oposición son sencillamente feroces. Radicales y peronistas
pisoteando la historia de esos dos grandes movimientos populares
se fusionan ahora mediante la creación de este nuevo contubernio.
De la Rúa ya es casi idéntico a Menem, aunque aparente ser
discreto y moderado. El renovado fraude moral que encabeza denota una
misma matriz de desvergüenza en la mentira, de desapego a la palabra
empeñada, de divorcio entre verbo y acción. En eso todos
se emparentan: Menem, De la Rúa y Cavallo empatan en soberbia y
servilismo.
Por eso no es estéril insistir en que el problema de la Argentina
no es la economía, como se viene haciendo creer a la sociedad civil.
El problema de la Argentina es político y sobre todo es moral antes
que económico. Es inútil seguir buscando supuestas soluciones
económicas mientras no se resuelva la cuestión central,
que es la conducción política del Estado. Eso es lo que
está faltando y para ello hace falta, repitámoslo, una revolución
en democracia.
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