Por Horacio Bernades
En la última edición
del Buenos Aires Festival de Cine Independiente hubo una muestra paralela
que por distintas razones sobresaturación de oferta cinematográfica,
exhibición en salas alejadas del centro neurálgico del evento,
problemas con copias y subtitulados no fue a ver prácticamente
nadie. Se trató de la dedicada a Chris Marker, y es posible que
a todas las razones enumeradas para su fracaso se haya sumado una mucho
más sencilla: el casi total desconocimiento, por parte del público,
de la obra y la figura de un cineasta que, por más que filma desde
hace medio siglo y cuenta con más de un título mítico,
sigue siendo un ilustre ignorado. En este punto, una vez más el
video viene al rescate del cine, gracias a la edición, a cargo
del pequeño sello Gramado Videoediciones, de Sin sol, uno de los
títulos de Chris Marker que nadie vio en aquella muestra.
Nacido en 1921 en un suburbio parisino con el nombre de Christian François
Bouche-Villeneuve, Marker tomó tempranamente su seudónimo
de un simple marcador estilográfico. Poeta, escritor y novelista,
comenzó a filmar documentales a comienzos de los años 50
y desde entonces hasta hoy no dejaría de hacerlo a paso redoblado,
completando hasta la fecha cerca de medio centenar de realizaciones, signadas
siempre por una cualidad proteica. Su condición de hombre de izquierda
lo llevó a filmar en China (Dimanche à Pekin, 1956), Rusia
(Letter from Siberia, 1957), la Cuba de Fidel (¡Cuba sí!,
1961) y Vietnam en plena guerra (fue supervisor y coordinador del largometraje
colectivo Loin de Vietnam, 1967). Paralelamente, y entre otras muchas
realizaciones, Marker colaboró con Alain Resnais en varios films
dedicados a temas que desde siempre obsesionan a ambos: la memoria, el
recuerdo, el olvido, las imágenes y el trabajo del tiempo sobre
ellas.
Quien haya visto la obra más famosa de Marker, el mediometraje
La jetée (1964), reconocerá todas esas constantes. La jetée
es un caso único en la historia del cine: se trata de una historia
contada exclusivamente a través de fotos fijas, en la que un hombre
trata de reconstruir el recuerdo de su amada, en tiempos de la Tercera
Guerra Mundial. Es la película que inspiró a Terry Gilliam
para 12 monos, y de la simple sinopsis se desprende que a esa altura Marker
había roto las barreras que separan documental y ficción.
De allí en más el cineasta exploraría reiteradamente
una zona híbrida, que se alimenta de ambos y también del
audiovisual, el ensayo y el poema cinematográfico, llegando a investigar
en los últimos años (a los 80) el mundo de las videoinstalaciones,
el CD-Rom y el cine interactivo.
Todo ello, sumado al eterno carácter viajero de este cineasta peregrino,
aflora plenamente en Sin sol, que Marker filmó a comienzos de los
años 80, en varios puntos del planeta. Pero sobre todo en
dos lugares: Tokio y la ex colonia africana de Guinea-Bissau. La película
consiste en una serie de cartas que desde esos lugares envía un
tal Sandor Krasna (seudónimo del propio realizador, aunque este
dato permanezca oculto) y una voz de mujer lee en off, con las imágenes
como soporte visual. En sus cartas, el viajero no sigue otro orden que
el de sus impresiones, sin ningún celo por darles alguna hilación
o atisbo narrativo.
En Tokio, y coincidiendo con la diversa curiosidad de un Roland Barthes
en su libro sobre el Japón El imperio de los signos, el viajero
observa fascinado los concurridos funerales de mascotas y ceremonias funerarias
en general. Recuerda a los kamikazes de la Segunda Guerra y repara en
la estricta separación de sexos en la sociedad japonesa. Celebra
la ausencia de un puritanismo a la occidental y registra la
explosión de la electrónica. Honra el arte del kimono durante
las festividades de fin de año y se interesa por la cultura del
videogame, el manga, el cine porno y de terror. En Guinea-Bissau se deja
arrastrar por la melancolía política, al recordar la guerra
anticolonial de los 60 y los 70 y el trágicodestino
de su líder, asesinado por su propia gente antes del definitivo
abortamiento de la revolución triunfante. Aunque todo ello parecía
no obedecer a ningún orden visible, las cartas de Krasna/Marker
se impregnan, de modo elusivo pero indefectible, de su irresistible melancolía
ante el poder erosivo del tiempo, que barre todo. Incluidas las imágenes,
filmadas para borrarse, tarde o temprano.
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