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LO QUE CIERRA, LO QUE CAE EN LA ARGENTINA SIN CASH
Tiempos duros

Proyectos que se esfuman, amigos que dejan sin trabajo a los amigos, prestamistas, cuotas impagas, negocios que no pagan ni la luz, cortinas que cierran. Relatos de los que viven los tiempos más duros de la crisis viendo cómo la tormenta llega y los cubre.

Por Cristian Alarcón

La mujer mira el horizonte en el que se insinúa la tormenta. Está parada, con las manos en la espalda, bajo el cancel de la puerta de un viejo negocio de cortinados y alfombras, en la esquina de Libertad y Mitre. Otea el horizonte y recorre con la mirada, girando levemente la cabeza desde la panorámica que le presta su esquina, asumiendo en este viernes aciago que quizá no entre una sola persona con la idea de comprarle un metro de tela para cortinados. Ese negocio es el que les ha dado de comer a toda su familia, a sus abuelos, a sus padres, a ella. Pero la cadena de la herencia se ha detenido en sus hijos. Los seis empleados que permanecen desde hace veinte años, en los últimos meses cobran cuando se vende algo, de a 10 o 20 pesos. Lo asumen así. Ya le cortaron el teléfono. El miércoles anunciaron el corte de la luz. Hoy, gracias a una vaca, pudieron pagarla. La idea es no cerrar, soportar, resistir, otear el horizonte hasta que se raje de tanto mirarlo. Hoy, por la luz, no han almorzado, desliza Alicia, la heredera de aquellos abuelos prósperos. Pero no han cerrado. Ellos quieren seguir vendiendo cortinas, no bajarlas.
Es difícil, aunque parezca mentira, esta búsqueda de historias de hombres y mujeres a los que la economía ha llevado al límite de sus fuerzas. Es duro contar las penas propias, en medio de tanta pena. Es casi una afrenta que uno pida una foto, hecho de rigor en cualquier entrevista. La pobreza tiene para un sector de la clase media ese halo de vergüenza implícita. O es que previene un golpe bajo para los familiares, los más viejos, los más chicos. No es que se cuide la apariencia a esta altura. Pero por qué no tener pudor en la decadencia.
Así comienza el relato de Horacio F., pidiendo que su nombre completo sea omitido. Como el de la empresa de telefonía móvil en la que por cinco años fue ejecutivo de cuentas. Hasta el 20 de noviembre, cuando un despido masivo de vendedores y cargos medios lo dejó en la cola imparable de desocupados. Ahora Horacio hace la del banco. Llega a las corridas, con su maletín de cuero, los zapatos lustrados, la ropa todavía impecable de un ejecutivo en día sábado visitando a sus suegros. “Me guarda el lugar por favor que voy a hablar con el contador y vuelvo.”
Y sale sorteando decenas de desesperados clientes tratando de obtener un sí del mismo hombre para depositar, cobrar, transferir, convertir de alguna manera las promesas de pago en efectivo. Vuelve. Sonríe a los que llegaron en el interín. “Esto es un desastre”, comienza. Con el recorte salarial –ganaba 3800 y terminó cobrando 900– vinieron las deudas para mantener un nivel de vida que incluía un Volkswagen Gol cero kilómetro, vacaciones en Gesell cada verano, escuela privada para los chicos, una casa enorme en Temperley que amplió con un crédito a cuatro años de 800 dólares mensuales. “Me fundí. Recurrí a los prestamistas. Debo 25 mil y no tengo con qué pagarlos. La casa está hipotecada. Dejé de pagar los impuestos, vendí el auto.”
Horacio no tiene muchas chances y lo sabe. De hecho, está en la cola para cobrar un cheque de 55 pesos que le dieron en la prepaga Medicus como reintegro. Su mujer debe tener aún unos 50 para el fin de semana. Ya sin teléfono, necesita el dinero para hacer un llamado a Estados Unidos esta noche. En Nueva York tiene un primo gerente de una fábrica de acero inoxidable. En agosto le había ofrecido trabajo como operario. Cambió de idea con la caída de las Twin Towers. Pero los 18 dólares por hora que podría ganar como obrero esta semana se convirtieron en todo lo que podría esperar del futuro. Cuando le toca su turno no le pagan el cheque. Sale enfurecido a quejarse.

En un abrir y cerrar

Hacia febrero, en un local de la avenida Belgrano, justo al lado de este diario, Amalia, una mujer en los sesenta años, invirtió lo que tenía para abrir un kiosco. Le sumó comidas rápidas. Intentó ofreciendo delivery. Pero el negocio se fue consumiendo. El martes, cuando comenzaba esta recorrida por la ciudad para medir el impacto de las medidas en los comerciantes, el uso de la máquina de débito, Amalia contó que se había hartado. “No me voy a poner a abrir ninguna cuenta ni a comprar la famosa máquina. Apenas me enteré de esto, puse un aviso para vender el kiosco.” Amalia, al frente del local el día entero, con un socio y un empleado, entre la cocina y la caja, rehuyó la entrevista propuesta tan de pronto, mientras se le compraba una gaseosa. “No es algo lindo para andar contando”, dijo. Tampoco quería fotos. Primero le pidió a un repartidor que se pusiera tras el mostrador. Finalmente cedió y medio escondida tras las golosinas dejó que la retrataran en su despedida. El viernes es imposible ubicarla, saber si tuvo suerte con uno de los compradores de su fondo de comercio. Donde hubo un kiosco, hay una persiana baja.
La imprenta y editorial en que Nora Cassolino invirtió en mayo del 2000 todo lo que tenía, peligra. Nora tiene 32 años y otea este horizonte kitsch de nubarrones salido de una película de Semana Santa en la que se recrea el diluvio. Mientras estudiaba psicología, Nora trabajó en varias editoriales pequeñas en las que aprendió el métier. A fines del ‘95, una buena idea y tres mil pesos prestados la hicieron dueña de su propio proyecto: una editorial para arquitectos. Fue un éxito. En el ‘97 el personal llegó a la docena, con 40 mil pesos de ventas por mes y 850 clientes. El ‘98 fue de ganancias. Decidió reinvertir. Entonces, con un ahorro pagó el 40 por ciento de un departamento reciclado con ventana a la cúpula de la Iglesia de la Piedad. Cambió el auto por un Gol como el de Horacio.
El ‘99 vino con algunos problemas, cuenta. Pero “ilusos, con cierta inocencia” pensaron que era la transición entre Menem y De la Rúa. El 2000 se vistió de fiesta cuando un amigo íntimo ganó millones acertando a los seis números de un juego de azar. Era el momento. Qué duda cabía. Con cincuenta mil pesos propios y un socio inesperado se aventuraron. Alquilaron 800 metros en Abasto, compraron máquinas de alta tecnología y el equipo llegó a ser de 16, siempre amigos, “personas que a uno lo acompañaron cuando no tenía más que una buena idea”. Pero no fue como imaginaron. Con una facturación de 500 mil anuales no califican ante los bancos como Pyme: o sea, no acceden a financiación bancaria. “El problema son los cobros, porque los plazos de pagos se institucionalizaron en 60, 90 y 120 días. Como pequeño emprendimiento, al no poder pedirle al banco, estás obligado a recurrir a la usura, a las financieras.”
Y la usura, como se sabe, es impiadosa, voraz. El último interés al que debió someterse fue del 15 por ciento mensual. Eso, hasta hace una semana, cuando los usureros dejaron de prestar al no poder ya calcular el tamaño del interés. En la debacle, lo mismo que a Cassolino le ocurría al resto. El 30 por ciento de los cheques a 90 días fueron rechazados. Esta semana fue letal. De ocho depositados, no hubo fondos para ninguno. Desde el miércoles los proveedores dejaron de vender papel. Piden dólares en efectivo. Si no, con un remito de precio abierto a lo que dicte lo que resta de la agonía. No pudo por eso imprimir una revista y un catálogo. Su imprenta está parada. ¿Qué debió recortar? Todo. Cortaron el teléfono. Vendió el auto después de deber tres cuotas y con los punitorios se quedó apenas con 800 pesos. Era lo que necesitaba para cubrir una cuota del departamento. Intenta no deber tres meses porque entonces pasaría a “legales”. La llaman cada día del banco, y cada día les asegura que tiene voluntad de pago. Ya despidió a seis empleados. A los demás les paga en fracciones, como puede. No sabe hasta cuándo. Aunque lo que sí sabe, es que como Alicia en su casa de cortinas, no quiere, se resiste a cerrar.

Narrar es contar

Alicia, de 49 años, cuenta lo suyo lentamente, con todo el tiempo libre que le entrega de manera obscena el caos reinante. Sus empleados, que en las buenas fueron 14, son seis. Y como le ocurre a Nora, ellos son también amigos, en su caso “chicos que entraron a los 20 y ahora están en los 40”. La solidaridad de ella es recíproca. Como los que trabajan con Nora, también toleran el cobro por goteo. “Siempre me trataron como a uno más, como de la familia, por eso uno se banca tanto –dice uno–. Además si me voy es lo mismo buscar trabajo que no buscar.” Este viernes ha sido más duro que los últimos cien, dicen. Además de Alicia, el negocio lo maneja una de sus tías. Esta mañana entró al local sin poder frenar las lágrimas. Su esposo arrastra una débil salud, problemas cardíacos serios. Debería hacerse una resonancia magnética. Pero no pudieron con la cuota de la prepaga y por lo tanto no hay autorización para estudios. Alicia recuerda la época en que su local se llenaba y era un solo cortar de tijeras sobre las telas para cortinas espléndidas. Se ve a ella de 18, de 22, como su hijo y su hija, sin imaginar la carencia, el trabajo de explotación. El chico terminó el secundario y acaba de entrar milagrosamente como cadete de un supermercado. La muchacha estudia periodismo y anima fiestas infantiles que ralean como la euforia.
Pero en el lamento de estas mujeres, y de Horacio, y de la kiosquera Amalia, hay ese mínimo destello de futuro que se resisten a abandonar. No hay melodrama, hay una manera de contar en crudo, en cifras, la decadencia. Es un “contar” invadido de números, cifras arbitrarias, ajenas, que irrumpen en la vida cotidiana, silencian los acontecimientos.
Horacio piensa en la cola hacia el cheque incobrable en su salud. “En tu casa no parás de tener conflictos con tu mujer, la depresión, la angustia, que es lo peor.”
Nora dice que este final arbitrario, cantado, del gran proyecto en el que se embarcó, le recuerda al día en que un médico le anunció que su madre padecía cáncer, y a los cuatro años en que se desvivió para que fuera feliz hasta el instante en que murió. “Hubo un tiempo en que vivimos bien.”
Alicia piensa que una foto suya frente al cartel de liquidación de sus cortinados podría hundir en la tristeza a los suyos. No quiere que “el drama sea dramón”. Por eso es, quizá, que haber pagado la luz de hoy significa que continuarán abiertos, y sólo desliza como hablando de un hecho muy menor, que no han almorzado aún a las tres, mientras otea la entrada, la puerta en la que piensa seguir avistando la tormenta, a la espera de que alguien decida renovar las cortinas de la ventana más maravillosa del mundo, la que da a todas las cúpulas, incluida la de la mismísima Iglesia de la Piedad.

 


 

El país es un mal diagnóstico

Por Sandra Russo

Por suerte esta semana, en las fiestas de fin de curso de los colegios de los chicos, no hubo que cantar el himno. El “Oh, juremos con gloria morir” hubiese sido difícil de entonar. Lejos de un estribillo aguerrido y animoso, lejos de un haka altivo y fortalecedor, para algunos habría sonado como una letanía fúnebre, y para otros como una profecía autocumplida, aunque lo de la gloria es discutible. El escenario por excelencia de esta semana fueron los bancos, y más precisamente las colas de los bancos, esas nuevas células básicas de la sociedad en las que bancarizados y aspirantes a ídem compartieron su misma condición de rehenes, ejerciendo libremente su derecho a la puteada y a la úlcera. Las nuevas medidas económicas, por ahora, en lugar de devaluar duplicaron el valor del peso, por lo menos del peso en efectivo: todo el mundo se aferró a sus billetes y a sus monedas como si fueran oro líquido, medallas milagrosas o reliquias de santos.

–Dejá, pago yo –le dice una mujer a su amiga en un bar de Congreso.
–No, dejame pagar a mí –le contesta la otra. Se acerca el mozo. Ella pregunta–. ¿Prefiere tarjeta de débito o de crédito?
–Acá no se aceptan tarjetas. Son ocho pesos.
Las dos mujeres se miran, escandalizadas.
–¿Cómo que no aceptan tarjetas? ¿Me está hablando en serio? –alza la voz una de ellas.
–Muy en serio. Solamente efectivo –dice el mozo.
–¿Pero ustedes dónde se creen que viven? ¿En Australia? ¿Ocho pesos en efectivo? ¿Está loco?

Ivana es empleada doméstica y su empleadora le ha explicado que debe sacar una caja de ahorro para poder cobrar su sueldo. Le ha indicado que vaya al Banco Nación de Plaza Italia. Le ha dicho que vaya muy temprano, para poder estar en la casa a la una del mediodía. A las tres de la tarde suena el teléfono en el trabajo de la empleadora.
–¿Señora Cristina? Estoy en el banco. Vine a las ocho y media, pero todavía no me atienden. Me dieron el D18 pero cuando iban por el B50 se cayó el sistema. Ahora van por el C85. ¿Cuánto me faltará? ¿Usted sabe?

El viernes pasado temíamos un feriado bancario. No sólo no hubo feriado sino que este sábado hubo bancos abiertos por la mañana. Si algo nos sobran son bancos. Soñamos con los bancos, con su insólito y compulsivo protagonismo repentino, con sus trampas, con sus abusos. Los bancos son un infierno para aquellos que no han sido paulatina y pacientemente adiestrados en el uso de sus terminologías, sus sobreentendidos, sus vicios y costumbres. Estos últimos lo único que han hecho es acostumbrarse.
–¿Cuál es tu duda? –me pregunta una ejecutiva de cuentas que parece creerse una demostradora de Tupperwear, pero japonesa. Parece que no quiere que la entiendan: repite su vocabulario críptico como si cantara el arrorró. Habla de endosos y de transferencias con una soltura peligrosa. En los bancos, lo que parece fácil nunca lo es. Y lo que dicen que es gratis cuesta al menos cuatro pesos. A partir de ahora tengo que pagar con cheques lo que antes pagaba en efectivo, y aborrezco los cheques. Soy taurina: tengo que ver para creer. Odio el lenguaje de los bancos, odio su marketing, odio que pretendan que me protegen cuando está claro que no hacen más que usarme.
–¿Cuál es tu duda? –me vuelve a preguntar la ejecutiva, porque ha empezado a sospechar que soy un poco imbécil. Tengo tantas, pero tantas dudas, que propondría que nos dejen retirar solamente 250 dudas por semana. Me opongo terminantemente a retirar mil juntas. La ejecutiva decuentas no va a poder responderme qué es la Argentina. Y ésa es la duda principal que me atraviesa. Me voy por donde vine.

¿La Argentina es un país o un mal diagnóstico? ¿La Argentina es cruel o es boba? ¿La Argentina hubiese podido ser viable y algunos tienen la culpa de que ya no lo sea, o es, la Argentina, una criatura defectuosa, congénitamente defectuosa, cuya edificación fue equívoca y su guardarropas siempre inapropiado? La desazón que invade cuerpos y almas, estos días, proviene de olfatear esa inviabilidad. Lo que viene, si viene, no será mejor sólo por ser distinto. Si son todos socios del mismo club. Puede volar Cavallo y más tarde puede volar De la Rúa, puede venir Ruckauf o Menem o Duhalde, ¿Y? ¿Dónde estará ese punto de inflexión que nos haga dar vuelta esta página negra? “Este es un país de mierda”, se escucha en los bares, en los livings, en los colectivos. Hay en esa sentencia una inclusión de quien la pronuncia y quien la escucha. Hay una aceptación de que quienes están dirigiendo este rumbo “no dan la talla”, como editorializó el diario español El País, pero hay también una pregunta subyacente: ¿por qué en este país nadie da nunca la talla?
Lo que hemos empezado a entender, y es un saber equivalente a un tajo, es que esa “otra forma de hacer política” que reclamábamos al principio del gobierno de la Alianza no depende ni de la Alianza ni de la oposición. Será otra generación de argentinos, no la nuestra, la que sea testigo del milagro, si ese milagro llega. Ojalá sepamos transmitirles a nuestros hijos todo el peso de este fracaso para que ellos puedan, sobre el paisaje humeante de este país ardido, construir otra cosa.

 

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