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Milagro en Prizren

Por Walter Saavedra

“Para un poeta no se trata nunca de decir llueve, sino de crear la lluvia.”
Paul Valery

El sargento primero Elio Capdevila camina con cautela, ignorando que un par de kilómetros más adelante vivirá la aventura más terrible de su vida.
Anteayer la artillería croata realizó un feroz ataque contra Prizren, bastión de la resistencia serbia, durante seis horas. Cientos de bombas de racimo cayeron sobre esta colina. Las bombas de racimo tienen la particularidad de diseminarse sin explotar y quedan listas para detonar al menor contacto. Se convierten, entonces, en minas terrestres cuya amenaza se prolonga más allá del hipotético final de la guerra.
Capdevila es uno de los sesenta Cascos Azules argentinos que integran las fuerzas de paz de la ONU destacados en Kosovo, la zona más caliente del conflicto de los Balcanes. En un mes y medio serán reemplazados por otro contingente. En eso va pensando Capdevila, mientras realiza un patrullaje de rutina, si es que esa palabra cabe en un sitio como éste, junto a cinco compañeros.
Tiene treinta y seis años y ya puede considerarse todo un veterano, pues también estuvo en Kuwait, cuando el golfo era un polvorín. Nació y vive en Tafí Viejo, bucólico pueblo desmayado sobre el regazo del cerro, donde los limoneros con sus flores blancas ensangrentadas de púrpura por fuera perfuman al aire. Para todos es “el tucu”, gran contador de chistes y entusiasta cantor de chacareras. Y como en el grupo hay un santiagueño, el suboficial principal Osiris Carabajal, cada ronda de mate no tiene desperdicio. Sin ir más lejos esta mañana se sacaron chispas.
Capdevila hizo punta:
–Va caminando un santiagueño y se encuentra con otro, que está tumbado bajo un árbol. Entonces, se suscita este diálogo:
–¿Qué haces?
–Nada...
–¿Te ayudo?
“Aro, aro, aro...”, gritaron los demás, azuzando a Carabajal, nacido en Añatuya, los pagos de Homero Manzi:
–Tucumán es el único lugar donde el Chango Nieto canta con los ojos abiertos...

Marchan en dos grupos. El silencio del mediodía contrasta con lo que aquí ocurrió hace cuarenta y ocho horas. Las bombas han dejado enormes grietas en el terreno.
–Esto tiene más pozos que la cancha de San Martín –dice el suboficial principal Osiris Carabajal, tratando de herir el sentimiento “ciruja” de Capdevila, aunque vanamente, porque el sargento primero se ha distanciado bajando por la zona más escarpada de la colina, hacia el monte. Un olor a pólvora le hace cosquillas en la nariz, como si estuviese respirando pimientas y se le irritan los ojos. Está tenso, como en guardia, y no sabe por qué. De repente, al pie de un árbol (¿será un abedul?), en medio de un charco de sangre reseca, ve una fotografía. Es una niña rubia, hermosa.
¿Qué tendrá? ¿Seis, siete años? Sí, tal vez seis. Observa ese rostro desde su metro setenta y cinco. Súbitamente, un haz de luz cae vertical sobre su cabeza, infiltrándose caprichosamente entre el follaje denso. Nota entonces que la niña tiene rizos dorados y una mirada azul como el Danubio. Más allá, no menos de cien vainas servidas le llaman la atención. Parecen de FAL, pero no, imposible, si los FAL son argentinos. Desecha rápidamente la idea. La niña parece suplicarle desde el suelo, desde se pedazo de papel estriado, salpicado de rojo, que la levante. Y entonces sehinca. Sus dedos tiemblan al tomar la fotografía. El sargento primero Elio Capdevila llora por primera vez en estos casi cinco meses de misión. No se da cuenta de que está solo en el medio del monte, que se ha separado del grupo... Llora sin reservas, ahogándose, mientras la niña rubia, de rizos dorados y ojos danubianos flamea entre sus dedos. Tampoco advierte los cuerpos que yacen mutilados a diez, quince metros, alrededor de una fortificación que debió ser una casamata. Y mucho menos ese olor penetrante, viciado, fétido. Está como en trance.
Un golpe seco, brutal, lo hunde en una noche fecundada de estrellas. Siente que cae por un risco infinito.
El sargento primero Elio Capdevila abre los ojos con dificultad. Una niebla espesa, como de sémola, le desdibuja esas siluetas de gigantes filisteos que lo rodean amenazantes. La cabeza se le parte en mil esquirlas. Siente una atroz presión sobre la garganta que le hunde la nuez y lo asfixia. Un murmullo extraño, ininteligible, se le mezcla con un zumbido sibilante que le taladra los oídos. Trata de fijar la vista en eso que lo oprime. Cree ver el caño de un fusil Kaláshnikov.
“Serbios”, se dice, mientras lentamente la película imprecisa comienza a revelarse. Cuenta diez, doce hombres. No parecen soldados; están mal entrazados y lucen cansados. Sólo uno lleva uniforme: el que le apunta.
Los otros son aldeanos enrolados en la resistencia, seguro. Lo miran sin curiosidad, con ojos vacuos pero con el rictus feroz. Alguien señala la bandera que lleva cosida en su uniforme y entonces al de Kaláshnikov se le crispan los dedos sobre el percutor. Un chasquido seco lo sacude. Capdevila entiende que va a morir. Quiere rezar, pero no recuerda la oración. Y piensa en Bárbara, su pequeña Bárbara de cabellos como trigales, esperándolo allá en Tafí Viejo con sus cuadernos de primer grado pletóricos de “felicitado”, “excelente”, “sigue así”... Y siente algo sobre su mano derecha: es la foto de la niña rescatada de un charco de sangre reseca, la rubia de los rizos dorados y la mirada azul como el Danubio. Y pide un postrer deseo: ¡Qué me entierren junto a mi madre!, el padre muerto de tristeza cuando el último tren silbó su adiós, luego de toda una vida en el ferrocarril. Ahora el caño del fusil se le hunde en la sien derecha. Es el final.
–¡Argentinian! –logra exhalar entre balbuceos y recibe un escupitajo de su verdugo.
–¡Argentinian! ¡Blue helmets... Peace Forces! –grita ahora ya en la agonía, estrangulando la fotografía y una tremenda patada se le clava como un arpón en la parrilla intercostal. Se retuerce de dolor. Escucha risas. El cielo es una madreselva verde y copiosa. Jamás sabrá por qué se le ocurrió ese nombre...
–¡Maradona!
–¿Maradona! –escucha entre letargos, con tono admirativo.
–¡Maradona! –redobla con una fuerza sorpresiva. Nota que la presión sobre su sien derecha cede, que los ojos de su fusilero giran desconcertados y que los otros hombres lo observan como en un estado de hipnosis, hasta que uno de ellos reacciona y se pone a hacer la mímica del gol de Diego a los ingleses: a uno de sus compañeros lo disfraza de Bearsdley, a otro de Peter Reid, a otro de Gary Stevens, a otro de Terry Butcher, a otro de Fenwick y finalmente, dejándose caer, empuja el imaginario balón ante Shilton, el de uniforme. Todos festejan el tanto, se abrazan, se olvidan de la guerra y se marchan, riendo, monte adentro.
El sargento primero Elio Capdevila besa la fotografía salpicada de rojo de la niña rubia, de rizos dorados y ojos danubianos. Comprende que acaba de salvar su vida. Vuelve a llorar.

Este relato pertenece al libro �Hambre de gol�, de Walter Saavedra y Claudio Cherep, Imprenta Lux, Santa Fe, 2001.

 

 

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