Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
KIOSCO12

El deporte nacional

Por Washington Uranga

La acusación al otro para deshacerse de las propias responsabilidades es uno de los daños “colaterales” de la crisis que vivimos. Acusar (con razón o sin ella) se ha convertido en deporte nacional y para ello ya no alcanzan las modalidades inventadas: herencia recibida, oportunidades desaprovechadas, inoperancia, incapacidad, etc, etc, etc.
Es indudable que las responsabilidades existen y que los grados de la misma son bien distintos de acuerdo con el lugar que se ocupe, a las funciones o a los cargos desempeñados. Es enorme la responsabilidad de quienes libre y voluntariamente se postularon para cargos electivos haciendo propuestas que luego no cumplieron o traicionaron abiertamente. Es grave también la responsabilidad de quienes, haciendo abuso del poder que el pueblo les delegó para gobernar, se beneficiaron, se corrompieron en beneficio propio o en el de su entorno.
No puede compararse ese nivel de responsabilidad con la de aquellos que, aun cometiendo errores e incurriendo en contradicciones, se alinean junto a los sectores de base, junto a quienes luchan por la supervivencia. Puede ser equiparable la condena ética de las faltas, nunca el nivel de responsabilidad. Pero más allá de esto, el deporte nacional de echarle la culpa al otro o la otra es una manera, casi una característica cultural, que tenemos los argentinos para deshacernos de las responsabilidades propias, grandes o pequeñas, para no tomar otra iniciativa que la de la protesta. Todos tenemos responsabilidades y es preciso asumirlas para poder avanzar y superarnos.
Se habla en estos días de concertación y, en medio del escepticismo general, nadie cree en que pueda prosperar. En realidad, es difícil que plasme una idea de este tipo, en parte porque el Gobierno está demostrando una enorme debilidad política y este hecho se constituye en el primer obstáculo. Pero también porque, aparte de las “agresiones” externas, es prácticamente imposible avanzar cuando ninguno de los sectores que tienen poder real está dispuesto a conceder nada.
Si no cabe la generosidad, por lo menos que cuente el sentido de la supervivencia o de la salvaguarda de los propios beneficios. Si a eso sumamos que el Gobierno ha perdido o resignado la capacidad de imponer reglas de juego en nombre de la justicia y en representación de la mayoría de las víctimas de la crisis siempre alejadas de la mesa de negociaciones, mal se puede hablar de concertación. En ese caso lo único posible será seguir señalando culpables. Aunque sea un ejercicio estéril y sólo nos sirva de justificación para no cambiar nada ni avanzar hacia las alternativas.

 

PRINCIPAL