El
deporte nacional
Por
Washington Uranga
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La
acusación al otro para deshacerse de las propias responsabilidades
es uno de los daños colaterales de la crisis que vivimos.
Acusar (con razón o sin ella) se ha convertido en deporte nacional
y para ello ya no alcanzan las modalidades inventadas: herencia recibida,
oportunidades desaprovechadas, inoperancia, incapacidad, etc, etc, etc.
Es indudable que las responsabilidades existen y que los grados de la
misma son bien distintos de acuerdo con el lugar que se ocupe, a las funciones
o a los cargos desempeñados. Es enorme la responsabilidad de quienes
libre y voluntariamente se postularon para cargos electivos haciendo propuestas
que luego no cumplieron o traicionaron abiertamente. Es grave también
la responsabilidad de quienes, haciendo abuso del poder que el pueblo
les delegó para gobernar, se beneficiaron, se corrompieron en beneficio
propio o en el de su entorno.
No puede compararse ese nivel de responsabilidad con la de aquellos que,
aun cometiendo errores e incurriendo en contradicciones, se alinean junto
a los sectores de base, junto a quienes luchan por la supervivencia. Puede
ser equiparable la condena ética de las faltas, nunca el nivel
de responsabilidad. Pero más allá de esto, el deporte nacional
de echarle la culpa al otro o la otra es una manera, casi una característica
cultural, que tenemos los argentinos para deshacernos de las responsabilidades
propias, grandes o pequeñas, para no tomar otra iniciativa que
la de la protesta. Todos tenemos responsabilidades y es preciso asumirlas
para poder avanzar y superarnos.
Se habla en estos días de concertación y, en medio del escepticismo
general, nadie cree en que pueda prosperar. En realidad, es difícil
que plasme una idea de este tipo, en parte porque el Gobierno está
demostrando una enorme debilidad política y este hecho se constituye
en el primer obstáculo. Pero también porque, aparte de las
agresiones externas, es prácticamente imposible avanzar
cuando ninguno de los sectores que tienen poder real está dispuesto
a conceder nada.
Si no cabe la generosidad, por lo menos que cuente el sentido de la supervivencia
o de la salvaguarda de los propios beneficios. Si a eso sumamos que el
Gobierno ha perdido o resignado la capacidad de imponer reglas de juego
en nombre de la justicia y en representación de la mayoría
de las víctimas de la crisis siempre alejadas de la mesa de negociaciones,
mal se puede hablar de concertación. En ese caso lo único
posible será seguir señalando culpables. Aunque sea un ejercicio
estéril y sólo nos sirva de justificación para no
cambiar nada ni avanzar hacia las alternativas.
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