Por
Andrew Graham-Yooll
¿Cómo
se encara el sufrimiento de un sobreviviente?
Nuestra labor encara la resistencia. Se trata de usar cierta habilidad
y también se trata de recordar, siempre, que los sobrevivientes
aun viven y tienen que seguir con nosotros. Y que no cargan un bagaje
de enfermedades sino que traen un gran dolor y terribles memorias y sensaciones
de pérdida.
¿Cómo se describe la tortura?
Mi opinión de la tortura no ha cambiado desde los días
en que estaba en Amnesty International. Creo que es la experiencia más
devastadora conocida por el hombre y deja la más horrenda memoria.
Lo que veo cada vez más es el impacto que tiene en las relaciones,
en los niños, tanto en los que lo practican como los que la sufren.
Hemos tenido que hallar formas de ayudar a la gente a hacer el duelo,
por los que han sufrido ejecuciones y muertes de lo más grotescas.
En este edificio tenemos muchas experiencias de tratar de enterrar a los
muertos cuando no hay cuerpo, y cuando los que se encuentran con nosotros
están muy lejos del lugar donde pueden estaresos cuerpos queridos.
Cuando todo lo que se tiene es la memoria de lo grotesco.Una de mis tareas
aquí es trabajar con la gente para buscar formas de enterrar al
ser perdido, pero no sólo por la forma de morir sino reteniendo
una buena memoria de cómo fue esa persona entera.
¿Cómo se le da a esa gente una sensación de
amor recuperado?
Este es un lugar de contención. Tenemos que tener a la gente,
abrazarlos, sin esperar ni una palabra de ellos. Pero éste también
es un lugar para la furia. Aquí la gente tiene el lujo de poder
sentirse enojada y expresarlo, porque nuestras sociedades sienten que
es muy difícil de tratar. Aquí la gente puede hablar, si
quiere, pero también puede permanecer en silencio. Aquí
el dolor físico y el resto de la persona son mirados en una forma
bastante creativa. Tenemos muchas actividades para la creación,
la música, la actuación.Nos han traído niños
que son sordos por elección. Fueron testigos de cosas tan horribles,
en Sierra Leona, Afganistán, Somalia o Kosovo, que eligen no hablar
más. Para ellos tenemos un jardín, donde pueden plantar
o revolver la tierra. Pero también usamos instrumentos musicales
como forma de comunicación. Hasta se pueden lograr conversaciones.
Por ejemplo, se puede canalizar mucha bronca por medio de los tambores
y el ruido, pero también a veces surgen las notas suaves. Tenemos
grabada una situación que me impresionó mucho. Es de una
niña que canalizó su enojo y su pérdida golpeando
un tambor. Había furia contra el mundo, contra la terapeuta musical,
contra todos. La niña golpeaba, odiaba a todos. Un buen día
entró, ignoró el tambor, y se puso a tocar un juego de campanas,
como forma de reconciliación.
¿Cuándo y cómo empezó esta labor suya?
Yo tenía veinte años en 1945, cuando fui a Alemania
a trabajar con sobrevivientes del campo de concentración de Belsen.
En 1947 regresé a Londres para ayudar a niños sobrevivientes
de Auschwitz que fueron traídos a Inglaterra bajo un programa especial.
Fue en esa época en que busqué una ocupación más
reflexiva para el tratamiento de los problemas de sobrevivientes de situaciones
dramáticas. Durante siete años y medio trabajé bajo
la tutela de psicoanalistas en la clínica Anna Freud, y luego,
durante los años sesenta, como empleada en otros hospitales, como
secretaria administrativa algunas veces. Ahí pude entender algo
en ese campo para el que se usa la frase tan trillada, traumas psicológicos.
Luego comencé a trabajar en Amnesty International en el grupo médico.
Pero ahí me di cuenta de que siempre quedaba una parte las personas
fuera de nuestro campo de actividad. Obteníamos testimonios para
someter al gobierno y a otras autoridades. El grupo médico de Amnesty
fue muy activo y vigoroso. Pero mi experiencia anterior me decía
que había más. Conocía los efectos a largo plazo
de los tormentos y la persecución.
Y entonces fue que decidió hacer algo con esa experiencia.
Creo que el impulso vino de diferentes médicos, gente en
consultorios al sur de Londres que trataban a exiliados de Argentina,
Chile y Uruguay, que habían formado algo como un gueto en la zona.
Esos médicos me dijeron que estaba muy bien una campaña
contra la tortura, pero pensaban que se necesitaba un apoyo más
completo. Un médico me dijo algo muy profundo. No tenemos
la posibilidad, en los consultorios, de ofrecer el cuidado a toda la familia
donde existió el impacto de la tortura y el desarraigo, y no podemos
ayudar a los chicos. No tenemos los recursos ni el espacio. Más
importante, no tenemos el lugar en donde escuchar los silencios.
Resistimos, con otros, irnos de Amnesty International. Pero los médicos
recibían más y más gente de todo el mundo. Además
nuestra campaña de divulgación y protesta se intensificaba.
Teníamos terapeutas, médicos y abogados trabajando en la
campaña.Hacia fines de diciembre de 1985 nos fuimos, con el apoyo
de la dirección de Amnesty, y creamos esta Fundación.
¿Cómo comenzaron?
Comenzamos a recibir gente que nos enviaban los médicos y
también los abogados defensores en causas de asilo político.
Poco a poco el número de visitas y referencias fue creciendo. La
acción publicitaria es importante, pero a partir de ahí
dejé de ser simplemente una receptora de testimonios y denuncias,
me dediqué a tratar a la gente que había sufrido atrocidades.
Esto no es sólo atender la tortura del cuerpo, sino la sensación
de pérdida, de vejación, que no se van. Tuvimos que reunir
nuestros propios fondos para financiar la Fundación. Recibimos
algo de Naciones Unidas, pero la mayor parte viene de individuos y entidades
benéficas, a quienes tenemos que recurrir todos los años.
Desde entonces hemos estado tan ocupados que algunas veces es difícil
detenernos a pensar en quiénes son los perpetradores, y cuáles
los indiferentes en el sufrimiento de la gente. Los indiferentes siempre
me han preocupado, quizás más que los torturadores. Sabemos
más acerca de los torturadores que sobre lo que hace a la indiferencia.
¿Cómo se lleva adelante una organización así?
El presupuesto anual está en los cuatro millones de libras
esterlinas (alrededor de seis millones de dólares). La mayoría
de los que aquí trabajan son voluntarios, pero el plantel estable
es de unas 46 personas. El número varía. Tenemos 85 profesionales,
atendiendo a la gente que tenemos que tratar. No es una labor fácil,
ofrecer la posibilidad de consulta, supervisión y contención
dentro de la organización. Esto no es trabajo para seres frágiles.
Algunas de las tragedias narradas parecen bíblicas. Por otra parte,
tenemos nuestras satisfacciones. Hay momentos de celebración y
regocijo. Ver cómo una mujer se recupera, por ejemplo. Vemos a
parejas que se vuelven a unir, relaciones que se renuevan. La amenaza
a la sexualidad y el futuro de la familia es enorme en los casos de torturas.
Las mujeres se sienten tan vejadas... Tenemos que alentar en las personas
la sensación de valor y futuro, cosas que no son fáciles.
Hay que poder resistir momentos de bronca, odio y ansiedad.
¿Cómo hacen para lograr estas recuperaciones? Cuénteme
un caso.
Hace unos años tuvimos un problema de cómo superar
la tragedia de varias mujeres africanas, no recuerdo de qué países.
Ellas habían visto cómo asesinaban y descuartizaban a sus
familias. Una mujer le dijo a una de mis colegas: Ustedes, ¿qué
me pueden dar? Yo vi la matanza de mi marido y mis hijos. Ahora sólo
quiero vivir en las sombras. Consultamos y consultamos y finalmente
decidimos crear un grupo de cocina y fábula. Las fábulas
y las narraciones son una parte importante de la labor de la Fundación.
Entonces tuvimos cada semana momentos en que el edificio se llenaba del
sabor a la cocina con cosas como salsa de maní o mandioca, y el
sonido de cuentos cantados. Recuerdo un cuento que se trataba de un viejo
cocodrilo que amenazaba a un pueblo y de cómo el miedo tomó
forma real hasta crecer tanto que era más grande que el cocodrilo.
Algo así era. Es posible enseñar cosas difíciles
y superarlas mediante las fábulas. Puede sonar altanero, pero esas
reuniones tenían fuerza y ruido, y fueron un desafío.
Usted parece dedicarle tanto tiempo a esta Fundación como
se lo dedicaría a su familia.
Sí, pero tengo mi familia. Tengo dos hijos grandes. A uno
de ellos, el mayor, le gusta escalar montañas (muestra una foto
del hijo escalando el lado norte del Monte Eiger). El otro es escultor.
Por eso, en los años sesenta me dediqué a ser secretaria
en los hospitales, para tener un ritmo que me permitiera cuidar de mis
hijos, ya que desde cuando tenían cinco y diez años estuvieron
a mi cargo. Mi marido era refugiado de Europa Central y nunca se recuperó.
Había visto como mataban a su padre a palos y patadas. Fuimos grandes
amigos hasta su muerte hace tres años. A pesar de todo mantuvimos
la comunicación, que yo creo es esencial cuando parece que todo
se ha terminado. Usted siempre cita una historia uruguaya acerca
de la comunicación...
Sí, porque es la ilustración más apropiada.
Me la contaron cuando trabajé con familias uruguayas. Resulta que
una niña le lleva a su padre, preso en el penal Libertad, un dibujo
de un pájaro. Los guardias le quitan el dibujo a la chica, posiblemente
por el simbolismo del pájaro como paloma de la paz, o animal que
está libre y puede volar. El padre le dice que nunca más
debe traer dibujos así. En la próxima visita la niña
le trae un dibujo de un ojo. Eso sí pasa la requisa, y el padre
le pregunta qué es. La niña le dice que es el ojo del pájaro
y que cada vez que lo visite le llevará otra parte del pájaro
para ir formando el animal. Para mí eso representa la inventiva
y la fuerza para el bien que hay en el ser humano. Lo que dice la historia
es que siempre hay una forma de comunicación aun cuando parece
imposible.
¿Por
que Helen Bamber?P
Por
Andrew Graham-Yooll
Algo
de una bondad enorme
|
Desde
1977 Helen Bamber ha sido una presencia, una fuerza constante en mi
vida. En aquellos tiempos llamaba cada día a mi casa en Londres
para pedir información, aclaración o explicación
sobre personas desaparecidas en la Argentina. Helen Bamber trabajaba
para Amnesty International, organización odiada por el ministro
del Interior de la dictadura que yo representaba secretamente en Buenos
Aires hasta el momento de mi exilio.
La preocupación de esta mujer por la salud de los presos políticos
en la Argentina, Chile y en especial Uruguay era constante, insistente
y conmovedora. Cada llamada, en aquellas mañanas en Londres,
ella insistía no sólo en verificar datos, sino en buscar
la manera de ayudar a los detenidos y a sus familiares, de hacer público
su predicamento y presionar a la dictadura.
Nos perdimos un poco cuando terminó la dictadura, en 1983,
para reencontrarnos ocho años después cuando integramos
una comisión que buscaba explorar los límites de la
responsabilidad humana. Se llamó Perpetradores e indiferentes
(Perpetrators and Bystanders) y organizó interesantes conferencias
con militantes y académicos soviéticos, irlandeses,
latinoamericanos y sudafricanos, entre otros.
Para entonces, Helen Bamber había fundado una entidad de alcances
dramáticos, la Fundación Médica para Víctimas
de la Tortura (Medical Foundation for Victims of Torture). Esta actividad
para ayudar a los que sufrieron los tormentos horrendos de la crueldad
humana es revolucionaria, a la vez que de una bondad enorme.
Nos encontramos nuevamente el 25 de noviembre en Londres, en un servicio
religioso en la Iglesia de Saint Brides, la iglesia de los periodistas
y gráficos que hasta los años ochenta habitaban el tradicional
centro de prensa londinense que fue Fleet Street. La ocasión
aquel domingo fue un responso y coro en memoria de escritores y periodistas
asesinados (para entonces ya habían muerto ocho en Afganistán,
y en pocos días moriría un sueco en las afueras de Kunduz).
Helen Bamber fue la responsable del discurso de fondo en homenaje
a detenidos y asesinados.
Alguien dijo que Helen Bamber, londinense, de 75 años, había
decidido retirarse de la dirección de la Fundación,
que a fin de este mes cumple 16 años. Nadie le cree cuando
dice que se va a jubilar, pero la información, y el aniversario
de su organización, merecían este diálogo. |
|