Por
Verónica Abdala
Lleva
sus cuarenta y cinco kilos enfundados en un vestido oscuro, muy corto,
que en la parte superior se abre a un escote que llega hasta la mitad
de su torso. Por ese tajo irregular asoman la piel blanca y la carne voluptuosa,
como buscando el aire. Ella, que mira el mundo desde sus tacos de diez
centímetros, hace como que no se da cuenta de los efectos que provoca
a su paso, una tarde cualquiera, por las calles de Buenos Aires: camina
contoneando las caderas con pretendida inocencia, no pierde la oportunidad
de humedecerse los labios mostrando la lengua, se ríe inclinando
hacia atrás la cabeza. La mayoría de los hombres con los
que se cruza quedan prendidos de la profundidad del escote. Y Sol, la
nueva presentadora de la señal erótica Venus, les clava
la mirada en lo que se convierte en un juego de seducción no exento
de cierto sadismo: ellos, esclavos de la imagen, saben que no llegarán
a recibir todo lo que desean, porque esa es la ley de la contemplación.
La función de esta mujercita de 22 años es, desde octubre,
resumir (tres veces por día, en horarios móviles) el argumento
de las películas destacadas de cada mes a los miles de espectadores
que se atreven al ritual privado de imaginarse en otra piel. Yo
puedo transmitirles la posibilidad de gozar, no sólo desde el lugar
de presentadora, sino también desde un lugar más personal
y como mujer: a mí no me da vergüenza decir que miro esas
películas, como a muchas de las mujeres que suscriben a este tipo
de canales, asegura Sol, encargándose ahora de que sus piernas
no queden ocultas bajo la mesa de un bar, mientras tres mozos la rodean,
no tan extrañamente interesados en servirla. Con tal de triunfar
confiesa- estoy dispuesta a casi cualquier cosa. Sexo explícito
no, porque tengo mis valores, pero de ahí para abajo, todo.
Los mozos ya no compiten por ver quién se hará cargo de
la mesa: han resuelto hacerlo de a tres. El primero le traerá el
café que pidió la chica, el segundo lo retirará cinco
minutos después con la excusa de que se enfrió,
y el tercero, volverá con el café recalentado y preguntará,
en lo que se ha tornado una escena difícil de creer: ¿La
señorita desea ordenar algo más?. Sol, que niega con
la mano, sigue hablando, tan indiferente a la testosterona que la rodea
como al grado de previsibilidad de su discurso: Siempre fui así,
muy de mostrarme, de ponerme cosas, de pintarrajearme la cara aunque no
tuviera que salir. Cuando era más chica me disfrazaba delante de
la tele, quería parecerme a divas como Sofía Loren o Brigitte
Bardot. Por eso me encanta este trabajo, que me permite fusionar mis dos
grandes pasiones: el sexo y el cine.
Ahora, en lo que considera un privilegio al que pocos acceden,
un grupo de vestuaristas y maquilladoras le ahorran el trabajo frente
al espejo, y la convierten en una diosa pagana, antes de cada grabación.
La sucesora de la inefable Bárbara (aquella otra presentadora del
mismo canal que probó ser incapaz de evitar los tics más
grotescos de las porno stars), emerge de esas sesiones de maquillaje encarnando
toda clase defantasías. Un día puede aparecer vestida de
enfermera, otro de maestra o colegiala, como una dama del siglo XVIII,
en el rol de una mujer araña, o en el de una gata en celo.
A continuación, se sucederán en pantalla las imágenes
más calientes de un canal que a diferencia de otros más
moderados, como Playboy, cuyos actores y actrices se jactan de simular
besos y penetraciones exhibe durante las 24 horas material casi
100 por ciento hardcore. Esto es: pornografía sin medias tintas.
De los quinientos mil abonados a algunos de los paquetes premium que contienen
la oferta de Venus, el 70 porciento son hombres y, el 30 por ciento mujeres.
En la mayoría de los casos, las mujeres ocultan el consumo de pornografía:
están abonadas, según consta en el registro del canal, pero
lo niegan si son interrogadas en el marco de una encuesta.
Yo no soy de las que dicen que las únicas pelis que vieron
fueron las que pispearon de reojo en un telo, aclara Sol. Hace
varios años llegué a pedirle a un amigo varias pornos para
grabar y hasta me armé mi pequeña colección.
La chica jura que no imposta frente a la cámara, al punto que llega
a excitarse con los argumentos de las películas que presenta. Y
asegura que dedica al sexo varias horas por día. Ahora más
que nunca, porque con mi novio estamos especialmente inspirados. Vemos
tantas películas que estamos aprendiendo un montón. Aunque
también me gusta correr, nadar, patinar y, sobre todo, cocinar.
Cuando empieza a caer la tarde de la conversación, Sol se va. Se
despide con un beso, antes de desaparecer envuelta en una hilera de miradas
de traje. Todavía le queda completar su rutina de tres horas de
gimnasia diaria, la cena que compartirá con su novio (mucha
lechuga, mucho verde, todo dietético y muy natural), y el
repaso de unos apuntes de la facultad: le quedan cuatro finales para completar
la carrera de Imagen y Sonido de la UBA.
sobre
gustos...
Por
Claudio Uriarte
Comida
peruana
|
Dicen
que la comida peruana es una de las más variadas del mundo.
Yo agregaría que una de las más exquisitas. Hay que
probar un cebiche mixto de pescados y mariscos macerados en
lima, jengibre, ajo, cilantro, ají picante, sal y pimienta
negra para vivir toda la euforizante salud y frescura del mar.
O los minimalistas choros a la chalaca mejillones fríos
en una especie de salsa criolla con ají rocoto para disfrutar
de una arrebatadora combinación de picante y frescor. O los
contundentes combinados de invierno, que aúnan
carne, pollo o cordero a un suculento guiso de porotos y porción
de arroz, o el picante de mariscos, una verdadera delicia que flota
delicadamente sobre un espejo de salsa anaranjada. También
está el chicharrón mixto de pescados y mariscos o
de pollo o cerdo, frito de modo ejemplar y exacto y servido
en un genial golpe de contraste con una fresquísima ensaladita
de tomate, cebolla y cilantro, cancha una especie de maní
peruano y las aterciopeladas papas del lugar. O el shambar trujillano,
esa espesa sopa de legumbres con patitas y cuerito de cerdo.
Indudablemente, la comida peruana no es para rutinarios, pero su elemento
más alarmante para muchos el picante, que personalmente
es una de mis debilidades puede graduarse al gusto del cliente
hasta desaparecer por completo, sin que la intensidad profundamente
evocativa del sabor y el aroma de los platos deje de resonar por mucho
tiempo y placenteramente en una suerte de memoria gustativa, signo
seguro de que se ha comido muy bien. Algo así me pasa siempre
en el restaurante Status, un lugar limpio, discreto y bien iluminado
sobre la calle Virrey Cevallos casi esquina Alsina, a pasos de la
Plaza Congreso. Pero eso no es lo único que me ocurre allí,
ya que el lugar es como si transmitiera una sensación de pertenencia,
hospitalidad y refugio. Si T.S. Elliot incluía incluso
una muy buena comida entre las experiencias más trascedentales,
el Status traslada a los restaurantes la famosa definición
de Graham Greene sobre el bar como un hogar lejos del hogar.
La atención es cortés y discreta, el ambiente está
tan lejano del lumpenaje como de la insoportable impostura fashion,
y la base familiar del emprendimiento es una calidez que se transmite
desde los dueños Jessica y Edy hasta los camareros
y los cocineros que trabajan a la vista. También hay música
peruana y baile en el sótano, los miércoles de noche.
En realidad, yo no debería estar recomendando este lugar casi
secreto, de precios bajos: a ver si todavía se llena de fashions.
Pero hay algo que no puedo evitar con los placeres, y es la tentación
de compartirlos. |
|