Globalicemos
la compasión
Por Ariel Dorfman *
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En
estos tiempos de miedo y fuego y confusión, cuando el lenguaje
de las bombas parece haber reemplazado el diálogo entre los pueblos,
me atrevo a ver una triste forma de la esperanza, una posible superación
de las fronteras de la incomunicación, en la oscura neblina de
fotos que ha venido cubriendo las calles de Nueva York durante los últimos
tres meses. Que los ciudadanos de la ciudad más próspera
del mundo, ante la instantánea y violenta desaparición de
sus amigos y parientes, hayan espontáneamente recurrido a los mismos
métodos de memoria y desafío que han estado utilizando hace
más de veinticinco años miles y miles de habitantes de las
regiones remotas y empobrecidas del planeta para enfrentar a las dictaduras
que les niegan información sobre el destino final de sus esposos
y padres y amantes detenidos, resulta ser, para mí, un extraordinario
reconocimiento de nuestra común humanidad.
Estoy consciente de la distancia que separa a los cadáveres incinerados
sin dejar huella ni rastro en las Torres Gemelas de Nueva York, de los
desaparecidos políticos del resto del mundo, y no quisiera, por
lo tanto, exagerar el parecido entre estas tragedias divergentes. En los
Estados Unidos, después de todo, no es el gobierno el que ha secuestrado
y escondido los cuerpos supuestamente muertos ni tampoco se burla de los
familiares que buscan explicaciones y certidumbre. Existen, sin embargo,
otras conexiones y paralelos, que podrían ser cruciales: los ciudadanos
de la sociedad más modernizada del globo están asomados
hoy, de una manera que hubiese sido inconcebible antes del 11 de septiembre
de 2001, al abismo de la experiencia de víctimas lejanas, víctimas
hasta ahora inaccesibles. ¿Cómo no van a comprender, ahora
que saben lo que significa que de pronto miles de personas se evaporen,
se hagan aire y nada, sin despojos que prueben o desaprueben la muerte
o la vida? ¿Cómo no van sentirse más próximos
a una mujer anciana que conozco en Chile que todavía despierta
a la medianoche, todavía hoy despierta y cree escuchar los pasos
de su marido, aunque sepa que han pasado ya 27 años desde que lo
vinieron a buscar y que sería mejor que no retornara? ¿Quién
podría querer que durante todos esos años lo estuviesen
torturando en alguna celda secreta? ¿Cómo no van a empatizar,
ahora que ellos también pasean sus fotos en forma pública
buscando un destello de certidumbre, esperando hallar en las palabras
de algún extraño el definitivo testimonio de los momentos
terminales de su amado? ¿Cómo sus corazones no van a vislumbrar
lo que sienten las Abuelas de la Plaza de Mayo de la Argentina que no
cejan en su búsqueda de los descendientes desconocidos que nacieron
en el cautiverio y que fueron adoptados por familias militares estériles,
esas abuelas que quieren ver en los ojos de sus nietos un penúltimo
mensaje enviado por una madre asesinada, un padre perdido? Y en la medida
en que la operación de rescate en las ruinas humeantes del World
Trade Center fue volviéndose infructuosa, extinguiendo la expectación
de un milagro, ¿cómo los sobrevivientes no van a compartir
el duelo de las familias de los desaparecidos de otras tierras, como en...
sí, en efecto, como en Afganistán, las familias que tardan
décadas en aceptar que su hijo, marido, amante, padre, ya no regresarán
con vida?
Pienso que los neoyorquinos están lentamente descubriendo lo que
las mujeres de los desaparecidos de Etiopía y Chipre, de México
y Camboya y Brazzaville, también han ido entendiendo gradualmente
en circunstancias diferentes, que esas fotos múltiples que enlutan
la ciudad entera están destinadas a transformarse en el cementerio
transitorio donde los vivos y los muertos pueden reunirse, un sitio de
la doliente imaginación colectiva, el único disperso monumento
inmediatamente viable en los meses por venir para una ciudad que necesita
aceptar su conversión en extenso camposanto si ha de seguir con
vida, seguir funcionando. Podría ser, entonces, que estas experiencias
fundamentales de muerte y vulnerabilidad entreabran a millones de norteamericanos
las puertas de lo que significa la desaparición en vida en todo
su pavor, que la angustia y la maravilla de respirar ese aire colmado
del oxígeno de los muertos ausentes de Nueva York los ayude a sentirse
ligados al profundo sufrimiento de tantos remotos congéneres nuestros,
aquellos que, a lo largo y lo ancho de la Tierra, todavía muestran
al mundo la foto de sus seres amados con la esperanza de que haya algún
tipo de conclusión a su incertidumbre, el alivio de algún
entierro definitivo, una salida de la invisibilidad.
Es cierto que sentir el dolor en carne propia jamás ha sido una
garantía de que uno sea capaz de proyectarse hacia el dolor ajeno.
Demasiadas veces, convertirse en víctima y vivir una insondable
tristeza conducen más bien a la indiferencia y al deseo de venganza.
Quisiera creer, no obstante, que una tragedia global como la que hoy está
viviendo la humanidad pudiera guiarnos hacia una nueva compasión
también global, un proceso de acercamiento e identificación
entre los pueblos que ha faltado tanto durante estos meses de terror;
sólo puedo esperar que en los años que vienen encontremos
el modo de globalizar la comprensión y la ternura con la misma
energía y eficiencia que se ha puesto en la globalización
de la guerra y la interminable violencia.
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El escritor chileno Ariel Dorfman acaba de publicar la novela Terapia.
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