OPINION
Fragmentos
Por
J. M. Pasquini Durán
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Habrá
tres sociedades diferentes y desagregadas, con una gama de matices
dentro de cada una de ellas, cuya identidad común deberá
referirse a la formalidad de la documentación antes que a la
pertenencia real a una nación única y plural. Debajo
de todo, estará la fracción de la marginalidad estructural
que, tal vez, recibirá alguna forma de subsidio temporal (tipo
Plan Trabajar), pero recién cuando el proceso de disgregación
esté más consolidado y a cambio de que sus miembros
acepten la condición de excluidos permanentes. El otro gueto
estará
habitado por los trabajadores con empleo, encadenados a horarios de
sobreexplotación y salarios de subsistencia debido a la precariedad
constante y a la rivalidad por cada puesto de trabajo, remunerados
con una moneda (la tercera, ni peso ni dólar) de valor flotante,
sin respaldo alguno y sin ninguna utilidad fuera de las fronteras
territoriales, aunque sean comunales o provinciales, o sea con los
bonos emitidos por cada administración distrital para cubrir
los sueldos. La tercera napa o fracción será la de los
satisfechos, alrededor quizá de la quinta parte del total de
población, una suerte de oligarquía parasitaria y rentista,
cuyo sentido de humanidad derivará de los prototipos de los
espectáculos de realidad (reality-shows)
divulgados por la televisión.
La descripción es una de las posibilidades abiertas al futuro
en caso que la Nación no sea capaz de salir de la trampa que
la está quebrando, pero esa visión no es pura fantasía
porque si uno mira a su alrededor con cierta atención ya existen
algunos de los rasgos de esa clase de fragmentación. En la
misma metrópolis hay espacios del norte y del sur de la ciudad
que son como las paralelas, no se tocan nunca y, cuando se cruzan,
se observan con mutua desconfianza. ¿Acaso de aquella Nación
preñada de promesas que organizaron los conservadores con ideales
a fines del siglo XIX, sólo quedarán estos polvorientos
escombros después del derrumbe provocado por los conservadores
pragmatistas de la actualidad?
Una cosa es segura: si no hay cambio de rumbo con seguridad la comunidad
nacional transformará las grietas de hoy en profundas brechas,
reorganizándose en fracciones dispersas en zonas geográficas
y sociales distintas, cada cual ensimismada en su propio destino,
a la manera de los bolsones de miseria y de confort que ya conviven
en recelo mutuo (en el Gran Buenos Aires hay tantas villas de emergencia
como barrios cerrados), enfrentados a veces por la disputa de empleos
o por la relación violenta entre seguridad y represión,
siempre con el trasfondo de los resquemores derivados de la injusta,
egoísta y desigual distribución de la riqueza.
Semejante destino no es inevitable, siempre y cuando el porvenir inmediato
salga de las exclusivas manos del poder conservador, dentro y fuera
del gobierno, que agota su ingenio en complicadas ingenierías
fiscales y financieras pero ninguna que modifique el núcleo
central del esquema económico, en el que, a cada vuelta de
tuerca, los beneficiarios son menos y los perjudicados son más.
Los cajeros automáticos de los bancos, símbolos de la
modernidad progresiva, se han convertido en urnas funerarias de las
ilusiones de la clase media que creyó en la convertibilidad
de Menem-Cavallo como si fuera el trampolín hacia el bienestar
general ininterrumpido. Los ciudadanos que eligieron o desdeñaron
a los candidatos del 14 de octubre,
han sido ignorados por igual y muchos de ellos, sin valor electoral
inmediato, ahora sobreviven como meros CBU, el código que identifica
a cada bancarizado, la nueva identidad de los incluidos sociales.
¿Dónde estuvo el error? No hubo error ni hubo exceso.
La ultraderecha aprovechó el desplome del comunismo europeo
y el retroceso general de la izquierda para apropiarse de las ilusiones
populares y reemplazarlas por utopías elaboradas para la ocasión.
Entre los argentinos, esas rutas al primer mundo, al paraíso
de los bienaventurados, tuvieron nombres precisos: privatizaciones,
convertibilidad, mercado desregulado, globalización, relaciones
carnales, Estado mínimo, antipolítica. Diez años
después, esa magia no funciona más ni para los crédulos,
aunque lo intente el mismo hechicero que aquí hizo fama con
los principales trucos. ¿Para qué insistir con la enumeración
de las calamidades? ¿Quién no tiene o escuchó
un diagnóstico preciso, irrefutable, fundamentado, sobre la
obra cumplida y sus resultados? Las mayorías además
tuvieron que aprender, con sudor y sangre, que la ruta de las derechas
era un callejón ciego.
El problema central hoy en día es cómo apuntalar las
paredes para detener el derrumbe. ¿Con qué, con quién?
Por lo pronto, hay que renunciar a la antipolítica, porque
mientras más alejados estén el pueblo y la política
menos chances habrá de provocar mudanzas de verdad. Eso no
implica, por supuesto, reasumir a los partidos políticos tal
como son, porque así no sirven a nadie más que a las
ambiciones mezquinas de sus cúpulas. La sociedad, por suerte,
organizó en estos años múltiples redes de organizaciones
de base que podrían concentrarse, en esta emergencia nacional,
en media docena de temas prioritarios. Podrían actuar como
reactivos, convocando a todos aquellos que aún siendo miembros
de esos partidos agotados conservan la vocación y la capacidad
para la lucha, y edificar desde ahí nuevas coaliciones interpartidarias,
alianzas horizontales, que no intenten mezclar el agua con el aceite
sino formar nuevos bloques de representación. Si los partidos
no lo quieren hacer por sí mismos, ni la Justicia tiene el
coraje o la autonomía para hacerlo, tendrá que ser la
sociedad organizada la que depure las viejas infraestructuras partidarias
y reencauce a las nuevas, para despojarlas a unas y a otras de los
vicios que infiltran las oligarquías, de los dogmas, de las
frases hechas, de la cínica resignación, de la indignidad
y la humillación. El Premio Nobel de Economía, el tan
mentado Stiglitz, afirmó con todo el peso de su autoridad y
experiencia: Los oligarcas prefieren al capitalismo amiguista
y la cleptocracia por sobre el gobierno de la ley... Oligarca
es una definición de privilegios no sólo económicos,
también los hay en la política, en la cultura y en la
Justicia.
Si los oligarcas quieren fraccionar a la sociedad, hay que levantar
barreras que lo impidan. Una de esas acciones primordiales tendría
que concentrarse en la defensa de la educación pública,
una actividad cohesionadora de la sociedad como ninguna, defendiéndola
de los ataques
de quienes pretenden destruirla pero también revisándola
por dentro para recuperar las excelencias que supieron enorgullecer
al país entero. Los profesionales y especialistas del campo
popular deberían proponer medidas concretas en cada uno de
los campos que los oligarcas de todo tipo quieren manejar como propiedad
privada. Devaluar la moneda, por ejemplo, no es una mera opción
de la economía, puesto que depende de quién y cómo
la haga para que pueda tener efectos positivos en lugar de agravar
la situación de las mayorías. ¿Hay que pagar
los servicios privatizados y monopólicos en silencio o promover
la protesta en todas sus formas? No sería la primera vez que
en el país un vasto movimiento popular de opinión resista
decisiones empresarias. Hay numerosas formas de lucha, además
del paro y del mitin en Plaza de Mayo: la desobediencia civil, el
boicot, el amparo judicial, el acoso a diputados y senadores por todas
las vías de comunicación, desde la entrevista personal
al correo electrónico, los graffitti, la agitación relámpago,
la procesión religiosa, la fiesta popular... la memoria nacional
tiene un stock casi inagotable de actos de resistencia.
En definitiva, situaciones tan críticas como las actuales requieren
que el poder deje de ser patrimonio de una media docena de buitres
que se disputan los restos de una Nación altiva y digna, y
que vuelva a ser patrimonio colectivo hasta que baje la inundación
de pesares. La verdadera ingobernabilidad no ocurre cuando los ciudadanos
resisten las decisiones de los mercados, sino a la inversa, cuando
esos mercados pretenden erigirse en oligarquía absoluta y arbitraria
o cuando los bancos, para proteger sus particulares intereses, pretenden
convertirse en jueces y jurados de vidas y bienes de los argentinos.
Cuando esas anomalías suceden, quiere decir que el gobierno
del pueblo está haciendo agua sin remedio y hay que salvarlo
aún de sus propias debilidades. El día de ayer debió
ser de fiesta, en lugar de otra jornada de tristeza y desilusión,
porque se cumplían la mitad del mandato de gobierno elegido
en las urnas y un nuevo aniversario de la Declaración Universal
de los Derechos Humanos.
Es tiempo de recuperar la alegría por las conquistas pasadas
y las ilusiones por un mundo nuevo, con pueblos libres y dignos, capaces
de imaginar utopías y de luchar para hacerlas realidad. Si
en el horizonte de unos está la exclusión marginal y
en el de otros una nueva circular bancaria que disponga del salario
y del ahorro de cada cual, esa no es la realidad sino una pesadilla.
La realidad es la combinación de lo que hay con la voluntad
de cambiar para el bien común. Hay que volver a la realidad. |
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