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Confiese
Por Antonio Dal Masetto

Esta noche en el bar contamos con la presencia del famoso fiscal Pirulo, que está llevando adelante importantes causas de negociados y corrupción. Le invitamos un par de copas y naturalmente la charla empieza a girar alrededor de los mecanismos para lograr que los malandras confiesen sus fechorías.
–Si yo fuera fiscal –dice uno de los parroquianos–, les haría soltar el rollo aplicando el tradicional sistema chino de la gota. Al tipo lo sientan durante un tiempito con una gota haciéndole tiqui tiqui en la mitad del balero, llega un momento en que tiene las ideas llenas de agua, se ablandan los controles, se le suelta la lengua y canta todas sus tramoyas.
–Si me tocara ser fiscal –dice otro–, aplicaría la psicología. Primero investigaría el pasado remoto del truhán, me refiero a su niñez. A ver qué cosas le daban de comer cuando era chico y cuáles detestaba. Seguro que el Quaker y la sopa de sémola no le gustaban, como a todos nosotros. Así que con esa información en mano, lo tendría meta Quaker y sémola mañana, tarde y noche. Si algún día, Dios no lo quiera, me tocara ser indagado y me enchufaran esas porquerías, yo me quiebro y confieso todo a la tercera cucharada.
–Mi lema es que la risa es un remedio infalible para cualquier cosa –dice otro–. Si fuera fiscal, a los bellacos que son estreñidos con la verdad los curaría muy rápidamente con el método de la pluma de avestruz de los aborígenes australianos. Cosquillas con la pluma en las costillas, en las plantas de los pies y en las axilas. El tipo se empieza a reír, ríe, ríe, llega el momento en que no aguanta más de tanto reír y pide por favor que lo dejen hablar, que quiere contar todo.
–No hace falta ir tan lejos como a la China, a la niñez o a los aborígenes australianos –dice otro–. Si yo fuera fiscal, lo primero que hago es llamar a la madre del corrupto. La siento, le ofrezco un té y le digo: Señora, su señor hijo hizo esto y esto y perjudicó a mucha pobre gente. Después la llevo frente al corrupto y entonces ella le va a decir: “Me rompiste el corazón, sos un mal hijo”. Y cuando empiece con los coscorrones, las tiradas de oreja y le diga por cuarta y quinta vez: “Esta noche te vas a la cama sin postre y no salís de tu pieza hasta que te lo autorice”, el tipo desembucha. Y en el caso de que el fulano sea huérfano, le tiro con la maestra de primer grado. Cuando la escuche decir “¿Cómo me pudiste hacer esto, Ricardito?”, el villano suelta todo.
–Muy interesante, muy creativo lo de ustedes, pero me parece que esos sistemas son obsoletos –dice el fiscal Pirulo–. Uno se puede encontrar con sinvergüenzas que tengan el cráneo de acero inoxidable y las ideas no se le inunden ni con un maremoto, así que no se puede confiar en que se le ablanden los controles. Hay otros que son capaces de tragar sapos y escuerzos con tal de no decir la verdad, por lo tanto imagínense qué efecto puede surtir con semejantes sujetos un plato de Quaker y de sémola. ¿Plumas? ¿Cosquillas? Hay truhanes a los que no les hace mella nada, tienen el cuero tan grueso como el del rinoceronte, solamente se ríen cuando cuentan la plata con la que se quedaron. ¿Madres? ¿De qué estamos hablando? La mayoría de estos tipos son unos desalmados, no tienen corazón, nacieron de un huevo. Y con respecto a la maestra, seguro que de chicos, en cuanto ella se descuidaba le robaban la manzana.
–¿Y entonces, señor fiscal?
–El método perfecto para hacerlos confesar yo lo descubrí por casualidad. Estaba cavilando sobre el tema y cayó en mis manos un libro de Camus, El extranjero. Lo abrí y me encontré con la siguiente frase: “Aun en el banquillo de los acusados es siempre interesante oír hablar de uno mismo”. Me dije, acá está, ésta es la precisa. Estos fulanos que hacen sus fortunas con los negociados y la corrupción, y que nos joden a todos, tienen una cosa en común, un tremendo ego. Si uno les abre el guardarropa se encuentran con 400 trajes, 1200 camisas, 900 corbatas, 300 pares de zapatos. Les encanta mostrarse, les encanta lucirse y están convencidos de que son los más bellos y perfectos del mundo. Así que a partir de la ayudita de Camus mi estrategia simplemente consistió en mandar cubrir con espejos las paredes, el techo y el piso de la sala del juzgado. Infalible. Hay que darles un poco de tiempo para que miren su imagen reflejada por todos lados y después hacerles media docena de preguntas que demuestren interés en su persona y su actividad, y ahí el fulano se manda solo, se convierte en una catarata. Y le da y le da, trucutrucu, trucutrucu. Como se pueden imaginar, cuando confesó cuatro o cinco veces los mismos delitos, nosotros ya tenemos las que le dije por el piso, así que llamamos al ordenanza y mandamos tapar los espejos para que el tipo se calle un rato y nos conceda un descanso. Es un método garantizado. El día que se universalice, se acabaron los problemas con las confesiones.

 

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