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LA DICTADURA ARGENTINA EN EL DEBATE NORTEAMERICANO
Temporada de caza de brujas en EE.UU.

Los cuestionamientos a las restricciones de las libertades civiles con el pretexto de combatir al terrorismo ponen la experiencia de la dictadura argentina como ejemplo extremo de aquello que resulta inadmisible.

John Ashcroft y otros ministros, a la hora de poner en vigor las nuevas leyes antiterror.

Por Horacio Verbitsky

La dictadura militar argentina y su sangriento record volvieron a ser invocados la semana pasada en Estados Unidos como advertencia de los males que pueden derivarse de la concesión de poderes extraordinarios al Poder Ejecutivo con el pretexto de combatir el terrorismo. La prensa norteamericana no ha prestado mayor atención a la muerte de centenares de talibanes prisioneros en Afganistán, cuando una cárcel fue bombardeada desde aviones de los Estados Unidos ante un alegado intento de fuga. Ha informado pero sin comentarios ni escándalo de la espantosa muerte de otras decenas de prisioneros, que perecieron por asfixia cuando eran trasladados dentro de containers herméticos que sólo tenían pequeñas aperturas, insuficientes para respirar. Pero cada día es mayor su preocupación por la amenaza que el gobierno del presidente George W. Bush proyecta sobre las libertades públicas de sus propios conciudadanos y de los extranjeros que viven en forma pacífica en su territorio. Y el riesgo extremo que se menciona en ese sentido es la dictadura argentina de 1976 a 1983, que de este modo ha encontrado su lugar en la historia. Constituye aquello que bajo ninguna circunstancia se puede admitir.
La semana pasada, el columnista del New York Times, Bob Herbert, recordó una nota publicada en el mismo diario dos décadas atrás sobre una mujer “pequeña y decidida y llena de odio hacia el gobierno argentino”, luego del secuestro de sus dos hijos. “En aquellos días había muchas noticias sobre los desaparecidos en la Argentina, los miles de hombres y mujeres secuestrados por fuerzas de seguridad del Estado que se pasaron años cazando y asesinando a presuntos terroristas luego del golpe militar”. También citó un artículo de 1982 del Washington Post en el que se informaba que los secuestrados y asesinados no habían sido “sólo terroristas sino también miles de otras personas sospechosas de ayudarlos o simplemente de conocerlos, así como familiares y transeúntes”.
Herbert habló con un compañero en el Times, que vivió en Sudamérica en la década de 1990, quien le dijo que en la Argentina mientras la gente desaparecía la prensa no tenía lista de nombres ni de acusaciones que se les formularan. “En aquella época pensé cuán afortunado era de vivir en un país en el que eso nunca ocurriría”, agregó. En Estados Unidos, sigue Herbert, se desarrolla en ese momento “una increíble caza de brujas, alimentada, como siempre ocurre con las cazas de brujas, por un increíble miedo. El público está predispuesto a dar luz verde al gobierno en su búsqueda de terroristas. Pero cuando se blande el garrote de la justicia penal sin límites lo único seguro es que infunda su propia forma de terror, golpeando tanto a culpables como a inocentes. Por órdenes del presidente y del ministro de Justicia, más de 1200 personas han sido detenidas como parte de la investigación sobre los ataques el 11 de septiembre. Pero sólo un minúsculo número de ellos son sospechados de tener aunque sea una remota conexión con las actividades terroristas. En la redada cayeron principalmente infractores de tránsito, rateritos, pícaros de tarjetas de crédito y gente que no hizo nada de nada. En centenares de casos las autoridades han ocultado al público los nombres de los detenidos por supuestas violaciones de las normas migratorias. No sabemos si son culpables o no. Ni siquiera sabemos con precisión de qué se les acusa. Lo único que sabemos es que ese tipo de secreto puede llevar al peor tipo de abusos. Es una receta segura para la tragedia”, agrega Herbert. El principio de inocencia, el debido proceso, la distinción entre culpables e inocentes son principios “que no se evaporan cuando el populacho está furioso y atemorizado”. A su juicio, si en su “guerra justa contra el terrorismo” Estados Unidos “pisotea los principios de justicia y debido proceso que decimos reverenciar”, se cubrirá “de vergüenza a los ojos del mundo y, cuando por fin el humo del miedo y la ira se disipe, también a nuestros propios ojos”. En una segunda columna sobre el mismo tema publicada el último lunes, Herbert fustigó al ministro de Justicia, John Ashcroft, por haber calificado como antipatriotas y traidores a los estadounidenses “preocupados por las detenciones masivas, las audiencias secretas y los tribunales que pueden condenar a muerte sin unanimidad de sus miembros y sin posibilidad de apelación” y por la posibilidad de que sean juzgadas y ejecutadas “personas que podrían ser inocentes”. Ashcroft no debería permitir que se le suban a la cabeza las encuestas que muestran “un impresionante apoyo a las iniciativas antiterroristas del gobierno de Bush”. Al describir la presentación del ministro de Justicia ante la comisión de justicia del Senado, dice que tuvo “la perturbadora sensación de estar ante una encarnación en el siglo XXI del (ex jefe del FBI y responsable de todo tipo de abusos) J. Edgar Hoover y de Joe McCarthy”, el senador que en la década de 1950 desató una campaña de persecución de presuntos colaboradores norteamericanos de la entonces Unión Soviética, que culminó con la ejecución de dos presuntos espías, Julius y Ethel Rosenberg. Un libro publicado cinco décadas después reveló que el testimonio fundamental, prestado por el hermano de la mujer, era falso y le había sido arrancado bajo presión. Al referirse a la posible captura de terroristas en Afganistán, Ashcroft dijo, con lo que Herbert describe como arrogancia y una mueca de desdén: “¿Se supone que debemos leerles sus derechos a no declarar, contratar un farandulesco abogado defensor, traerlos a Estados Unidos para crear un nuevo canal de cable Osama TV, y darles una plataforma mundial para que desarrollen su propaganda?”. Ese sarcasmo, concluye el columnista, “está de más. Ningún miembro de la comisión se había acercado ni siquiera a sugerir nada parecido. Pero hay una sensación de alarma entre algunos miembros de la comisión y entre muchos ciudadanos comunes también, por los nuevos poderes extraordinarios que se van acumulando en el Poder Ejecutivo, bajo el pretexto de combatir al terrorismo”.

 


 

RECURSO DE AMPARO PLANTEADO POR PAGINA/12
Cuando el Uruguay se informa

Por Horacio Verbitsky

Un caso de acceso a la información, planteado ante la Justicia uruguaya por un colaborador de Pagina/12 en Montevideo, fue fallado el lunes en forma favorable. El Tribunal de Apelaciones en lo civil de 7º turno habilitó el recurso de amparo promovido a pedido de este diario por el periodista Andrés Alsina. Esto implica la celebración de una audiencia pública, que probablemente ocurra el viernes de esta semana, y un fallo dentro de las 24 horas hábiles, en lo que constituye un caso piloto en la materia.
Es la primera vez que el gobierno uruguayo es enjuiciado por no respetar las libertades de información y de prensa, garantizadas en la Constitución, las leyes y las convenciones internacionales sobre derechos humanos, pero raramente respetadas en la práctica cotidiana. La demanda reclama conocer las razones por las que el fiscal de Corte O. Darío Peri aconsejó al Poder Ejecutivo rechazar la solicitud de cooperación del juez argentino Rodolfo Canicoba Corral, quien investiga el Plan Cóndor. Canicoba había solicitado la captura y extradición de los militares uruguayos José Gavazzo, Manuel Cordero y Jorge Silveira, y del policía (fallecido el 1º de diciembre) Hugo Campos Hermida, acusados de desaparición de personas y secuestro de identidad como parte de la coordinación represiva en América latina durante los años de las dictaduras militares. Todos ellos actuaron en el campo clandestino de concentración Automotores Orletti, que funcionó en Buenos Aires bajo la dictadura militar y en el que fueron atormentados centenares de extranjeros luego de su secuestro por fuerzas conjuntas, entre ellos más de un centenar de orientales.
En primera instancia, la jueza Rossina Rossi había rechazado el amparo, aduciendo que el instrumento idóneo para reclamarle una información al Estado era la vía administrativa, que implica un trámite de hasta 5 años y un costo de al menos 2000 dólares, obviamente incompatibles con los tiempos y los recursos del periodismo.
El fallo del Tribunal de apelaciones que revocó esa decisión también extrajo el caso de la órbita de la jueza Rossi, quien había adelantado un pronunciamiento sobre el fondo de la cuestión. La causa recaerá ahora en la jueza Estela Jubette, la misma que aceptó un recurso de amparo por el secuestro y desaparición de la maestra Elena Quinteros, en abierto desafío a la ley de caducidad de la pretensión punitiva del Estado, el punto final uruguayo. El mes pasado, la Alta Comisionada de los Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la ex presidenta de Irlanda, Mary Robinson, había dicho en Montevideo que la ley de caducidad contradecía la normativa internacional humanitaria, ante la que debía ceder. El Uruguay es uno de los pocos países del mundo cuya clase política considera que su legislación interna está por encima de las convenciones y tratados y de los principios generales del derecho internacional. El recurso de amparo acogido por el Tribunal de Apelaciones viene a recordar ahora que tampoco es admisible ocultar del escrutinio público las razones que inspiran los actos de gobierno.

 

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