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El futuro
Por Eva Giberti

El tema es el futuro. Por lo tanto involucra la idea de tiempo y sus derivados: la aparición de la contingencia y el desafío de la continuidad.
El tiempo cronológico acaba de ser invadido por una serie de contingencias que produjeron la necesidad –entre otras– de recurrir a alguna defensa psíquica capaz de equilibrar el estado de ánimo, ante el desequilibrio impuesto por las medidas económicas. Una de esas defensas es la que permite recurrir a mecanismos psíquicos anticipatorios intentando lograr información: “¿Qué dijo la radio?”, como si los medios pudiesen amainar la incertidumbre aportando datos certeros. Se trataba de ganarle al tiempo anticipándose a lo que podría suceder, que según se sospechaba quizá fuese peor de lo ocurrido.
Las informaciones rodaron por la pendiente ideológica de quien las emitía: a veces catastróficas y en oportunidades excesivamente calmas. Los discursos oficiales, desencajados de toda filiación política, traslucían la tensión que sobrellevan los equilibristas cuando saben que, en la pista, han retirado la red. El público observaba con desconfianza a esas figuras oficiales que ensayaban acrobacias semánticas intentando explicar y justificar.
Amontonándose en las colas de los bancos o paralizándose, la población comprendió que el futuro personal y el futuro del país que habían conocido acababan de ingresar en un circuito imprevisible pero cuya peligrosidad podía preverse. Esta parecía ser la única anticipación posible. Si el poder político queda sumergido en los proyectos del mercado, si las instituciones del Estado son manejadas por expertos en economía, es decir, si el mercado se expande en los territorios que no le competen, el futuro personal y nacional quedan vulnerados y carece de sentido crear proyectos propios, más allá de los que las políticas del mercado propicien.
Las prácticas del poder político son las herramientas capaces de crear y de apuntalar la vivencia de futuro que todos y todas precisamos para desarrollar proyectos e instalarnos en la cotidianidad. Es la seguridad que el Estado, mediante los gobiernos, aporta a los ciudadanos para preservar no sólo los bienes personales sino el sentimiento de que el Estado tiene en cuenta el bienestar de la población y propicia lo que sea necesario para protegerla. Es la idea del Bien, equivalente a lo bueno, que las éticas analizan contraponiéndolo a lo justo y a lo correcto. Una posición sostiene que si se prioriza la elección de lo que se evalúa como justo y correcto, aquello que posteriormente resulte será lo bueno. O sea no se podrá producir algo bueno si primero no se elige lo justo y lo correcto (como pretenden los contractualistas). Enfrentándola, otro criterio: ¿Es preferible comenzar por elegir lo bueno para beneficiar a mucha gente aunque la decisión no corresponda estrictamente a lo que se considera justo y correcto? Esta simplificación de uno de los temas candentes en el análisis de las éticas actuales adquirió vigencia entre nosotros, días atrás.
Repentinamente, el conflicto ético entre el Bien y lo que es Justo se encaramó en la cotidianidad cuando la lógica del mercado, que privilegia el cálculo racional y que postula una imaginaria igualdad y reciprocidad entre los seres humanos, formuló su planteo con carácter de indiscutible: argumentó la necesidad impostergable de tomar medidas representativas de la justicia frente a los compromisos contraídos internacionalmente. Eso sería lo Justo, dado que ése era el compromiso del país. Planteo contractualista que Rawls hubiese defendido sin titubear; la preeminencia de lo Justo por encima del Bien. Lo que podría ser bueno para la ciudadanía debía sacrificarse para cumplir con lo que se considera Justo desde una postura de mercado que, en paralelo, informó acerca de los riesgos que podríamos correr en caso de no cumplirse con el pago de la deuda. Es decir, el cambio de perspectiva acerca de lo que significa proteger a la ciudadanía, a partir de una decisión que elude el registro histórico y memorioso que nos conduce a preguntarnos por el origen y el crecimiento de la misma.
La prioridad que estas medidas concedieron a las urgencias del presente pone al descubierto la filosofía que regula los contratos entre quienes se constituyen como Fondo Monetario Internacional y nosotros: contrato que no incluye ni tiene en cuenta los intereses de las generaciones futuras. Puesto que ellas no forman parte de la firma del contrato, no se las reconoce como existentes.
¿Cuál es nuestra responsabilidad en la habilitación de estos contratos? El bienestar de las generaciones futuras de los y las descendientes de quienes constituyen el Fondo suponemos que, económicamente, está garantizado. ¿Y el bienestar de las nuestras?
Ellas, que consagran la existencia de un futuro real, no podrán desentenderse de lo que hicimos y de lo que no hicimos.
Como es habitual en situaciones críticas que reclaman lucidez, aparecen las frases convencionales: “Confiemos en que vamos a salir de esta situación, miremos hacia adelante sin desesperarnos por lo que ocurre actualmente...”. Sin duda es preciso mirar hacia adelante pero desde perspectivas históricas, reconociendo el pasado y registrando memoriosamente la traumática situación actual. Quienes sólo recomiendan mirar hacia delante realizan un esfuerzo sospechoso para mantener bloqueada la propia capacidad de anticipación y quizá bloquear la de otros; sin advertir que esa recomendación anticipa, en su apelación al futuro, la presencia de las generaciones recién amanecidas, ahora taladas por los contratos, antes de poder crecer. Escena que está incrustada en el paisaje de lo que está “adelante”, y que parece tornarse invisible a los ojos de aquellos que pretenden tranquilizarnos focalizando nuestra atención en un futuro.
En principio, y más allá de las catástrofes individuales que cada quien metabolizará según sus posibilidades, la proyección de lo actual en el futuro supera los problemas personales. Las generaciones por venir, carentes de los beneficios de una ética patrimonial que fuese capaz de defender sus intereses y de prevenir nuevos despojos (y que debía estar a cargo nuestro), tal vez pudieran resultar menos agraviadas si nosotros, sus ancestros, lográsemos actuar no sólo como deudores morosos, pedigüeños y humillados. Entonces, ¿sería posible anticipar alguna alternativa que sustituyese la queja, la bronca, las pérdidas y las transformase en decisiones ciudadanas distantes de la ingenuidad o del voluntarismo? ¿Aún podremos contar con decisiones ciudadanas capaces de garantizar los derechos constitucionales y diseñar con ellas, modestamente esperanzadas, el rescate de un país?

 

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