Sólo en Kabul debe
haber más desocupación que en Argentina, se lamentó
el secretario de Política Económica, Guillermo Mondino.
Tal como anticipó ayer Página/12, el INdEC anunció
oficialmente que la tasa de desocupación llegó en octubre
al 18,3 por ciento, un salto espectacular en relación al 14,7 por
ciento de octubre del año pasado. En sólo un año
el número de desocupados creció en más de 500 mil,
alcanzando el record de 2,5 millones de personas. La población
con problemas de inserción laboral como llaman
ahora en Economía a desocupados y subocupados llegó
a casi 4 millones de personas, 720 mil más que hace un año.
La tasa de desocupación hubiera sido mayor si no fuera porque también
cayó la tasa de actividad; es decir, menos gente que la que correspondía
por el crecimiento de la población salió a buscar trabajo,
desalentada por las escasas chances de conseguirlo. En los
partidos del Gran Buenos Aires el desempleo trepó hasta el 21 por
ciento, en el Gran Rosario saltó al 23 por ciento y el Gran Córdoba
fue una de las regiones del interior del país donde más
empleos se perdieron.
En porcentaje, la tasa de desocupación de octubre último
es prácticamente el mismo registro que mostró el termómetro
en mayo de 1995, cuando, como consecuencia del efecto tequila,
el índice alcanzó el 18,4 por ciento. Sin embargo, hoy la
situación es bastante más grave por varias razones:
En números absolutos,
entonces, los desocupados eran poco más de 1 millón. En
cambio, hoy el ejército de desempleados es más del doble:
2,5 millones de personas, unas 505 mil más que un año atrás.
En aglomerados urbanos como
el Gran Rosario y Mar del Plata, la tasa de desocupación se disparó
hasta el 22,8 por ciento, un registro que ni siquiera se había
alcanzado durante el tequila (ver aparte).
En los últimos seis
años, los salarios y remuneraciones no dejaron de caer, por lo
que los niveles actuales de desocupación ocurren en simultáneo
con niveles salariales mucho más bajos. De ahí que el ininterrumpido
crecimiento de la pobreza en los últimos años haya superado
hace rato los niveles alcanzados durante la recesión post Tequila.
Más impresionante que la tasa de desocupación en sí
es lo ocurrido con la tasa de empleo, que registró una de las bajas
más fuertes desde que empezó a relevarse la encuesta de
hogares en 1974. De otro modo, en los centros urbanos se destruyeron 380.000
puestos de trabajo. Según el Ministerio de Economía, 251.000
empleos se perdieron en el Gran Buenos Aires, en tanto que en el Gran
Córdoba se cerraron 57.000 puestos.
Sólo para aglomerado Gran Buenos Aires (Capital y partidos del
conurbano), donde la desocupación llegó al 19 por ciento,
existe hasta ahora información detallada de los ocurrido en el
mercado laboral durante el último año. Los resultados son
los siguientes:
El número de desocupados
de la región ya supera el millón, 230 mil más que
hace un año. Entre los jefes de hogar, la desocupación creció
un 40 por ciento; es decir, hoy hay desocupados 107 mil jefes más
que hace un año.
También se extendió
el tiempo de búsqueda de los desocupados en la región.
En promedio, el millón de desocupados del GBA pasa 7 meses y 7
días buscando hasta conseguir un empleo.
De los puestos de trabajo perdidos
en el GBA, 135 mil correspondían a empleos asalariados formales
o en blanco y otros 89 mil a asalariados en negro. En tanto, la encuesta
también captó 7 mil cuentapropistas que quedaron desocupados.
En la Construcción se
cerraron 71 mil puestos de trabajo, lo que representa una caída
del 21 por ciento del empleo del sector; en el comercio se perdieron 55
mil puestos; y en la industria 43 mil. Por su parte, los despidos en el
sector bancario y de servicios a empresas llegaron a 75 mil; en el servicio
doméstico a 36 mil; en el sector salud a 34 mil; y en el transporte
a 22 mil.
En los partidos del conurbano
bonaerense, donde la desocupación alcanzó al 21 por ciento,
los planes de empleo del gobierno provincial sirvieron, aunque tímidamente,
para atenuar el drama. Allí, los planes de empleo pasaron de 31
mil a 51 mil, un crecimiento del 66 por ciento.
A diferencia de otros años, en la Ciudad de Buenos Aires también
hubo una fuerte destrucción de puestos de trabajo. Entre octubre
del año pasado y octubre último se perdieron 120 mil empleos,
fundamentalmente, en la construcción, bancos y servicios a empresas,
en el comercio y en el sector salud. La excepción a la regla en
la Ciudad fue el incremento del empleo público del 13 por ciento,
es decir, unos 19 mil puestos de trabajo adicionales; y el sector de enseñanza,
que aumentó su dotación de personal en 15 por ciento. Sin
embargo, los datos del INdEC no permiten precisar si dicho empleo público
corresponde a contratos pagos por el jefe de gobierno porteño,
Aníbal Ibarra, o por el gobierno nacional.
FINAL
PARA EL "MODELO DE LA SOTA" EN CORDOBA
Desde La Feliz al Gran Rosario
Más allá del Gran
Buenos Aires, la situación más crítica se reconoce
en San Miguel de Tucumán, Mar del Plata, La Rioja, San Luis, Comodoro
Rivadavia y Córdoba, dice el informe distribuido ayer por
el Ministerio de Economía. En todas esas ciudades se produjeron
dos fenómenos simultáneos: cayó la gente que busca
empleo y se destruyeron puestos de trabajo.
La encuesta permanente de hogares, que releva el INdEC dos veces al año
(mayo y octubre) desde 1974, capta información de 28 grandes aglomerados
urbanos de todo el país. En esas ciudades, los encuestadores preguntan
a la gente si trabajó en la última semana. Si la respuesta
es negativa, entonces preguntan si buscó activamente
empleo en la última semana; si la respuesta es positiva, entonces
el encuestado es considerado un desocupado. En cambio, si la respuesta
en negativa no es un desocupado para el INDEC sino un inactivo,
es decir, alguien que no trabaja por voluntad propia.
En todas las ciudades citadas anteriormente, no sólo se registró
pérdida de puestos de trabajo sino que hubo más gente que
declaró no estar buscando trabajo pese a estar desocupados. Por
eso, el aumento de la desocupación se vio atenuado.
En períodos largos de recesión y alto desempleo, la baja
en la tasa de actividad (que, justamente, mide la participación
en el mercado laboral) se suele asociar al llamado efecto desaliento.
De otro modo, crece la cantidad de personas que manifiestan no haber buscado
trabajo en la última semana, aunque estén desempleadas hace
mucho tiempo. Desde el sentido común, la idea es que desalentados
por las escasas posibilidades de conseguir un empleo, directamente dejan
de buscarlo, para ahorrarse, entre otras cosas, los costos ligados a esa
búsqueda: compra del diario, transporte, etc.
Los casos más destacados en todo el país son los siguientes:
En Córdoba, donde se
destruyeron 57 mil puestos de trabajo, la desocupación saltó
del 12,5 al 15,9 por ciento. Tales resultados parecen dar por agotado
el llamado modelo De la Sota, del cual se vanagloriaba el
gobernador cordobés cuando las mediciones del INdEC del 2000 mostraban
resultados levemente favorables para la provincia, que la distinguían
del promedio nacional.
En Mar del Plata, la suba fue
del 20,8 al 22,8 por ciento; y es junto al Gran Rosario, la ciudad de
mayor desempleo del país.
La excepción a la regla
nacional es Río Gallegos, donde la medición de octubre último
registró una desocupación de apenas 2,5% frente al 1,9%
de un año atrás.
Nadie
estaba preparado
Por Sandra Russo
De algo nos tiene que
servir el análisis, dice Clara, y no se refiere a un análisis
clínico, sino a los trece años de psicoanálisis que
hizo ella y a los diez que hizo Marcos, su marido. Clara tiene cincuenta
años, y Marcos cincuenta y tres. Ella trabaja en la ferretería
de su cuñado, y gana seiscientos pesos. A Marcos, que ganaba dos
mil, lo despidieron hace cuatro meses de una financiera en la que trabajó
quince años.
La tarde en la que Marcos llegó con la noticia del despido, que
los dos presentían, dejaron al hijo de ambos, Ignacio, de ocho,
con Celma, su niñera peruana, y se fueron a tomar un café
al bar de la esquina. Cabeza con cabeza, esa tarde hicieron cuentas y
resolvieron que tenían que cambiar de vida.
La indemnización, incompleta y en cuotas, serviría para
ir amortiguando la caída de clase. Primero pensaron en Celma. Ya
no tenía sentido tener niñera, porque en el departamento
de dos ambientes amplios, en pleno Almagro, Marcos y Celma serían
una multitud. Y además, Marcos era uno de esos nuevos desocupados
argentinos que, bañados en un pragmatismo desesperante, saben que
no volverán a ocuparse. Celma trabajaba con ellos desde hacía
tres años. En negro, por supuesto, como más del noventa
por ciento de las empleadas domésticas. Clara y Marcos hicieron
puntillosamente las cuentas y, tras anunciarle entre lágrimas la
noticia a la joven peruana, le pagaron ellos sí, completa
y al contado su indemnización. A partir de entonces, cada
mañana, Clara salía para la ferretería y Marcos partía
con Ignacio al colegio, y después se ocupaba de la casa, de las
compras, de la cocina. A las cinco menos cuarto ya estaba otra vez en
la puerta del colegio de Ignacio, y los dos esperaban a Clara haciendo
tareas o mirando tele.
De algo nos tiene que servir el análisis, dice Clara
ahora, después de estos cuatro meses en los que su matrimonio se
fue fracturando. Yo sé y él sabe que lo del hombre
proveedor es una historia vieja, un cuento arcaico, así que si
hay que vivir de los pobres seiscientos pesos que traigo yo, se hace.
Con la cabeza está todo bien, pero con el ánimo no. El no
elige pelar papas ni manejar el lavarropas ni jugar tres horas por día
a las palabras cruzadas con Ignacio, y tiene la sensación de que
ya no elige nada, dice Clara, y agrega: Creo que ni siquiera
sabe si me elige a mí.
Dicen los psicólogos, en las notas de esta semana sobre la crisis,
que la gente se refugia en sus vínculos, que hay un regreso a los
afectos frente a la hostilidad de lo público. Decir se dice fácil.
Y es probable que todo el mundo atine a guarecerse allí donde se
ofrece la única seguridad posible en esta época en la que
todo tiembla y todo cae. Pero nadie sabe cómo preservar esos vínculos
de la furia, de la angustia, de la impotencia, de la humillación,
del sentimiento de injusticia que está brotando en nuestros interiores.
Esos afectos son percibidos como la última trinchera personal,
como el territorio que cada uno y cada una se encargan de mear una y mil
veces para mantenerlo a salvo de la tempestad. Y es allí, en ese
íntimo núcleo familiar, en ese sillón en el que un
chico se sienta sobre las piernas de su padre desganado, en esa cama en
la que marido y mujer ya no se hablan, en esa mesa en la que un almuerzo
transcurre en el más completo y tenso de los silencios, donde cada
uno y cada una sienten que una vez más, están perdiendo.
No es una moraleja ni un consejo ni un diagnóstico, pero tal vez
sería útil recordar que nadie estaba preparado para esto.
|