Por Hilda Cabrera
¿Cómo ponerle
palabras a una experiencia desgraciada? Los personajes de Open House parecen
haber hallado una manera de sortear tal planteo y poder revelarle al espectador,
por lo menos, parte de una vivencia desoladora. A la manera de piezas
de un engranaje que a veces se traba y hasta amenaza romperse, unos y
otros desfilan ante un micrófono dispuestos a relatar, como sea,
un asunto secreto. Se protegen, utilizando un tono neutro y mostrando
actitudes casi mecánicas, por lo compulsivas. Ellos quieren hablar,
y dicen sus cosas sin pretender adornarlas demasiado. Por el contrario,
intentan, recatados y pudorosos, dejar algunos puntos en suspenso. ¿Se
entiende, no?, como apunta una de las jóvenes de este elenco conformado
por chicas y chicos, individualizados aquí por alguna
circunstancia.
En la obra aparecen la chica de Miramar y la del casting, dos muchachas
en total desamparo que generan una comicidad despojada de cualquier jubilosa
complacencia, puesto que el humor surge en ellas de un asunto penoso.
Otro caso, nada risueño, es el del chico de bigote
que dejó de amar a su mujer, el que se deja pegar y es humillado,
o el del solitario que compra souvenirs marinos y los expone ante el público,
alineándolos en el piso, como podría hacerlo un niño
pequeño fascinado por lo marítimo, como se dice
aquí en tono zumbón. El mismo que se utiliza para deslizar
acotaciones sobre otras historias, como la de la muchacha que se muestra
en películas porno y usa pelucas para que no la reconozcan.
De ahí que la idealización sea un elemento ausente en esta
pieza experimental que dirige Daniel Veronese, uno de los fundadores del
premiado El Periférico de Objetos, y autor, entre otras piezas,
de Mujeres soñaban caballos, actualmente en cartel. El punto de
partida es aquí la escritura de Veronese y las improvisaciones
de los intérpretes, que, simulando desprenderse de sus roles, se
dirigen al público, sin esperar respuesta, aclarando que la obra
quiere ser un discurso sobre la soledad. En este caso sería la
que prospera entre novios y amantes, entre amigos, o entre padres e hijos.
Podría decirse también que retrata la violencia más
íntima y cotidiana. El recortado parlamento de la mujer que cuenta
haber tirado con fuerza del cuerpito de su bebé para impedir que
su marido, que tampoco soltaba al niño, se lo arrebatase es espejo
de un mundo en decadencia, de una sociedad en la cual cada acción
de los personajes es vivida como un acto de avasallamiento. Arrinconados,
los fagocita el recuerdo de un suicidio familiar, alguna culpa o los propios
miedos.
Lo primordial en esta obra es la vivencia de los personajes y su carácter
iniciático. Tal vez por eso las historias se apropian de una simbología
compatible con el universo infantil. Es el caso de los conejos que se
ven en escena: uno como máscara, otro de pelouche y el de
verdad,como lo destaca la actriz encargada de manipularlo. En el
contexto de Open House, este animalito se convierte en elemento de oposición.
Sería la naturaleza enfrentada al pensamiento, o a la memoria (que
arranca lágrimas a los personajes), o lo imprevisible frente al
cálculo.
Entre lo más interesante de esta puesta (donde se hace necesario
ceñir algunas escenas a tiempos más cortos y mejorar la
vocalización de parte del elenco) está la manera en que
se insertan estos personajes, huidos según parece de una obra dispersa
en el tiempo. De modo que las vías de acceso a unos y otros resultan
para el público únicas e intransferibles, como las referidas
a la soledad, tema sobre el cual se pretende reflexionar. También
sobre el abandono, aun cuando aquí la pregunta es otra y apunta
directamente al yo: ¿Qué cosas hace uno en la vida
como para que lo abandonen?.
Como toda escritura áspera, tampoco sobre este punto Open House,
nombre de una famosa colonia a la que se destinan enfermos mentales en
la provincia de Buenos Aires, busca respuestas autoedificantes ni alienta
la pretensión de arrancarle alguna verdad a los conflictos.
Dice en cambio que el martirio comienza en el niño
cuando descubre que no eligió a sus padres y que los mayores no
son todos iguales, y, para éstos, cuando advierten que el abandono
que sufren no es necesariamente consecuencia de una culpa sino de una
arraigada carencia.
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