ALUD
Cuando Raúl Alfonsín, en su tiempo, anunció
una economía de guerra, muchos le creyeron, hasta
que su administración, la primera de la democracia que daría
educación, comida y salud por 100 años, terminó
en final prematuro. A continuación, tras algunos titubeos
desafortunados, en 1991 Carlos Menem encontró a Domingo Cavallo
y, una vez más, se repitió la ilusión de la
vieja leyenda: el horrible sapo se convirtió en príncipe
encantador, a cuyos pies cayeron rendidas la inflación y
otras malignidades. Nadie sabía, porque el antiguo cuento
nunca relató esos capítulos, que tales milagros duraban
poco y eran irrepetibles. Para colmo, la pareja se hizo pedazos
debido a que cada uno de ellos creyó que tenía la
exclusividad de la pócima mágica.
Hartos de reyertas, de corsarios y de pasajeros ilusionistas, los
pobladores de la Gran Aldea buscaron al vecino manso, de familia,
sin hábitos extravagantes, incluso con fama de aburrido para
quienes confundían su talante circunspecto con molicie, y
le confiaron los destinos colectivos. Después de las turbulencias
pasadas, sus propulsores esperaban un período de meticuloso
orden administrativo, sereno y pacífico, con cierta tendencia
al progreso, basado en dosis sensibles de justicia social aportadas
por un coro demócrata de mediana edad y experiencias juveniles
partisanas, cuyos miembros ocuparon expectables posiciones en el
nuevo organigrama institucional. De hecho, quedó formado
un nuevo cuadro político, bipolar como hasta entonces, pero
dividido en coaliciones. El peronismo con los conservadores, desde
la historia del sapo y el príncipe, y los radicales inclinados
hacia la democracia liberal con preocupaciones sociales, una actitud
que en Europa suelen llamar socialdemocracia, aunque su aporte al
Poder Ejecutivo fue el más notorio exponente del ala conservadora
del partido centenario.
Para no abundar en historias conocidas, quedan eximidos de esta
crónica los capítulos más recientes. El repaso
era necesario sólo para recordar, a trazo grueso, que la
incapacidad del sistema político para representar, en la
más amplia acepción del término, a las bases
ciudadanas viene ganando velocidad en la cuesta abajo desde hace
un largo rato. Es lógico que esa sensación de inminente
estallido concentre la atención en la política, o
si se quiere en la antipolítica, porque los administradores
del mercado no son elegidos por las urnas. La crisis actual, sin
embargo, es multipolar, o sea que afecta a todo el sistema de partidos,
incluidas las más recientes agrupaciones, y a otras formas
de representación social. Expone, además, con toda
crudeza el fracaso cruel de las teorías acerca de la mano
invisible del mercado que había llegado para reemplazar
al anterior Estado de bienestar. Ni siquiera pudo prescindir del
Estado para que le saque las papas del fuego al aparato financiero
y archivó todas sus monsergas acerca de la libertad de comercio
y la propiedad privada cuando tuvo que apropiarse del control hasta
de los salarios y ahorros más humildes. ¿Dónde
andan ahora esos liberales que se santiguaban hasta hace poco tiempo
ante la más mínima sugerencia de la intervención
del Estado para equiparar tanta injusticia en el país?
Basta escuchar el parloteo de sus delegados para darse cuenta de
que el alud será imparable: unos repiten la lección
memorizada acerca de los gastos fiscales y políticos como
la causa última de semejante depresión económica,
como si esos factores alcanzaran para explicar por qué uno
de cada cinco argentinos esté desempleado. Otros hacen proposiciones
legítimas para reparar tanta injusticia, pero no tienen ideas
o fuerza para acumular la masa crítica de respaldo político-popular
que les permita realizar esos programas reparadores. Ni el más
optimista presagio puede asegurar que una concertación entre
De la Rúa, Menem, Angel Rozas y Cavallo puede traer alivio,
ni qué hablar de soluciones verdaderas, a los sufrimientos
de una Nación con múltiples fracturas, que ya no confía
enmédicos o curanderos, o a los avatares de una economía
en la que prosperan sólo los especuladores y los malandras.
Con un Poder Ejecutivo sin partido ni base, aislado y autista, con
la principal oposición que sólo reúne sus fragmentos
dispersos cuando puede sacar algún provecho inmediato y con
poderes constitucionales, la Justicia y el Legislativo, que sólo
aportan al descrédito generalizado, ¿alguien sabrá
cómo impedir el estallido del actual sistema político?
Quede en claro: del sistema en su conjunto y no la mera caída
o desestabilización del Gobierno.
No es poca cosa un pronóstico de este porte, pero tampoco
es el fin del mundo. Sin el agotamiento de los regímenes
que los precedieron, el yrigoyenismo y el peronismo no hubieran
sido posibles, para citar dos ejemplos significativos entre tantos
antecedentes universales. Cada vez que se produjo una reorganización
de este tipo, las fronteras políticas y económicas
alcanzaron nuevos espacios. Aunque más no sea por precaución,
sería bueno prepararse para los acontecimientos, para lo
cual se demandan algunos requisitos. Primero que nada, saber qué
país puede ser la Argentina en este siglo, para lo cual hay
que apaciguar los debates repetidos a favor y en contra del modelo
vigente y avanzar sobre el diseño del futuro. A la vez, la
sociedad no puede estar guardada en sus casas ni resignada a dialogar
con un cajero automático. Desde hace varios días,
en distintos sitios, a veces con espontaneidad y otras con premeditación,
grupos de ciudadanos están haciéndose notar y oír
en sus reclamos. En estado de alerta o movilización de la
ciudadanía, el estallido político no tiene por qué
ser seguido de la violencia social sin sentido ni habrá que
repetir ninguna Semana Trágica. Las comunidades tienen una
capacidad infinita para erigir líderes cada vez que los necesitan,
o para destruirlos cuando las defraudan, sobre todo cuando tropiezan
con alguien o con una corriente que saben hacia dónde van.
¿Habrá alguna posibilidad de pensar en el futuro en
medio de tantas urgencias actuales? Quizá sea la única
manera de encontrar respuestas también para esas urgencias,
en lugar de dar vueltas sobre el mismo círculo. A modo de
ejemplo: ¿cuántas veces por año irán
a cortar la ruta los que no cobraron el subsidio, o los que se les
acaba o los que lo quieren? ¿Cuántas veces regresarán,
frustrados o exitosos, a contar los días hasta la próxima
vez? ¿Ese país les alcanza o les gustaría algún
otro? ¿Qué haría falta para cambiarlo? Aun
así, presentados como preguntas, estos temas suenan más
interesantes que el infinito y único relato, en capítulos
cotidianos, de Cavallo, o en aprender si conviene más la
transferencia bancaria que el cheque de mostrador, o, peor aún,
dejar que se pierdan trescientos empleos diarios como si fueran
un granizo o cualquier otro fenómeno natural, sobre el que
uno nada puede hacer para impedirlo. Hay personas que no comen y
otras no pueden retirar sus plazos fijos: ¿qué puede
reunirlas para luchar en común? Las ganas de vivir mejor
y el orgullo de compartir una identidad y una raza, que nunca serán
suficientes para ninguno si los demás tampoco pueden disfrutarlas
con dignidad.
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