Urgente, nuevo régimen
La convertibilidad está muerta. Lo que debe decidir rápidamente
la Argentina es si deja flotar el peso o adopta el dólar
como moneda única. En esta opción, puede dolarizar
a la paridad actual o tras una postrer devaluación del peso.
Con flotación o con devaluación+dolarización,
las consecuencias patrimoniales serán muy significativas
en el corto plazo. Así, si la modificación del régimen
cambiario incluye una depreciación tanto nominal como real
(salarios y precios internos suben menos que el dólar), será
necesaria una fuerte quita en las deudas en dólares del Estado
y del sector privado. En este último caso, el proceso será
muy confuso y puede provocar una vorágine de quiebras. De
todas formas, es imprescindible una depreciación real para
restaurar la competitividad porque el peso está sobrevaluado.
Por tanto, dolarizar a la paridad actual (1 a 1) sería indeseable.
Aunque se dolarice sin devaluación previa, no podrán
evitarse los efectos patrimoniales, imprescindibles para cambiar
los precios relativos, sólo que en tal caso ocurrirían
mediante más deflación. Es falso que dolarizar sin
mover antes el tipo de cambio evitaría las perturbaciones
patrimoniales (es decir, que algunos ganen y otros pierdan con una
devaluación). También puede asegurarse que, cualquiera
sea el nuevo régimen monetario que se escoja, por un período
prolongado habrá que aplicar celosos controles cambiarios
y sobre el movimiento de capitales (giros al exterior), manteniendo
la congelación de los depósitos bancarios. La pérdida
de confianza en el sistema financiero, y los intensos desacomodos
reales y financieros a que estarán expuestos muchos sectores,
exigirán controles generalizados para prevenir una desenfrenada
corrida contra los activos. De una u otra forma, el país
vivirá un proceso largo y engorroso de ajustes. En cuanto
a la dolarización como disyuntiva, la Argentina no reúne
la mayoría de las condiciones para su éxito en el
largo plazo. La adopción del dólar como moneda tendrá
a la larga más costos que beneficios, aunque en el corto
plazo parezca una jugada menos riesgosa que liberar el tipo de cambio.
Es verdad que la flotación implica serios riesgos, como el
de una alta inflación y bruscos impactos patrimoniales si
saltara exageradamente (sobrerreacción u overshooting) la
paridad nominal y real. Pero, aun así, flotar será
mejor que dolarizar como estrategia de largo plazo para el país.
Los peligros de la flotación cambiaria podrían minimizarse
mediante el establecimiento de metas de inflación a respetar
y el nombramiento de alguien creíble, independiente y conservador
al frente del Banco Central.
Esto es, en apretada síntesis, lo que plantea en un conciso
e impactante estudio, concluido a nivel de esbozo o primera
versión el domingo 2 de diciembre, Nouriel Roubini,
quien se graduó de economista en 1982 en la Università
Luigi Bocconi, se doctoró seis años después
en Harvard, es investigador asociado del National Bureau of Economic
Research y, entre otros muchos cargos, fue consejero del Departamento
norteamericano del Tesoro de julio de 2000 a junio de 2001, y dicta
Economía y Negocios Internacionales en la Universidad de
Nueva York.
La pregunta que Roubini plantea es si la Argentina debe dolarizar
o conservar el peso, dejando fluctuar el dólar, como hacen
Brasil, Chile y casi todos los países del mundo. Para él,
las principales opciones son: 1) Ir hacia la flotación cambiaria,
con libre movilidad de los capitales. Una alternativa sería
mantener temporariamente las restricciones impuestas el sábado
1° para evitar que el peso se desintegre. 2) Dolarizar al tipo
de cambio actual. 3) Devaluar primero y dolarizar después.
En las dos últimas opciones también se mantendría
el pisón colocado sobre capitales, remesas y depósitos,
todo para evitar que una corrida bancaria destruya al sistema y
dinamite la paridad. 4) Seguir con el esquema peso/dólar,
con una tercer moneda no convertible (Lecop, patacones) para que
el Estado goce del señoreaje (privilegio de fabricar un medio
de pago de la nada), pero dejando que se deprecie. 5) Preservar
la convertibilidad, intentando sortear su colapso mediante el engrillado
de capitales y depósitos.
Pero a Roubini no le caben dudas: Desde el 1° de diciembre,
la convertibilidad está muerta... y el libre movimiento de
los capitales también. Pronto emergerá otro régimen
(monetario y cambiario). Y las dos verdaderas opciones que
ve son flotar o dolarizar. La flotación tiene la ventaja
de que permite usar el tipo de cambio nominal para absorber el impacto
económico de shocks externos o internos (por ejemplo, que
caiga el precio de lo que el país exporta, o desaparezca
la demanda, o se encarezcan los insumos que importa, o suba la tasa
de interés mundial, u ocurra una catástrofe natural,
etc.) que hagan necesaria una depreciación real. Pero, en
ese caso, la Argentina debería tomar todos los recaudos para
no recaer en la inestabilidad monetaria y la inflación.
Posiblemente haga falta un congelamiento más severo de los
depósitos para manejarse ante los antojadizos efectos patrimoniales
de una devaluación en este contexto de pánico y corrida.
Incluso si la Argentina dolarizara sin devaluar, las restricciones
tendrían que mantenerse por bastante tiempo, pero si hubiese
orificios en los controles sobre extracciones y remesas, el abandono
del 1 a 1 se tornaría inevitable. Todos querrían huir
del peso a cualquier costo. En Turquía, el 21 de febrero,
ni tasas del 5000% frenaron la fuga de reservas.
¿Por qué no tendría sentido dolarizar 1 a 1?
Por las siguientes razones: 1) La dolarización no evitará
que, tarde o temprano, haya que corregir precios relativos (abaratar
los productos argentinos). 2) Habiendo un problema de competitividad,
para crecer hace falta una depreciación real. Si no, no habrá
crecimiento, aumentará el riesgo de default y otra gravísima
crisis de deuda rondará en el horizonte.
En un caliente apartado de su opúsculo, Roubini refuta las
razones de quienes afirman que la Argentina no tiene un gran problema
de competitividad, y por tanto no necesita devaluar, o que devaluar
no es la manera de solucionarlo. El asegura que sólo una
drástica depreciación reducirá el costo de
los activos físicos y de capital en la medida necesaria para
atraer inversiones. La Argentina dice, como muchas
otras economías emergentes que sufrieron crisis, necesita
tener su moneda subvaluada durante un tiempo para volver a crecer.
Por eso hace falta una gran depreciación real. Hacer
lo mismo vía deflación de precios y salarios llevaría
una década y seguiría siendo enormemente doloroso.
A quienes descartan que el peso esté sobrevaluado, mostrando
el actual superávit comercial como prueba, les contesta que
éste se está logrando gracias a que la profunda y
prolongada recesión trituró la demanda de importaciones
y la inversión. Y aunque la pequeña economía
argentina, exportadora de materias primas, no pueda modificar por
sí misma sus términos de intercambio, ya que otros
dominan los mercados mundiales, sí puede mover sus precios
relativos, logrando una devaluación real, exactamente como
hicieron, y con éxito, Australia, Nueva Zelanda y Canadá
que también exportan commodities y padecieron caídas
en sus términos de intercambio en los últimos
años.
Replica igualmente a quienes se oponen a la flotación porque
la Argentina, al estar fuertemente dolarizada, no podría
tener una política monetaria independiente. Para Roubini,
una depreciación nominal del peso conducirá a una
depreciación real y a un mayor precio de los bienes transables
(que se exportan o importan) en relación a los no transables
(muchos de los servicios), independientemente de cuánto monten
los pasivos dolarizados. Lo mismo puede decirse de la caída
de los salarios reales, medidos en dólares. Y este economista
no ha dejado de advertir que los salarios argentinos han demostrado
ser flexibles a la baja tanto en términos reales como incluso
nominales.
En cuanto a que, tratándose de la pecadora Argentina, una
devaluación se iría totalmente a precios, Roubini
no lo cree. Recuerda que en todos los colapsos monetarios de los
90 (México, Corea, Rusia, Brasil y otros), hubo real
devaluación, con llamativamente escaso traslado a precios.
¿Por qué no sucedería lo mismo en la Argentina,
un país que hace diez años tiene bajísima inflación
o incluso deflación? En cambio, no considera al país
apto para la dolarización, entre otras razones porque los
ciclos de la economía argentina están muy poco correlacionados
con los de la estadounidense. Así, cuando Estados Unidos
crecía vigorosamente, entre 1999 y 2000, la Reserva Federal
aplicó una política monetaria muy contractiva, que
hubiese resultado nefasta para la Argentina, que estaba en recesión
(si bien, vía patrón dólar e intereses de la
deuda, el daño no fue menos pavoroso). Además, si
el dólar continuara robusteciéndose respecto del euro
y del yen, la Argentina seguiría perdiendo competitividad,
sobre todo ante Brasil y sus otros partenaires regionales, cuyas
monedas caerían respecto del dólar. ¿Hay que
decir más?
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