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La vida en negro

Tres historias de pequeños comerciantes
y trabajadores independientes que se preguntan cómo sobrevivirán el violento paso a una formalidad que cuesta cara.

Duda: �No sé si es mejor agarrar una obra o no, porque los materiales los pongo en el acto y la guita no la veo nunca, ¿para qué voy a laburar si nunca recibo?�.

Por Marta Dillon

Decir que les pusieron un palo en la rueda sería una metáfora si no se dedicaran a la mensajería en motos. Pero es el caso y así, literalmente, les funcionó el plan candado, como un palo en la rueda que los frenó tan fuerte que se sienten masticando asfalto. El negocio acababa de empezar a funcionar, sin más publicidad que el boca en boca de los clientes agradecidos, en un local prestado y con el único gasto fijo de teléfonos y handies. La facturación, módica: cada motociclista juntaba por mes unos quinientos pesos. Los viajes se cobraban al final de la semana, casi siempre en efectivo y a cinco pesos el trámite. Lo recaudado se repartía entre los siete motoqueros y el que atiende el teléfono, descontando un 20 por ciento para el fondo común. Este mes no hay nada para repartir. Los clientes exigen paciencia hasta recibir chequeras recién pedidas u ofrecen transacciones bancarias por montos de no más de 30 pesos. Pero esta cooperativa inscripta en ningún lado no tiene cuenta bancaria. Y sacarla a nombre de cualquiera de ellos exige un tiempo que no tienen si quieren seguir en este plan de ahorro forzoso que implica seguir trabajando sin saber cómo y cuándo se va a cobrar.
Todavía hay otra paradoja. Al mismo ritmo en que el caudal de efectivo se trasformaba en arroyo seco, el trabajo aumentó. La mayoría de los trámites que les piden tienen que ver con bancos: llevar notas para hacer transferencias, buscar chequeras o solicitar cheques de mostrador para terceros, nunca para la cooperativa, como llamaron al emprendimiento con la esperanza de registrarlo así en algún futuro no muy lejano. “Nosotros no estamos ni en negro ni en blanco, juntamos las voluntades y los recursos, pero acá no hay empleadores, somos todos independientes”, dice Marina, que atiende el teléfono y da destino a los motoqueros. De los siete del plantel, sólo dos están registrados como monotributistas –gracias a ellos pueden dar una factura cuando se lo solicitan– y ninguno recuerda cuándo fue la última vez que pagaron ingresos brutos o aportaron para una futura jubilación. Les guste o no, trabajan en negro.
Y están amenazados. “El primer día después de las medidas nos miramos con el mismo sentimiento: la exclusión. Ahí nos dimos cuenta que sentirnos parte de la clase media era nada más que una construcción intelectual.” Ese día Marina entendió que “pertenecer” significaba tener en el bolsillo algo más que el dinero para llegar a fin de mes. Se necesitaba también una tarjeta de crédito, de débito, una chequera, una caja de ahorro. De ellos, sólo uno tenía una cuenta en uno de los pocos bancos estatales que sobreviven. “Al principio dijimos, bueno, depositamos en la cuenta de Pedro y retiramos de ahí. Los cheques nunca son mucho mayores de 250”, cuentan. Pero así Pedro quedaría inhibido de mover cualquier otro dinero de su cuenta. La salida era una cuenta especial para la cooperativa, que estaría a nombre de alguien más. Los siete motoqueros abrirían sus cajas de ahorro en el mismo banco, para que desde “la cuenta madre” se les transfiriera lo que les corresponde.
El problema es que hasta ahora sólo entró un cheque de 125 pesos: todos los clientes piden paciencia hasta resolver su propia situación. Los 15 pesos que antes se pagaban en efectivo hoy parecen oro en polvo. Y ninguno ha tenido una mañana libre para perderla abriendo cuentas. Trabajar, siguen trabajando, “pero de cobrar, de ver un mango, ni hablar”. Las cuentas de handy y teléfono amenazan con vencimientos ya cumplidos que no pueden pagar. Porque no se aceptan cheques de terceros, no tienen tarjeta de débito y el efectivo es tan difícil de encontrar como un trébol en el asfalto. La cosa no sería tan triste si estos siete jóvenes no fueran recientes desempleados que compraron motos con indemnizaciones, pensando que le hacían un corte de manga a la crisis.

En casa de herrero

¿Es mejor o peor el caso de Juan Carlos Contreras? El mismo se lo pregunta, después de escuchar la historia de las motos. Sus herramientas duermen en el garage que funcionaba como “herrería artesanal y de obra”. Allí también junta tierra su camioneta: hace quince días que no tiene dinero para cargar nafta. “Lo peor de todo es que cobré un cheque de mil pesos justo el viernes antes de las medidas, se lo di a un amigo para que me lo cambie, él lo depositó en su cuenta y ahora me da de a cien pesos porque tiene la bondad de compartir conmigo el efectivo que puede sacar por semana”. Los mil pesos son de la última obra para la que lo llamaron. “Acabo de cortar con un arquitecto que me pregunta si acepto tarjeta de crédito. ¡Ja! ¿a qué teléfono quiere que conecte la maquinita?”
La carcajada es amarga. Por esos mil pesos, Juan Carlos fue al banco y pacientemente esperó turno para abrir una caja de ahorros. Pero en el banco de su amigo las transacciones interbancarias estaban “colapsadas” y el herrero todavía espera que se acredite el dinero para poder pagarle al ayudante. “Hace cinco años que trabaja conmigo y le tuve que decir que busque otra cosa, le debo doscientos pesos. Le dije que iba a tener que abrir una caja de ahorro y el pibe ni siquiera tiene DNI. Es un peruano muy laburador, pero sin documentos. La última semana almorzó todos los días en mi casa, como para ir tirando.”
Más de una vez Juan Carlos cobró con cheques, incluso con cheques diferidos, “pero sólo tenía que esperar la fecha y pasar por ventanilla, ahora no sé si es mejor agarrar una obra o no, porque los materiales los pongo en el acto y la guita no la veo nunca ¿para qué voy a laburar si nunca recibo recompensa? Encima todos te vienen con la misma cantinela de la tarjeta de crédito o de débito por una rejita cualquiera en una ventana. Y las obras grandes las hacen con empresas grandes que se pueden dar el lujo de cobrar a noventa días”.

El puestito propio

Amanda y Washington vinieron de Bolivia hace siete años. Ella era empleada doméstica, pasaba sus tardes en casa de dos patronas distintas y juntaba unos quinientos pesos mensuales. Un lujo, creía ella, y junto a su marido, overlockista de profesión y verdulero de oficio –en un supermercado chino en la Boca–, se atrevió a ahorrar para alquilar un puesto en la feria de la plaza Magallanes, también en la Boca. “Hace ya tiempo que las cosas no están bien”, cuentan. “La gente se juntaba pero compraba poco. Teníamos buena fruta porque un cuñado tiene quinta en Escobar y nos dejaba en consignación o le pagábamos en efectivo. Y teníamos una clienta que hacía comida para afuera y nos compraba mucho.” Tenían tanta confianza en esta mujer que hasta le fiaban. Y esa fue la trampa.
“La señora dice que los clientes no le pagan porque necesitan los cheques, que ella también necesita los cheques para darnos a nosotros. Y yo tengo mi caja de ahorro porque una de las patronas me la abrió, pero me paga cincuenta pesos menos porque dice que eso es lo que tengo que poner para estar en blanco. Y lo mismo no me da el cheque.” Lo peor es que Washington ya se encontró dos veces con la “señora de las frutas” en el supermercado de los chinos. “Me dijo que la disculpe pero que ahí paga con tarjeta y que no nos puede comprar más. Yo no le puedo pagar a mi cuñado y ya el hombre del puesto nos quiere correr porque no le pagamos.”
Si en medio de la recesión este matrimonio soñó con el progreso, ahora directamente no puede dormir. Los quinientos pesos que cobraba Amanda se convirtieron en cuatrocientos y ya no volverá a cobrarlos en efectivo. “La verdad es que hasta ahora me dieron cincuenta cada patrona y el resto lo tengo que sacar de la caja, pero todavía no me dieron la tarjeta. Pasa que no deben encontrar la pieza en que vivimos, dicen que la mandan por correo, yo la quiero ir a buscar y me dicen que no.” A Washington le dijeron que éste es el último mes que trabajará, “los chinos dicen que van a venir los inspectores y que yo no estoy registrado”.
Estos tres casos comparten la esperanza de que todo “se normalice”, que “me traigan la tarjeta,” que la gente se “acostumbre a usar cheques”. La gran duda es cómo pasar diciembre y si los agujeros que se abren con las facturas impagas se cierren antes de que el cerco de la cadena de pagos rota se cierre sobre ellos.

 

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