Por Cristian Alarcón
¿Puede imaginar una
zona del conurbano bonaerense en la que un grupo de mujeres más
sus maridos y sus hijos sortean con dignidad el impacto de la espantosa
crisis? Pues haga un intento. En José C. Paz, ése es el
resultado del trabajo en grupos de reflexión de personas de sectores
populares, para prevenir la violencia y pensar en maneras alternativas
de sobrevivir y de crecer. Siempre se reunieron en un salón de
la Sociedad de Fomento del barrio Alberti; hasta hace cuatro semanas,
cuando una nueva conducción los expulsó con
excusas burocráticas. Cómo habrá sido el éxito
de ese espacio siempre gratuito, accesible, cercano y abierto, que los
miembros de esos grupos terapéuticos sostenidos a lo largo de siete
años decidieron no dejar de reunirse y protestar sentándose
en la vereda del lugar para continuar mirándose a las caras, juntándose,
fortaleciendo los vínculos que ahora los salvan de la depresión,
la fractura, la estrechez a la que lleva el modelo económico. Página/12
conoció de cerca la experiencia: aquí la historia de las
mujeres orgullosas de José C. Paz.
Hasta el barrio Alberti, desde el centro porteño, hay un trecho
largo que la psicóloga social y educadora Alicia Pérez Calvo
hace en un Fiat 147 hace ya siete años. Pérez Calvo, una
mujer de voz ronca y vehemencia inusual, era vecina de Bella Vista, cerca
del lugar de los grupos y creadora de un jardín de infantes en
1984. Continuó con el trabajo social aun después de su mudanza
con seis hijos a la Capital. Fue en 1992 cuando una situación que
hoy no llamaría la atención de nadie hizo que se formara
el primer grupo de madres del jardín: los chicos tenían
un rapto de violencia, imitaban a las Tortugas Ninja. Detrás de
esa brusquedad infantil había más. Tanto que los grupos
continuaron, vieron cómo algunos venían, cómo otros
se iban y cómo hace dos años niños y adolescentes
también necesitaron su espacio.
Fomentar qué
Hace cuatro miércoles no pudieron volver a entrar al salón.
¿Motivo? El nuevo presidente de la comisión directiva de
la Sociedad de Fomento de Alberti, Luis Schultheis, el Alemán,
afiliado justicialista, le explicó a Página/12 que no quiere
ser responsable de los errores de otro. Que demuestren quién
los autoriza a funcionar. Los argumentos del Alemán son de
tenor burocrático y político. Que los chicos hacen lío
mientras los padres hablan en grupo. Que podrían romper algo, o
robarlo. Que con esto del trueque varias mujeres son las que desarrollaron
los seis nodos que hay en José C. Paz lo quieren ocupar todo.
Que él vino a re-gu-la-rizar-lo todo, y que eso que la Pérez
Calvo y los suyos hacen sin paraguas oficiales es anormal.
Lo cierto es que el secretario de Salud del municipio (PJ), Federico Abete,
le dijo a este diario que ya reconoció el trabajo de Pérez
Calvo y la nombró personal ad honorem de su área. Sólo
restaría, entonces, que decline el ánimo normalizador de
Schultheis.
¿Qué será lo anormal, lo verdaderamente desestabilizador
que podría ver un puntero en grupos de reflexión como los
que coordina Pérez Calvo, junto a Fabián Casas, ambos donando
su tiempo de los miércoles desde el amanecer hasta que atardece?
Quizás que no pertenecen a ninguna línea política,
no responden a ningún jefe, bando o partido, no hay dinero de por
medio. Y que los anima sólo la prevención de la violencia
y la autogestión de los sectores populares: o sea, frente a las
vicisitudes de un país al borde, generar alternativas que permitan
una vida más digna, menos llena de miedos, de paranoia, de desconfianza
hacia el otro, de malestar. ¿Es todo ello algo palpable entre los
que han pasado por estos grupos? No sólo eso. Es, podría
decirse, envidiable. Si no cómo explicar que Luisa Roma, 45, madre
de tres hijos y organizadora del trueque en la zona, conteste en respuesta
a cómo es que llegan parados ellos a esta situación de crisis
extrema: ¿crisis extrema de qué? ¿Del país?.
Mirá dice Luisa. Esto de estar insertadas, contenidas,
siempre con un hombro, o la oreja dealguien cerca, a uno la tiene bastante
bien. La idea mía es que hoy tengo esto, mañana, la verdad:
no sé. O sea el futuro existe, pero hasta ahí. No pienso
en que me voy a comprar tal cosa, o tal otra, en algo muy grande, en demasiado.
Pensar eso es estar loco.
La violencia se mata pensando
Luisa es ahora coordinadora de una agencia de remises, pero cuando comenzó
en los grupos un trabajo que no fuera limpiar pisos ni se
le ocurría. Para demostrar qué es el cambio,
Luisa recuerda algo que a veces da risas y otras da lágrimas.
Dice que ella antes podía llevar un hilo sisal en la cabeza, que
no comprendía que depilarse las axilas era una manera de seducir
a su marido, a ella misma, de sentirse mejor. Mirá la pavada
que te digo, lanza y cinco mujeres y un marido alrededor de una
mesa se ríen con ella y hacen circular un mate de agua helada y
limón. No está mal la imagen que elige para mostrar que
existe una percepción diferente del sujeto cuando puede mirarse
en otros. Y por si acaso, por si no les quedó claro la relación
entre crisis y cambio, hablan de asuntos más peliagudos: de la
violencia que cede ante el pensamiento, ante el conversar con tu marido,
con tu hijo, con tu vecina. Hablando se va haciendo menos violenta, dicen.
Luisa por ejemplo dice que se sentía un objeto, a raíz
de una violación a los 11 años. Pero hay en el grupo
un momento de confianza, que puede tardar pero llega, y entonces lo dijo.
Ahora, dice, lo puede contar sin que le duela y puede también hacer
el amor con su marido sin la luz apagada, sin entrar en una nebulosa y
sentir que se desmaya, que no quiere ser ella.
Porque la violencia se mata. Sí. Así lo asegura Estela Crisci.
Ella, con cinco internaciones psiquiátricas y diagnóstico
de bipolaridad o maniacodepresiva, justo ella y tener ese apellido, bromea
y en la carcajada cuela que también significa cambio, oportunidad,
alternativa.
Estas mujeres saben de qué se trata la crisis. Estela desde chica
fue como un hombre peleando con sus dos hermanos. Y de grande, igual fue
con Sergio, su marido, un misionero con quien tienen cinco hijos hermosos
y brillantes. Estela ha tenido sus brotes. Ha pasado por todas las instancias
de su enfermedad, pero luce maravillosa contando cómo ha trocado,
no ya los alimentos que encuentra en los nodos de trueque, sino su mano
larga y pesada por la reflexión. Nos matábamos. En
mi casa las puertas las hicimos todas vaivén, a las trompadas,
dice y se para, enorme ella, mostrando con mímica cómo cuando
Sergio opina que la comida no está bien, que aquello debería
ir más acá, ella puede callar, dejar pasar y no devolverle
con un grito, y entonces él camina dando vueltas sobre sí
mismo y se golpea la mano para no llegar otra vez a la agresión.
Como en su historia, la violencia ha golpeado también la de otras
de las mujeres que comparten la mesa. Patricia Pechén, la dueña
de casa, era una madre golpeadora, capaz de sacar sangre de las narices
de su hija mayor. Pero ya no, dice.
Escuchándolas se comprende por qué el primer miércoles
que quedaron sin techo para las reuniones el grupo se apareció
con carteles tan políticos que decían: no a los gritos,
tratemos bien a nuestros hijos, no a la violencia
y no al alcohol. Sus historias están entrelazadas,
de tal manera que una le va pasando la palabra a otra en el momento en
que dice cosas tales como porque cuando Fulana me ayudó
o esa vez que Fulana me dijo... Patricia, por ejemplo, no
podía antes estar sola en su casa, se angustiaba. Entonces se acompañaban
con Dolores Amarfil y trataban de no empantanarse en el encierro
y las tareas de la casa. Dolores se quedó sin mamá a los
cinco y su padre la dio en adopción a los nueve. Pudo escapar del
tormento de vivir con los adoptivos cuando era adolescente pero terminó
sintiéndose la señora de, la nuera de. No podía hablar,
opinar, sostener una idea. Vivía sin un yo presente,
dice Dolores habiendo ganado la palabra, esas palabras que no podía
asir cuando estabaencerrada y sola. Terminó la secundaria y ahora
se va rauda a estudiar porque rinde un examen en la facultad.
María Rosa también tiene un apellido de esos: Eres, se llama
María Rosa Eres. Y ella tenía miedo de no ser, porque llegó
a las tardes del miércoles con un cáncer de mama, la misma
enfermedad que se había llevado a su hermana. La misma que había
sufrido Alicia, la Pérez Calvo, que por esos designios
cumplía años el día que ella llegó al grupo.
Y después de tanto tiempo imaginarán lo que es un cumpleaños
de la Pérez Calvo en José C. Paz. ¡Una fiesta! Eso
no es nada, le dijeron las mujeres que habían visto curarse
a la de la voz ronca, y ahora ella, después de la quimio, sonríe
y habla y habla. Y tras Rosa habla Susana Knach, más silenciosa,
pero quizás el ejemplo del grupo. Ella era una de esas mujeres
regodeadas en las heridas. Su hijo llevaba una mala nota y ella lloraba.
Las maestras, de verla, la mandaron al grupo. Entendí que
nada era tan trágico. Susana tiene poco tiempo hoy. Debe
irse a tramitar la pensión de su marido. El murió, de cáncer,
hace veinte días. Ella luce entera. Soportó dos años
de agonía, aprendió a llorar fuera de la terapia intensiva,
a continuar por sus hijos y por ella. Me enseñaron las chicas.
Los maridos de las chicas también estuvieron. Si hasta le festejaron
el último cumpleaños a su marido en el hall de la terapia,
con globos, con gorritos, con torta, cantando el que los cumplas feliz
bien bajito, para que no se enojaran los médicos. Y todo con el
trueque. Ella trabaja, es empleada doméstica, y así, después
de pensar toda su vida que no le gustaba, le gustó la cocina. Y
piensa estudiar cocina, cuenta, y consigue un estallido de festejos y
felicitaciones, porque las demás se ponen contentas por ella, y
por ellas, juntas, reunidas, en grupo. Que de crisis, no les van a venir
a hablar.
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