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Esperanza

Por Antonio Dal Masetto

Desde que concurro al bar no recuerdo haber visto a los parroquianos con el ánimo tan por el piso. Andan como almas en pena de un extremo al otro, atrapados en un único tema, la crisis del país, y de tanto en tanto, con las pocas fuerzas que les quedan, se dan manija mutuamente: “Hay que tener esperanza”, “Lo último que se pierde es la esperanza”, “Un hombre sin esperanza está listo”, “Tengamos esperanza”. El Gallego no interviene y los observa en silencio desde detrás de la barra.
–Y usted, Gallego, ¿no cree que hay que seguir teniendo esperanza? Ýpregunta uno.
–Hace muchísimos años que la palabra esperanza quedó abolida de mi vocabulario –contesta el Gallego–. Y les digo más, hasta tengo dificultades para pronunciarla.
–¿Cómo es eso de que la borró de su vocabulario? ¿Cómo es que le cuesta pronunciarla?
–Es una historia que viene de lejos, de cuando era purrete. Resulta que mi pueblo estaba pasando por una crisis de ésas que no se empardan. Todo se caía a pedazos, nada funcionaba, desagües, alcantarillas, canales de riego, la plaza abandonada, las calles destrozadas, la gente no tenía una moneda ni partida al medio y para colmo cada vez estaban más apretados con los impuestos que no dejaban de aumentar. Le pagaban al Ayuntamiento con lo último que les quedaba, media docena de huevos, una gallina, un conejo. El alcalde y sus funcionarios pronunciaban un discurso por semana, siempre con el mismo latiguillo: “La esperanza mueve montañas, tengan esperanza, ya van a salir de esto”. Así que a mi gente no le quedaba nada, salvo esa cuestión de la esperanza. Todo el tiempo, igualito que ustedes esta noche, andaban consolándose unos a otros: “Tengamos esperanza de que las cosas van a cambiar”. Se cruzaban por la calle y en lugar del saludo habitual, se decían: “Esperanza, Juan”, “Esperanza, María”, “Esperanza, Pedro”. Un domingo, justamente en vísperas de Navidad, don Calixto, el viejo cura del pueblo, hizo repicar las campanas durante una hora para que entendiéramos que algo importante iba a ocurrir y nadie dejara de asistir a misa. Cuando nos tuvo a todos reunidos, trepó al púlpito, nos midió con una mirada muy severa durante unos minutos y después habló: “Hijos míos, quiero comunicarles que anoche recibí la visita del Niño y me dijo lo siguiente: ‘La esperanza es una zanahoria’”. En la iglesia hubo un gran murmullo, siguió un gran silencio y por fin alguien se animó a preguntar: “Padre Calixto, ¿qué quiso decir el Niño”. “Quiso decir que tienen que dejarse de joder con este asunto de la esperanza”, contestó don Calixto. “Pero, padre, usted habrá entendido bien, ¿no convendría pedirle al Niño que sea más explícito?” “Cómo no voy a entender bien, soy el pastor, es mi trabajo, lo que dijo el Niño está muy claro, la esperanza es una zanahoria que uno se pone delante para ver si las cosas se resuelven solas.” “¿Y cómo hacemos para vivir sin esperanza?” “Tienen que empezar a mover el culo, tienen que actuar, trabajar, asumir responsabilidades, tomar decisiones, comprometerse. Nadie que no sean ustedes les va a solucionar los problemas, tanto los personales como los del pueblo.” “¿Y qué hacemos con el alcalde y los funcionarios, que todo el tiempo nos dicen que tenemos que tener esperanza, que las cosas ya se van a arreglar? Ellos son la autoridad.” “Yo ya me ocupé de eso, al charlatán del alcalde y a esos malandrines que lo acompañan acabo de retirarles el bautismo, la comunión y aun la confirmación, lo mismo que a sus crías, y además les avisé a sus esposas que disolví los matrimonios, así que no están más casadas y viven todos en pecado. Por lo tanto, si les llega a pasar algo, van directamente, sin estaciones intermedias, de cabeza a las llamas del infierno. Así que, mis queridos feligreses, salgan de acá y pónganse a laburar para resolver sus cosas. Y al primero que vuelva a hablarme de esperanza, le tengo preparada la nueva tabla de penitencias: 7 milAvemarías, 12 mil Padrenuestros, 15 mil Credos. Esto para empezar. A los reincidentes se les triplica la penitencia.” Y nos mandó a casa a meditar: “Pero no paveen demasiado, piensen rápido”. Y ese día aprendí la lección para siempre. Cómo habrá sido de fuerte la amenaza de las penitencias que el miedo todavía me dura. ¿Les queda claro ahora por qué me cuesta tanto pronunciar esa palabra?

 

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