Por
Irina Hauser
El
megáfono pasaba de mano en mano y cada vecino hacía su catarsis
a los gritos, con un concierto de ollas, bandejas, bombos, sartenes y
cornetas de cotillón como acompañamiento. Tuvimos
que vender hasta la tele y la heladera, no tenemos nada, decía
al borde del llanto una mujer de pelo negro lacio y frente transpirada.
Arriba, abajo, Cavallo al carajo, coordinaba los cánticos
un muchacho alto con melena de rulos. Les pedimos a todos los políticos
que se dejen de robar, rogaba Alcira, de 50 años, labios
pintados, harta de hacer malabares para sostener su librería y
juguetería. En este clima, unos 200 vecinos de San Cristóbal
cortaron ayer a la noche un tramo de la avenida San Juan para pedirle
al Gobierno que dé marcha atrás con las medidas económicas.
Este tipo de protesta se repitió en varios barrios porteños
a lo largo del día.
El puntapié lo dio un grupo de comerciantes desesperados ante la
decadencia de sus negocios, y todo el mundo aprovechó para salir
a exteriorizar su furia. Ahora resulta que ni siquiera puedo usar
los pocos ahorros que me quedan, se lamentó Cristina, 53
años, desempleada desde 1996. Pido que se vayan Cavallo y
el plan económico, decía mientras arrastraba del brazo
a su amiga Mirta. Ella es de la Florería San Cayetano, de
la calle La Rioja, y está fundida, se apuró a presentarla.
Mirta, algo desalineada de tanto saltar, contó que heredó
el negocio de flores de su padre, que ya no sabe qué hacer para
vender algo y que se siente una rehén en mi propio país.
Los discursos de cada vecino que iba agarrando el megáfono eran
aplaudidos con golpes de cacerola cada vez más fuertes. Había
gente de todas las edades, algunos en short y remera, hombres con traje,
uno con una careta de Fernando de la Rúa, otro con un delantal
de cocina, mujeres en jogging o en tailleur, banderas argentinas y bicicletas.
Rodrigo, de 11 años, dice que decidió ir por su cuenta a
la manifestación a protestar en nombre suyo y de su mamá
que ahora está trabajando en el hospital. Como
dijo una señora recién, con el sueldo de un senador podrían
comer 20 familias, recitó en tono adulto con las manos en
los bolsillos del pantalón. El pueblo unido jamás
será vencido, se oía de fondo.
Socorro, especie en extinción, comerciantes argentinos de
San Cristóbal, decía un cartel desplegado entre cuatro.
De a ratos lo sostenían Elsa y Leonardo Chaio, dueños desde
hace 40 años de un negocio de regalos de la zona. No tenemos
ninguna posibilidad de poner la máquina de débito en nuestro
negocio. Estamos realmente muy mal, señalaba ella. El llevaba
una hoja rayada con todo lo que quería decir cuando le tocara el
turno. Describía, entre otras cosas, que las ventas en los
últimos ocho años disminuyeron entre 200 y 250 por ciento.
No le pedimos sino que le exigimos al señor Presidente que
anule todas las leyes y decretos antipopulares que violan la Constitución.
O está con el Fondo, que condena al hambre y la miseria a millones
de argentinos, y es considerado enemigo del pueblo, o gobierna para nosotros,
escribió.
En medio de la batucada casera llegaron dos militantes de la Facultad
de Psicología, que queda a unas cuadras, y pidieron hablar aprovechando
la ocasión. Ante la mirada de extrañeza de los vecinos,
que sólo por ese instante dejaron de hacer sonar la vajilla, los
estudiantes se presentaron, expresaron su solidaridad, dijeron que el
Gobierno está saqueando a los trabajadores y convocaron a
hacer más manifestaciones. Al rato, mientras se reanudaba la percusión,
algunos vecinos aclaraban: Esto no es un acto político.
El cacerolazo terminó con unos minutos de anticipación,
cuando a uno de los policías que custodiaban la esquina de San
Juan y La Rioja le estalló un petardo cerca de la cara y terminó
con un ojo en compota. Los vecinos, solidarios, entonaron el Himno antes
de lo previsto, haciendo sonar más fuerte que nunca sus instrumentos
al cantar oh, juremos con gloria morir.
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