Por Luciano Monteagudo
Es paradójico que La
maman et la putain el legendario film de Jean Eustache, que milagrosamente
llega hoy a su estreno porteño, a casi treinta años de su
realización comience en el más absoluto silencio,
con un hombre y una mujer en una cama en penumbras, apenas surcada por
las primeras luces de la mañana. Es paradójico porque a
partir de allí, de ese despertar somnoliento y melancólico,
de esas sábanas que parecen resistir el desprendimiento de los
cuerpos, todo en el desmesurado film de Eustache será un fascinante
concierto de palabras y canciones, un continuo fluir de diálogos
y monólogos, de encuentros y desencuentros entre un hombre el
verborrágico y seductor Alexandre (Jean-Pierre Léaud)
y las mujeres con quienes comparte la bohemia del Saint-Germain-des-Prés
de París, en una primavera de comienzos de los años 70.
Ya en su momento, en el dossier de presse original del film, el propio
Eustache (que entonces tenía 35 años y que se suicidaría
en 1981, a los 43) advertía sobre la dificultad de condensar las
peripecias de La maman et la putain en unas pocas líneas y se resistía
a ofrecer un resumen argumental, que iba en contra precisamente de la
esencia misma de su película, que necesita de las tres horas y
media de su duración como se necesita de la respiración
para vivir. La maman et la putain es la narración de ciertos
hechos de apariencia anodina, decía. Un resumen del
guión no daría ninguna idea de las ambiciones y posibilidades
de la película. Y sin embargo La maman et la putain no puede ser
sino lo que es, no puede situarse sino dónde se sitúa (...).
Un resumen hace aparecer las acciones definitivas en detrimento de las
acciones accesorias o sin resultado. Ahora bien, mi tema es la manera
en que las acciones importantes se insertan a través de una continuidad
de acciones anodinas. Es la descripción del curso normal de los
hechos sin el atajo esquemático de la dramatización cinematográfica.
Como ya se ha advertido antes tantas veces en Francia donde la película,
desde su controvertido estreno en el Festival de Cannes 1973, se convirtió
en un film de culto, la estructura del film parecería responder
a la geometría básica de los Cuentos morales de Eric Rohmer,
un cineasta a quien Eustache admiraba pero con quien, al mismo tiempo,
mantenía profundas diferencias de tono y estilo. Si en La maman
et la putain hay ecos de esa fórmula acuñada por Rohmer
para su serie un hombre busca a una mujer y, en el camino, se encuentra
con otra que le hace desviar su curso parece aquí alcanzar
un grado de complejidad mucho mayor, que le da al film otra libertad,
una apertura a otras fórmulas y combinaciones. De hecho, Alexandre
ya vive con Marie (Bernadette Lafont, otra figura emblemática de
la nouvelle vague, como el mismo Léaud) cuando va a proponerle
casamiento a Gilberte (Isabelle Weingarten). Pese a su ferviente declaración
de amor, Gilberte lo rechaza, pero ese rechazo provoca el proteico encuentro
de Alexandre con Veronika (Françoise Lebrun). A partir de allí,
Alexandre, Marie y Veronika irán construyendo, sin proponérselo,
un informal ménage à trois, un delicado triángulo
isósceles en el cual él es el vértice superior, precariamente
sostenido por las figuras de la mamá y de la puta
de las que habla el título de la película.
En la declaración de los derechos del hombre habría
que incluir el derecho a contradecirse, afirma Alexandre, con su
habitual desparpajo.Ese derecho es el que permanentemente asumen el film
y su protagonista, que junto al director Jean Eustache parecen ser una
unidad indivisible, un cuerpo articulado en el cual realidad y ficción
se mezclan hasta hacerse indiscernibles. Esta es otra de las paradojas
que le dan a un film-río como La maman et la putain su carácter
único, intransferible. Por una parte, visto hoy, con su austera,
rugosa fotografía en blanco y negro, el film parece el mejor documento
de su época, un maravilloso testimonio antropológico sobre
hábitos y costumbres el habla, la ropa, la música,
la comida, la bebida de un momento y un lugar determinados. Por
otro, el personaje de Alexandre, en la piel de un Léaud más
locuaz y ansioso que nunca, es absolutamente novelesco, un héroe
insólito, capaz de vivir tan sólo en la ficción que
él mismo hizo de su vida, un dandy impenitente, tan irresponsable
como erudito, deseoso de citar a Borges, de declarar su admiración
por Murnau y de burlarse de Sartre al mismo tiempo que consigue que todo
gire alrededor de la cama que comparte con Marie y Veronika.
Esa extraña levedad, esa gracia que ostenta la película
en muchos de sus tramos, esa facilidad que tiene Eustache para lograr
que el espectador se instale a vivir en el film y que sus personajes se
comuniquen con una canción de Marlene Dietrich o un tema de los
Rolling Stones, que ellos mismos eligen poner bajo la púa de un
viejo Winco, no impiden que La maman et la putain refleje también
la desesperanza que siguió al estallido de Mayo del 68, la
certeza de que la oportunidad de construir algo nuevo, diferente, había
pasado con la fugacidad de un rayo y que lo que le quedaba por delante
a esa generación era atravesar un desierto de resignación
y conformismo. Un desierto al que Eustache, como lo expresa su acto final,
no pudo sobrevivir.
Eustache
por Eustache
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Formo parte de la generación
que, como espectador, tuvo pasión por el cine. No soñaba
con hacerlo algún día. Pero a fuerza de buscar viejas
películas y también nuevas, de ver dos o tres por día,
se encuentra gente que tiene la misma pasión. Uno se enteraba
que algunos habían hecho un corto, que otros habían
sido asistentes de un largo y, de pronto, la pasión desencadenaba
en la realización.
Odio el cine en el que
el director no deja de hacerle guiños al espectador. La Nouvelle
Vague luchó contra esos procedimientos.
En principio, el público
debe saber un poco menos que los personajes y seguirlos por sus huellas.
La narración debe mantener una cierta distancia. Rechazo la
ilusión de la participación, los grandes retratos trazados
en los primeros diez minutos de la película. En La maman et
la putain el conocimiento de los personajes es al mismo tiempo el
conocimiento de la película. Este método exige el abandono
de los prejuicios y una apertura a nuevos esquemas.
Me gusta el cine popular,
nunca quise hacer otra cosa. Como Renoir, al que admiro. ¿Per
por qué hay que darle obligatoriamente a las películas
una duración comercial? No se le impide a un escritor escribir
una novela de mil páginas o un cuento de unas pocas. En el
cine, desde el momento que se sale de las normas, uno se encuentra
con dificultades insalvables y al margen del público. |
Retrato
de un cineasta sismógrafo de su tiempo
Por Serge Daney
*
El cineasta Jean Eustache se
suicidó durante la noche del miércoles al jueves, en París.
La muerte de Jean Eustache trastorna, pero no sorprende. Sus amigos lo
dirán: era propenso al suicidio. Solamente se aferraba a la vida
por un número ínfimo de hilos, tan sólidos que habíamos
creído que eran irrompibles. Nos equivocamos. El deseo del cine
era uno de esos hilos. El deseo de no rodar pasara lo que pasara era otro.
Este deseo era un lujo y Eustache lo sabía. Pagó el precio.
Es poco decir que había nacido para el cine en el momento de eclosión
de la nouvelle vague, muy poco tiempo después, pero con iguales
rechazos e idénticas admiraciones. No significa casi nada afirmar
que era un autor, que su cine era despiadadamente personal.
Es decir, despiadado desde el principio debido a su propia personalidad,
extraído de su experiencia, del alcohol, del amor. Llenar el depósito
de su realidad para hacer de ella la materia de sus films, de sus propios
films, esos que nadie podrá realizar en su lugar: sólo moral,
pero moral de hierro. Sus films sólo se producían cuando
él estaba bastante fuerte para realizarlos, para hacer retornar
a sí mismo aquello de lo que su vida estaba compuesta.
A lo largo de esos desoladores años 70, sus películas
se fueron sucediendo, siempre imprevistas, sin sistema, sin intervalos.
Películas-río, cortometrajes, emisiones televisivas, la
realidad apenas ficcionalizada, la ficción hiperrealista. Cada
film llegaba hasta el límite de su tema, inscribía su duración.
Imposible ir en su contra, imposible calcular, tener en cuenta el mercado
cultural, imposible para este teórico de la seducción y
del arte de seducir al público.
Tuvo a su lado a este público cuando realizó el mejor film
francés de la década, La maman et la putain (1973). Sin
él, no conservaríamos ningún rostro que nos sirviera
para recordar a los hijos perdidos de Mayo del 68. Perdidos y ya
avejentados, parlanchines y obsoletos, Lafont, Léaud, y sobre todo
Françoise Lebrun, su chal negro y su voz obstinada. Sin él,
no quedaría nada de todo esto.
Etnólogo de su propia realidad, Eustache habría podido hacer
carrera, convertirse en un buen autor, con fantasmas y visión de
mundo, un especialista de sí mismo, por así decirlo. Su
moral se lo impedía: sólo rodaba lo que le interesaba, conseguía
transcribir lo que le atormentaba. Las mujeres, el dandismo, París.
El campo y la lengua francesa. Era demasiado.
Como un pintor que sabe que nunca acabará con ello, nunca dejó
de volver a sus obsesiones, sirviéndose del cine no como espejo
(esto es para los buenos directores) sino como si se tratara de la aguja
de un sismógrafo (esto es para los grandes). El público,
seducido por un momento, olvidará a este etnólogo perverso
a quien seguirá acaeciendo un sinfín de desgracias. Artista
y nada más que artista (lo único que sabía era dirigir
films), mantenía, por el contrario, el discurso más modesto
y más orgulloso al mismo tiempo, el del artesano. El artesano pesa
todo, evalúa todo, asume todo, memoriza todo. Así era Eustache.
Un año, unos amigos marroquíes organizaron en Tánger
una retrospectiva completa de su obra. Extraña idea. Idea genial.
Todos los rollos, los viejos, los pesados, los enmohecidos, los ligeros,
el número increíble de kilos que representa La maman et
la putain habían pasado como valija diplomática y habían
cruzado el mar, se encontrarían en el patio de un colegio, un verano,
delante de un grupo de marroquíes asiduos al cine-club. ¿Haría
Eustache acto de presencia? Es difícil conseguir que abandone París,
pensamos. Sin embargo, vino y permaneció dos días. La proyección
de la obra eustacheana tuvo lugar, fuera de tiempo, para este público
imprevisto al que desconcertaron todas esas historias de sexo y de deseo,
de la Francia profunda y de la fauna de Montparnasse. Eustache les desconcertó
todavía más. Su dulzura, su paciencia, su manera de recibirlas
preguntas con una mezcla indecisa de ironía y seriedad, haciéndolas
resonar en sí mismo antes de responderlas, sorprendieron a todo
el mundo.
Tánger no era París ni los cafés del puerto la Croserie
des Lilas, buscamos un bar que abriera tarde para beber cerveza y hablar
de cine. Eustache habló de sus maestros, a los que no se atrevía
a compararse. Otros artesanos que fueron antes que él mismo Pagnol
o Renoir. No olvidaré nunca la manera en que evocaba sus films,
cómo los hacía revivir con sus palabras, plano a plano,
con su particular acento. Esto trastornaba, pero no sorprendía.
Eustache se parecía demasiado a su tiempo para sentirse a gusto.
Acabó perdiendo. Peor para nosotros.
* Este artículo fue publicado originalmente el 16 noviembre de
1981. Luego apareció en el libro Cinéma journal Volume I
/ 1981-1982, Petite Bibliothéque des Cahiers du Cinéma,
París, 1998.
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