Por Luis Bruschtein
Fernando de la Rúa había
sido elegido para gobernar cuatro años con la posibilidad de ser
reelegido otros cuatro y sólo gobernó dos años y
diez días. No fue volteado por un golpe militar, que tendría
algún mérito, sino por un alzamiento popular provocado por
la política económica que aplicó. Y había
sido votado por el pueblo para aplicar lo opuesto a esa política.
Desde el punto de vista de la eficiencia política no parece un
buen handicap.
Pero es cierto que el ex presidente De la Rúa no engañó
a nadie. Su historia política y hasta su administración
como jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires lo mostraron siempre
como conservador y fiscalista. Nunca fue progresista, siempre estuvo en
la vereda de enfrente de los líderes progresistas del radicalismo.
Hay que aceptar que se engañaron los que lo votaron. Una alianza
que quería ser progresista, que se había formado al calor
de la crítica al gobierno de Carlos Menem, no podía tener
un candidato conservador. Se equivocaron los radicales progresistas cuando
lo votaron en la interna de la Alianza y se equivocaron los frepasistas
cuando lo aceptaron como candidato.
Otro descargo para el ex presidente: cuando tomó la presidencia,
Menem había dejado tierra arrasada, con recesión, desempleo,
baja inversión y escaso crédito internacional. Y además,
los once mil millones de déficit fiscal que había dejado
Menem se convirtieron en un trauma insuperable para un fiscalista como
De la Rúa. Y por la picaresca política de Menem, hasta es
posible que lo haya hecho a conciencia, dilapidando fondos públicos
durante los últimos años de su gobierno para conseguir la
rereelección, preservar su imagen para un próximo período
y dejársela bien difícil a su sucesor.
Claro que no todo fue culpa de Menem. El riojano y Domingo Cavallo instalaron
un modelo rentista parasitario que sólo sirvió mientras
hubo bienes para privatizar y luego con gran endeudamiento, un modelo
de corrupción política y sindical, antipopular. De la Rúa
no sólo no supo transformar esa situación, sino que se propuso
profundizarlo con entusiasmo y convocó a Cavallo para esa tarea.
Eso fue responsabilidad exclusiva suya, no tiene descargo con la excusa
de la herencia menemista ni con falta de apoyo, porque la gente lo había
votado con esa esperanza. Tenía el respaldo de la gran mayoría
de los argentinos para hacerlo y lo traicionó, lo defraudó.
Pero a pesar de que siempre estuvo enrolado en el sector del radicalismo
que mantuvo buenos vínculos con sectores de las Fuerzas Armadas,
De la Rúa tiene una formación republicana. Los dirigentes
del Frepaso, y sobre todo Chacho Alvarez, pensaron que, al menos en ese
sentido, tendrían un aliado en el combate contra la corrupción.
Era un punto en el que podían coincidir, el espacio donde el Frepaso
esperaba tener mayor protagonismo. Los dirigentes frepasistas apoyaron
a José Luis Machinea como primer ministro de Economía. Daban
por sentado que en ese rubro era poco lo que se podía hacer.
La lucha contra la corrupción iba a ser para Chacho Alvarez su
caballito de batalla y casi podría decirse que ese fue el eje de
la campaña. Cuando se produjo la denuncia sobre sobornos en el
Senado, el vicepresidente Alvarez vio la oportunidad de llevar a fondo
esa idea, aun cuando tuviera costos para su propia fuerza, ya que uno
de los involucrados era el ministro de Trabajo, el frepasista Alberto
Flamarique. Pero chocó con la reticencia de su presidente. El otro
involucrado era el titular de la SIDE, Fernando de Santibañes,
amigo personal de De la Rúa. Su lealtad hacia De Santibáñes
fue más fuerte que la que debía a la gente que lo había
votado. En los hechos el presidente saliente se desentendió de
la lucha contra la corrupción, algo que sí se podría
haber esperado que asumiera. Su falta de interés real en el tema
también fue una decisión política. Para muchos la
principal característica de la administración De la Rúa
fue la parálisis. Pero lo cierto es que se movió, y cada
vez que lo hizo se trató de corrimientos hacia la derecha neoliberal.
Cuando renunció Machinea, optó por López Murphy,
que lanzó una propuesta más ortodoxa aún. Pero el
conato de alzamiento popular que produjo lo hizo descartar a su correligionario
y buscar al padre del modelo. En vez de fortalecer el frente de partidos
que lo había llevado al gobierno, apuntalar su relación
con los otros sectores del radicalismo, compartir espacios de poder con
los frepasistas, optó por enfrentarlos, subordinarlos y buscar
alianzas en el cavallismo y luego en el menemismo. Así eligió
a un Menem recién liberado entre los gallos y medianoches de una
Corte menemista como su principal interlocutor en el peronismo.
En realidad, su gobierno fue de una coherencia conservadora y neoliberal
absoluta y de la misma manera políticamente rígido, sin
cintura ni visión política estratégica. Y es probable
que su principal defecto haya sido su imposibilidad de flexibilizar sus
posiciones, de reaccionar ante una realidad que cada vez le decía
con más claridad que iba por mal camino. Su estilo fue convocar
a que apoyen sus políticas. Nunca puso nada en una mesa de negociación
ni compartió espacios de decisión con los que fueron sus
aliados en el radicalismo o en el Frepaso y, en todo caso, al único
que cedió lugar y superpoderes fue a Cavallo. Y podría decirse
que durante dos años esa política le sirvió porque
tuvo el apoyo de casi todo el espectro partidario sin tener que conceder
una coma.
La demostración más fiel de esa actitud obcecada fue su
anteúltimo discurso, el miércoles, cuando comenzaron los
saqueos y se anunciaba el descalabro. En vez de anunciar la renuncia de
Cavallo y el cambio de medidas económicas o la implementación
de un gran plan de emergencia alimentaria, anunció el estado de
sitio, la reafirmación de Cavallo y el mantenimiento del modelo.
Haya sido cesarismo o incapacidad, lo cierto es que la gente, y entre
ella la mayoría de ellos, sus votantes, lo sintió como el
último insulto que estaba dispuesta a soportar.
Las razones
de un fracaso
Ricardo Sidicaro, politólogo: El modelo había
fracasado antes de que la Alianza ganara. De hecho, la Alianza ganó
por eso y fracasó porque mantuvo el modelo de Carlos Menem,
que era el proyecto económico social de un sector económicamente
concentrado y del capital financiero internacional. Y es un proyecto
que no puede asegurar la integración social, ni la relación
política pacífica, ni la educación, ni el trabajo
ni la salud de la población. Quien administrase ese modelo
estaba condenado a fracasar políticamente. La pregunta es
por qué asumieron ese modelo. La respuesta tentativa es:
porque la Alianza no tuvo detrás la suficiente fuerza social
y voluntad política como para modificar las relaciones de
fuerza con el capital financiero internacional y los sectores socioeconómicos
predominantes. Para colocarse frente a esos intereses, De la Rúa
hubiese necesitado un aparato estatal eficiente y capaz de aplicar
políticas innovadoras y que corrigieran las desigualdades
sociales y las tendencias a la concentración económica.
La política se construye siempre sobre la ilusión
de cambio y en ese sentido la situación de la sociedad argentina
en 1999 reclamaba un cambio y lo encontró en la Alianza.
Quizá no se equivocó. Probablemente las decisiones
políticas en el interior de la sociedad entre la UCR y el
Frepaso desilusionaron, pero no era un imperativo que esto fracasara.
Y el 14 de octubre la gran mayoría de la sociedad votó
contra el neoliberalismo. En todo caso, éste no es el fracaso
de De la Rúa, sino que es el fracaso del modelo y del neoliberalismo.
Artemio López, consultor: De la Rúa
fracasó porque tomó un modelo económico que
a fines de los noventa tenía como única actividad
productiva la especulación financiera. No sólo no
logró crecimiento económico, sino que además
promovió niveles increíbles de exclusión y
pobreza. Hay que decir que la Alianza fracasó en los primeros
seis meses de gestión porque durante ese tramo inicial del
gobierno, que era el de mayor sustento político, se tomaron
las medidas más ortodoxas. Puede pensarse que el fracaso
de la Alianza dejó al descubierto que en un país como
la Argentina no parece sencilla la política de coalición.
Porque la suma de opiniones diversas aquí no genera síntesis,
sino parálisis. Ahora se viene una crisis enorme con una
dificultad muy fuerte.
Alfredo Leuco, periodista: Menem, Cavallo y De la
Rúa son el Triángulo de las Bermudas donde se hundió
el futuro de este país. De la Rúa fracasó porque
es un negador de la realidad que jamás tuvo el coraje de
tomar una sola decisión a favor de la gente. El humor popular
definió tragicómicamente que hay un tipo de árbol
de Navidad marca De la Rúa: no tiene luces ni bolas. Es el
último representante de una casta política hipócrita,
mediocre y perversa y termina repudiado en las calles por la propia
gente que lo votó en el distrito donde creció políticamente.
Con su gestión se podría escribir el manual del pésimo
gobernante. No entendió que los pueblos no se suicidan, pero
los gobiernos sí.
Eduardo Rinesi, politólogo: Quizás
sería posible postular que la Alianza fracasó por
su obstinación en malentender la naturaleza de la política.
Que es la permanente lucha contra la idea de que existen caminos
únicos y formas de actuar inscriptas en la naturaleza misma
de las cosas. La actividad que conduce siempre a la ampliación
de los márgenes de lo posible y de los horizontes de lo dado.
La Alianza prefirió llamar madurez, responsabilidad
o cultura de gobierno a la culpable renuncia a este
atrevimiento. Renuncia que es una de sus más fuertes marcas
de origen y que en el discurso y la práctica de Fernando
de la Rúa alcanzó dimensiones ciclópeas. Que
lo llevaron a desoír las múltiples manifestaciones
de una voluntad popular nítida y reiteradamente en
la calle, en las urnas a sostener hasta el final y a un alto
costo lo que todos consideraban ya largamente insostenible y a terminar
su mandato de un modo lamentable y vergonzoso, cargando junto con
la culpa de su espectacular fracaso la de la inédita y criminal
represión de la protesta popular que conocimos ayer y anteayer
los argentinos.
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OPINION
Por James Neilson
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Programado para fracasar
Para sobrevivir, y ni hablar de tener éxito, el gobierno
de la Alianza hubiera tenido que contar con una situación
económica internacional fabulosamente positiva porque, como
sus simpatizantes nos proclamaron -cuando aún tenía
algunos, se había comprometido con el cambio,
palabra que en el léxico político nacional quiere
decir prosperidad generalizada. Puesto que ya antes de su llegada
los inversores, tanto nativos como extranjeros, habían decidido
arriesgar el dinero que manejaban en otro lugar, sólo pudo
ofrecer austeridad amenizada, se esperaba, por una ofensiva
vigorosa contra la corrupción. Pero por distintas razones,
algunas buenas, otras miserables, tampoco estaba en condiciones
de hacer mucho salvo jorobar a algunos emblemáticos.
Así las cosas, estaba escrito que andando el tiempo el gobierno
de la Alianza se vería reducido a un puñado
de personas totalmente aislado de los demás que, luego de
ser culpados por los muchos problemas del país, serían
expulsados con desprecio por una población profundamente
decepcionada.
Sin embargo, es más que probable que cualquier otro presidente
elegido a fines de 1999 hubiera compartido el mismo destino. En
su estado actual, la Argentina es ingobernable porque su clase
política es incapaz de manejarla. Casi todos sus integrantes
quieren ser opositores y casi todos se afirman contrarios al modelo
económico, pero a la hora de sugerir alternativas concretas
sólo atinan a hablar de retoques menores que cambiarían
muy poco, lo cual puede entenderse porque en el mundo real cualquier
opción, por derechista o izquierdista que fuera, plantea
un sinfín de dificultades, mientras que lo que les gusta
hacer pensar es que con un par de reformas facilísimas el
país se transformaría en un paraíso terrenal.
De la Rúa, acompañado por Domingo Cavallo y, es de
suponer, por buena parte de la UCR y el Frepaso también,
cayó en la fosa enorme, sin fondo visible, que separa las
expectativas mínimas de la gente de las posibilidades
máximas de la economía, que mal que nos pesare es
la única que existe. Cerrar esta fosa es responsabilidad
de los políticos, a quienes también les
incumbe asegurar que las instituciones del Estado funcionen por
lo menos tan bien como en cualquier país de Europa. ¿Tienen
algún interés en asumir que la Argentina es muy pero
muy pobre y que el Estado es una ruina? Desde luego que no. Nunca
hablan de tales cosas. A partir de su primer día en la Casa
Rosada, pues, el sucesor de De la Rúa se verá sitiado
por la misma horda de políticos que, después de hacerle
la vida imposible durante dos años, acaba de poner fin a
su obra.
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OPINION
por José Pablo Feinmann
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Isabelito
No fue lo mismo. Pero tuvo muchas desdichadas coincidencias. Desde
los tiempos de Isabelita Perón, jamás un entorno
entornó tanto a un Presidente como el entorno de De la Rúa
lo hizo con este desangelado Presidente a quien el humor popular
bautizó Luis XXXIl, porque era el doble de boludo que Luis
XVI. Difícil saber si lo era, pero jamás se lo vio
ni inteligente ni dueño de sus actos. Digamos: de la iniciativa
de los mismos.
Isabelita lo tuvo a Lastiri a López Rega, a Norma López
Rega y a Pedro Eladio Vázquez. Todos los políticos
decían que no se podía hablar con ella porque ella
no escuchaba, sólo escuchaba a su entorno. Lo mismo Isabelito:
sólo escuchó a su entorno.
Cuando se le decía autista se le decía
algo cierto. Era autista porque no se abría hacia
la opinión de los demás. Pero no era autista
con los suyos. De la Rúa ha sido un patético ejemplo
de ineptitud y de una extrema inseguridad que buscó su superación
desde el marco íntimo del hogar. Con De la Rúa han
renunciado De Santibañes, Nosiglia y el inefable grupo
familiar: Antonito, Aíto y Doña Inés,
la de los pesebres.
Sus asesores de imagen fueron quienes lo destruyeron.
Pero lo hizo él mismo, ya que fue él quien se entregó
a los asesores de imagen. Herederos de Juancito Duarte (que, al
menos, se pegó un digno tiro en la cabeza) y de los Yoma,
los íntimos de De la Rúa creyeron que
el Poder era para ellos. Y que ellos iban a gobernar a través
del viejo. Así, en medio del primer ajuste feroz
del viejo, el joven asesor de imagen Antonito iniciaba
su romance con la bailarina umbilical y exitosa cantante de aires
exóticos llamada Shakira. A su vez, el otro asesor se embarcaba
en un proyecto hipermillonario informático que llamó
educar.com. Algo así. Luego todos viajan en comitivas espectaculares
prolongando la estética rumbosa del menemismo. Muchos, claro,
se les fueron apartando. Vieron que el señor gobernaba con
la oreja puesta en un solo lugar: el entorno de sus íntimos.
¿Para qué seguir a su lado? Y así el viejo
desarmó la Alianza. Algunos creyeron que era un genial Maquiavelo
manipulando el destino de sus adversarios en el sentido de la aniquilación.
No, el que se aniquilaba era él.
Su estilo oratorio monocorde, su mirada algo ausente, su uso inverosímil
de la primera persona intentando exhibir autoridad, lo arrojaron
a ese lugar del que no se retorna: el ridículo.
El día del estallido un periodista de TV anuncia: Antonio
De la Rúa está escribiendo el decreto de declaración
del estado de sitio y la convocatoria a la unidad nacional.
Isabelito tuvo su Lopecito: se llamó Antonito. A quien llamaron
Zulemito, porque le gustaban los romances, los viajes y los paraísos
de Miami. Al otro, a Aíto, le gustaba trepar, usar el poder
que había caído sobre su padre para llevarse el mundo
por delante. Fueron herederos del Junior menemista, sin helicóptero
ni final trágico. Ni para eso daban. Como tampoco dio Doña
Inés para compararse con Zulema Yoma, suprema delirada, armalíos
incansable, mujer incómoda a la que un brigadier con un mini-ejército
tuvo que expulsar de la quinta de Olivos. No, Doña Inés
hizo pesebres, más pesebres y se compró vestidos en
Europa, para los cuales, para poder usarlos, se sometió a
dietas que la hicieron padecer: pero fue por la imagen de la patria.
Con Isabelito y su gang termina otro triste Presidente entornado.
No hay militares en su final. No lo echaron golpistas sanguinarios
sino un pueblo que salió a la calle, harto de los interminables
dedos en el culo con que el Poder lo ametrallaba e injuriaba. Hay
algo nuevo en la Argentina: entre los cacerolazos y la bronca feroz
y justa de los más desangelados, los argentinos voltearon
un orden de cosas que los hacía sentir mal, demasiado mal,
peor que idiotas, francamente boludos. Así, anoche, en plena
calle, un tipo sonríe, me mira y dice: ¿Era
hora de que dejáramos de ser pelotudos, no?. Era hora.
Y será hora también de otracosa: de que no volvamos
a serlo. Porque ya mismo hay muchas nuevas bandas que se están
preparando. Y no me refiero a la presidencial. Sino a que la banda
presidencial .-en este país es una banda que pasa de
una banda a otra banda. O sea, la vigilia
debe seguir. Que nadie guarde su bronca. Ni sus cacerolas.
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