La batalla de Plaza de Mayo
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Por Cristian Alarcón Esto es la rebelión:
la ciudad encendida, hecha un fuego por las columnas que han sido expulsados
de la plaza, como de tantas partes. Muchos del trabajo, otros de sus casas,
o de hoteles familiares, o del club, del almuerzo y la cena, de la educación,
del disfrute, de la vida digna. Pues ellos se rebelaron. Lo hicieron sin
conducciones, por el fervor de ocupar la calle y dar combate con rudeza.
Entonces, de a miles, por todo el centro de la ciudad, estallaron con
una bravura olvidada. Fueron mujeres, muchas mujeres, con sus chicos;
jóvenes incansables; parejas que escapan de la mano para no perderse
en la multitud, huyendo de los gases; hombres de traje que han perdido
el saco y llevan la camisa mojada como un pañuelo en la cara; músicos
de bandas de rock, de cumbia, del Colón; motoqueros haciendo retroceder
a la policía mejor que sus enormes caballos; una maestra jardinera
herida en una pierna, gritando que los odia, que los odia. Y parándose,
volviendo a correr, para intentar recuperar la plaza. Sabiendo, tal vez
a esa hora, que en estos combates han asesinado a cinco jóvenes,
entre ellos ese muchacho al que ella vio desangrarse sobre el cemento,
con una bala 9 milímetros en la cabeza que salió del interior
de un banco amenazado en Avenida de Mayo y Chacabuco, el HSBC. Sangre en las venas Entonces era pasado el mediodía, todavía los multikioscos
estaban abiertos y los oficinistas espiaban el televisor mientras compraban
sus almuerzos. Aún cantaban organizadamente miles hacia la Casa
de Gobierno ese himno: Que se vayan todos/ que no quede uno solo,
retumbando en los oídos del poder tambaleante. Pero las corridas
volvieron a las 14.05. Uno, dos, tres estampidos de escopeta: la visión
de un movimiento en el fondo, y el escape masivo, los empujones, los pedidos
de no corran, tranquilos, aunque el ardor terminara por volverse
insoportable y encegueciera como un ácido. En la primera desesperación
un grupo pidió refugio en un Burguer King sin muchos modales, apretó
la puerta, presionó y se coló en el local ante el estupor
del gerente. Dejalo pasar, es un compañero de la Facultad,
le pidió Karina, una rubia carré al encargado, por un pibe
desfalleciente afuera. Y habilitaron una puerta lateral para desahuciados.
Para las tres de la tarde los combates ya tenían su ritmo. Primero
se disputó la Plaza misma. Las columnas dispersas por la lluvia
de gases dejaron que se pasara el vaho, tomaron aire a unas cuadras, y
regresaron por las diagonales, la calle San Martín y la avenida.
Un grupo se paró a gritar qué boludos, qué
boludos, al estado de sitio se lo meten en el culo sobre las escalinatas
de la Catedral como desde una tribuna. Y al momento la carrera de la tropilla
policial, y gases a lo lejos, en la esquina de Defensa e Hipólito
Yrigoyen. De nuevo: correr, ponerse la remera como pañuelo, mojarla
cuanto antes, buscar agua, donde sea. Así, cuatro veces. O más.
Ir y volver corriendo, mirando atrás y adelante, calculando el
riesgo, pero sin retroceder demasiado. ¡Vaaamoooooos!,
salió de boca de un rubio muy bien tatuado que enseguida arengó:
¡el pueblounido jamás será vencido!, consiguiendo
sin mucho esfuerzo que cientos por Diagonal Norte canten con él.
Algunos permanecen golpeando algo, lo que encuentren. Tras un cartel de
publicidad de esos verdes, se escuchan el golpeteo y se ven las sandalias
de dos mujeres con las uñas de los pies pintadas. Son Ana Pereyra,
de 61 y su amiga María Eva Garín, de 53. ¿Por
qué salieron?, pregunta este diario. ¡Porque
tengo sangre en las venas! ¡Porque no nos vamos a quedar mirando
la tele, hay que poner el cuerpo!. Sangre en la calle Frente a la escena de los limones apareció un grupo que se apoderó
de las vallas del Cabildo, y las puso a lo largo de Hipólito Yrigoyen.
Las fueron arrastrando hacia la Rosada, haciendo un ruido al principio
molesto, chirriante, pero pronto alentador teniendo en cuenta que significaba
que Goliat estaba retrocediendo. Aunque la Rosada quedó fuera de
la vista de la gente después de las cinco. Digamos que a esa hora
la montada lucía enhiesta frente a la Catedral a esa hora. Y que
por Avenida de Mayo la columna informe de resistentes llegaba solo a acercarse
al edificio del gobierno porteño. Fue cerca de allí, donde
poco antes de las cinco mataron a uno de los cinco jóvenes que
cayeron ayer: en Avenida de Mayo al 600, casi esquina Chacabuco, frente
al edificio de vidrios negros donde funciona el banco HSBC y en uno de
los tantos pisos la Embajada de Israel. Pasó un patrullero, y un
grupo se envalentó a tirarle piedras. La policía se escabulló
y los toscasos continuaron. Entonces patearon las puertas. Un vidrio cedió.
Estaban por entrar con piedras cuando vino el freno irracional de los
de adentro: dispararon con balas de plomo que dejaron decenas de marcas
claramente desde adentro hacia afuera en las ventanas. Uno
de esos tiros habría sido el que dio en la cara de un chico de
pantalón corto y remera, muy joven. El pibe aterrorizado y con
las manos en la cabeza atinó a correr. Avanzó tambaleando
unos veinte metros. Y cayó en el pavimento. Alrededor se formó
una ronda de caras sudadas y llenas de dolor: endurecidos, lo protegían
del tumulto. Otros abrían camino para una ambulancia que venía
desde 9 de julio. La sangre del chico hasta anoche no se supo su
nombre brotó como si saliera de un grifo: pronto el charco
fue más grande que la sombra de cualquier humano y la sangre avanzó
y escurrió por una alcantarilla.
ORGANISMOS
DE DERECHOS HUMANOS EN LA PLAZA ASEDIADA Por Victoria Ginzberg ¿Querés limón?,
ofreció Tati Almeyda, de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora.
Era su arma contra los gases lacrimógenos. A las tres y media las
Madres iniciaron la ronda, como todos los jueves. Pero, obviamente, no
fue como siempre. Es un jueves muy triste, venimos a pedir que no
haya represión, decía Laura Conte mientras caminaba
del brazo del Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel y el
fiscal de Bahía Blanca Hugo Omar Cañón. Los miembros
de los organismos de derechos humanos que habían logrado traspasar
las vallas se empeñaban en continuar con la simbólica protesta,
pero después de una corrida sobre Avenida de Mayo, la Policía
Federal apuntó las pistolas lanzagases hacia la plaza. Las Madres
se cubrieron la cara como pudieron y abandonaron el lugar. |
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