Por Eduardo Videla
Comida, muebles, pero también
discos y videos. Los saqueos que llegaron ayer al centro porteño
fueron el capítulo si- guiente a los gases policiales y las barricadas.
El paisaje de Buenos Aires se tiñó de humo negro, sirenas
y disparos. Jóvenes que combatieron con la policía hasta
el cansancio, una multitud que resistió en medio del gas y otra,
que marchó en silencio en busca de un medio de transporte para
volver a su casa. Autos que circulaban a contramano o cruzaban con luces
rojas para huir del caos. Sin subtes, sin trenes, con pocos colectivos
y algunos taxis, la ciudad fue, con el correr de las horas, territorio
de nadie. Aquel que ordenó desalojar la Plaza de Mayo se había
convertido en el principal agitador de lo que vino después: la
ciudad como la bronca de la gente y el ánimo de los exaltados
había quedado demasiado grande para las pretensiones represivas.
A partir de las 23, la Gendarmería empezó a patrullar las
calles porteñas por orden judicial.
Una cola de una cuadra espera para sacar boleto para la Lujanera, que
sale para Moreno, y otra igual esperaba para subir al ómnibus.
Eran las 18.15 y ya no había trenes para el oeste. Ya salen
los últimos, porque llegan las columnas por Rivadavia, dice
el inspector.
El hombre maneja buena información: ya se ven las columnas de humo
que se levanta por Rivadavia, hacia el centro. Son las barricadas que
arman los manifestantes desalojados de la Plaza, en cada esquina. La más
densa está en la esquina de Uriburu, donde la gente asaltó
un McDonalds y un Blockbuster, ubicado justo enfrente. Una muchedumbre
se lleva primero los alimentos pero también las sillas del fast
food y los casetes del video. Dos heladeras arden en medio de la calle
junto con los muebles de los locales.
Traé también para los chicos, le dice una mujer,
con algo de vergüenza, a su marido, que elige videos entre los estantes.
Afuera, un chico cambia Blancanieves por Anteojito y Antifaz. Y una piba
de clase media rescata del suelo una copia de Dulce y melancólico,
que alguien había descartado. Las alarmas suenan inútiles
en los locales, porque nadie aparece en auxilio.
El pueblo, unido, jamás será vencido, dice la
gente. El pueblo es un boludo que hace cola para comer en McDonalds,
protesta un grandote en cueros, al lado del fuego. A unos metros, un grupo
de vecinos asiste a la protesta. ¿Por qué no van a
romper los locales radicales?, sugiere un vecino, reprochando el
ataque a los comercios. La idea ya la había tenido el grupo que
incendió el Comité Nacional de la UCR, en Alsina y Entre
Ríos.
En Rivadavia, una mujer joven registra en su cámara de aficionado
las escenas de la esquina, donde nunca vio nada peor que una congestión
de tránsito. Los manifestantes ya son dueños de la calle
y poco después atacarán un supermercado Norte, a unos metros
de esa esquina. El reparto de comida calmó por un momento a la
gente, pero no fue suficiente y al final llegó la policía.
Bajando por Bartolomé Mitre, hacia el centro, las barricadas crecen
y el aire es irrespirable. Callao está desierta, con signos del
ataque a un Mc Donalds y a locales bancarios. Más abajo,
algunos colectivos todavía pasan, desde y hacia Constitución,
entre maceteros y vallas que dejó la gente en la calle, antes de
huir corrida por los gases. Son las 19 y las sombras van cayendo sobre
la ciudad.
La batalla campal está en la 9 de Julio. Ya no circulan autos sino
los motoqueros que van y vienen, y los grupos de policías, empuñando
sus escopetas nunca se sabe con qué están cargadas
y apuntan hacia la gente que sólo mira, en la esquina de Rivadavia:
Caminen, carajo, muévanse, grita uno, desaforado.
Más temprano, la 9 de Julio era escenario de una peregrinación.
Era la gente que volvía desde el centro, hasta Constitución,
y lo hacía a pie porque el subte dejó de funcionar a las
15.45. Se cortó el servicio porla seguridad de los pasajeros
y el personal. Los gases ya habían entrado en los túneles
y estaba afectando a la gente, explicó Luis Ordóñez,
vocero de Metrovías.
En Constitución había corridas pero no por los gases sino
para treparse a los últimos trenes. En Once: a las 18 la estación
ya estaba desolada. Sobre La Rioja, un muchacho apreta a un hombre de
traje, y le saca el reloj y la billetera, a plena luz y en medio de los
transeúntes.
De vuelta hacia el centro, los incendios se multiplican, como el de la
sucursal del BNL de Lima y Avenida de Mayo. Una pareja con su hijita escapa
de los gases, a pie, por el medio de la 9 de Julio. Son las 19.07 y ya
no quedan transeúntes en la ciudad. Solo está la gente que
protesta: la más tranquila, como un grupo de raperos que canta
sobre Corrientes, o los otros, que llevan palos como bates de béisbol
o demuelen veredas, en una improvisada fábrica de proyectiles.
¿Ya renunció?, piden confirmar los manifestantes
cuando ven a alguien con pinta de cronista.
En la Plaza de la República, cuatro Médicos del Mundo hacen
curaciones de emergencia a los heridos leves. Tienen heridas de
balas de goma y escoriaciones, algunos por los palos, otros por pedradas.
Atendimos treinta en una hora, explicó una de las médicas.
Del McDonalds del Obelisco todavía sale humo. Un grupo ataca,
en el otro extremo, las oficinas de OCA. Mas tarde incendiarán
la sastería Cervantes, al 900 de Corrientes. También una
Trafic en Belgrano y Perú.
Como en la popular del fútbol o en los recitales de rock, no hay
distinción de clases entre la gente. Los diferencia sí,
la actitud: junto al Obelisco están los de choque. Más atrás,
una multitud expectante ocupa Corrientes, hasta pasar Callao. Sobre esa
gente cargó la policía al atardecer, con una demoledora
lluvia de gases y un operativo en pinza. El repliegue, otra vez, derivó
en destrozos y saqueos, como el de Musimundo o el de un supermercado de
Rivadavia y Junín.
PERIODISTAS
Desde hace dos décadas no se veía en la Argentina
tanto ensañamiento, denunció ayer la Asociación
PERIODISTAS, al referirse a que durante las manifestaciones
en la Plaza de Mayo y en otros puntos, por la declaración
del estado de sitio, fuerzas policiales atacaron a periodistas y
fotógrafos que cumplían con el derecho y el deber
de informar.
La entidad señaló que la violencia policial
no fue dirigida contra personas que estuvieran violando alguna ley
sino, por el contrario, contra quienes reclamaban su vigencia o
ejercían derechos, como el de buscar información,
que el estado de sitio no justifica suprimir, y exigió
que se garantice el libre desempeño de las tareas profesionales.
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