Por Luis Bruschtein
Había terminado el discurso
del presidente Fernando de la Rúa por cadena, el miércoles,
y primero fue un patético ruidito de latas. Después, con
timidez, las mujeres se asomaron con sus cacerolas a las ventanas y vieron
que había más. En San Telmo, Parque Patricios, Caballito,
Chacarita, San Cristóbal y en todos los barrios de Buenos Aires,
el ruidito de latas se multiplicó como una gotera que se hace lluvia.
Cuando me asomé y vi a otros vecinos, bajamos para encontrarnos
en la calle, dice una atractiva morena de San Telmo. Se encontraron
en la esquina y eran varias decenas. Desde algún edificio, otro
vecino les tiró un huevo pero nadie hizo nada. Decidieron ir a
la plaza Dorrego. Allí ya eran cientos, mujeres batiendo cacerolas,
hombres en shorts y camisetas, jóvenes y niños. ¿Adónde
vamos? se preguntaron y alguien dijo: A Plaza de Mayo.
Y la misma pregunta con la misma respuesta se repetía como por
arte de magia en todos los barrios. Así empezó el movimiento
de rebelión civil más importante de los últimos 50
años en la ciudad de Buenos Aires.
Me pasé todo el día llorando frente al televisor viendo
a la gente desesperada por la comida, peleándose entre ellos, viendo
las colas de los viejitos jubilados dice la misma morena;
cuando escuché que De la Rúa hablaba como si nada, me rayé,
escuché a la vecina que golpeaba las cacerolas y empecé
yo también con mis hijas y cuando me quise acordar estaba a la
cabeza de una manifestación de tres cuadras marchando hacia la
Plaza. La gente los veía pasar, aplaudía y se sumaba.
Los vecinos de San Telmo fueron los primeros en llegar a la Plaza antes
de la medianoche.
Los relatos de los vecinos eran parecidos: escucharon las latitas y salieron.
El ruidito apagado de las cacerolas era la guía que los reunía.
Donde escuchaban que había un poco más de ruido, hacia allá
se dirigían y así los grupos fueron creciendo y las plazas
de los barrios se convirtieron en los puntos de concentración naturales.
No había convocatoria, ni estructuras partidarias, ni siquiera
transportes y tampoco información. La noticia comenzó a
aparecer en la televisión cuando ya los grupos de vecinos eran
grandes y marchaban hacia el centro, lo cual atrajo más gente.
Primero las consignas fueron ¡Que se vayan, que se vayan!,
con insultos a Domingo Cavallo, Carlos Menem y Fernando de la Rúa,
y poco a poco se fueron haciendo más ingeniosas y complejas. Qué
boludo, qué boludo, el estado de sitio, se lo meten en el culo
o Borombombón, borombombón, el que no salta es un
ladrón y siguieron Si este no es el pueblo, el pueblo
donde está o la vieja ¡El pueblo, unido, jamás
será vencido! que era rematado por un estentóreo ¡Argentina!
¡Argentina!. Las mujeres y sus cacerolas fueron el disparador,
las que rompieron el termómetro y los hombres se sumaron.
Los de San Telmo, que eran varios cientos, llegaron a la Plaza, abrieron
el vallado que está detrás de la pirámide de Mayo
y llegaron hasta la calle Balcarce, algunos se subieron al monumento a
San Martín con banderas argentinas y se dedicaron a gritar y golpear
sus cacharros. Entonces empezó a llegar más gente. Otros
barrios se dirigieron primero al Obelisco, otros al Congreso. Cuando la
televisión mostró que había gente en la Plaza de
Mayo, todos empezaron a marchar hacia allá. Se formaron caravanas
de taxis y automóviles, los colectiveros hacían sonar sus
bocinas para saludar a los marchantes. La gente parecía imbuida
de un profundo sentimiento ciudadano, con alegría y hasta con alivio,
más que con bronca, como si hubieran encontrado una forma de expresarse
sin intermediarios y reencontrarán su identidad a través
del ejercicio de sus derechos. Se saludaban entre ellos y se estimulaban
para hacer más ruido y gritar más fuerte.
Poco antes de la medianoche, una verdadera muchedumbre ingresaba interminablemente
a la Plaza por las diagonales y Avenida de Mayo. No había políticos,
ni legisladores, ni carteles, solamente esas banderas argentinas que se
guardan en la casa para los días de fiesta o cuando juega la selección.
Era raro estar en una manifestación tan imponente en la Plaza sin
el acostumbrado sonar de los bombos. Era una muchedumbre sin carteles
y con un ridículo ruidito a lata de fondo.
Los vecinos no dejaban de llegar a la Plaza y hasta ese momento no se
habían producido problemas con los efectivos policiales que se
encontraban en la puerta de la casa de Gobierno. Un muchacho empezó
a treparse al mástil para colgar una bandera argentina y cuando
llegó a la mitad, la gente le empezó a gritar que bajara.
De alguna manera se hizo un poco de silencio y empezaron a cantar el Himno
Nacional gritando la última estrofa a todo pulmón.
La plaza ya estaba llena, incluyendo las calles laterales, y había
mucha gente dispersa por Avenida de Mayo. En ese momento, cerca de la
una y sin que realmente mediara ninguna provocación, la Guardia
de Infantería comenzó a tirar gases. Se produjo una desbandada,
la mayoría era gente que no había participado en manifestaciones
y había muchos chicos. Los que habían quedado del lado de
adentro del vallado se apretujaron en el humo, llorando y vomitando, sin
poder salir. Era una desbandada. Varias granadas de gas estallaron en
lo alto de una palmera y la incendiaron. Finalmente la Plaza se fue despoblando
y toda la superficie quedó cubierta por ojotas, sandalias y zapatos,
cacerolas, asaderas y cacharros abandonados en la desesperada huida. La
gente se ayudaba prestándose pañuelos, había una
chica que lloraba porque había perdido a su hermana de 16 años.
Eran del interior y cuando vieron la protesta decidieron sumarse pero
en la corrida se habían separado y no conocían la ciudad.
El grueso de los manifestantes marchó por Avenida de Mayo, esta
vez con mucha bronca, hacia el Congreso y destruyó a su paso los
teléfonos públicos y los vidrios de bancos, AFJP y Mc Donalds.
Hubo peleas entre algunos que quisieron saquear dos kioscos y otros que
se lo impidieron. Las corridas se sucedieron en la Plaza y volvieron a
repetirse en el Congreso, pero aquí fueron los manifestantes que
trataron de ingresar y la policía los repelió, en algunos
casos con sus armas reglamentarias. Lo que había empezado como
una rebelión civil pacífica se había convertido en
un campo de batalla.
En los barrios
La música de la bronca
Por Andrea
Ferrari
Alfa 3 en Córdoba
y Callao. Evitar la zona. También en Santa Fe y Scalabrini
Ortiz. Y en Gascón y Sarmiento.
La voz de la operadora sonaba alterada. En el peculiar léxico
de radiotaxi, Alfa 3 es zona congestionada: tránsito intenso.
Pero esta vez la congestión no era de autos sino de pura
bronca. Pasaba la medianoche y la bronca había copado Buenos
Aires. Recorrer la ciudad a esa hora era meterse en una especie
de road movie fantasmal. Una de Solanas podía ser, por el
humo.
En las avenidas la gente había encendido llantas, barriles,
lo que encontraba a mano, y las columnas de humo blanco crecían
al compás de la música de cacerolas, latas y cucharas.
La música de la bronca.
Era una bronca exasperada la de ese hombre gordo de musculosa y
shorts que en Córdoba y Riobamba golpeaba su cucharón
contra un poste de luz. Una bronca que se le escapaba por los ojos
desorbitados cuando gritaba, ya casi sin voz: ¡¡Que
se vayan!! ¡¡Que se vayan!!.
Era en cambio melancólica la bronca de esa pareja cincuentona
en Cabrera y Mario Bravo, ella de vestido de entrecasa, él
de pulcro pantalón celeste. Una bronca que hablaba de años
invertidos en ese negocio que ahora se les caía con un soplido
de Cavallo. Para dejarlos así, sin nada, ni esperanzas siquiera.
Desesperada era la bronca de una mujer en Córdoba y Scalabrini
Ortiz, cuando contaba que su marido estaba sin trabajo y ahora temía
que también a su hija la echaran. Y entonces con qué
iban a comer, con qué.
La más oscura era la bronca de esa señora parada en
la puerta de su edificio, sobre Mansilla, sin disimular que cuando
decidió bajar estaba ya en camisón y apenas había
amagado a tirarse algo encima, un saquito que no llegaba a taparla.
Daban ganas de llorar sus ojos perdidos y su manera de pegarle sin
fuerzas a esa cacerolita machucada mientras gritaba como una letanía
Basta. Basta. Basta. Basta.
Era casi alegre, sin embargo, la bronca de ese grupo parado sobre
Honduras. Hombres y mujeres, también algunos chicos, bailaban
al ritmo carnavalero que habían logrado arrancarle a sus
cacerolas para acompañar una canción de dos versos
repetidos al infinito: Cavallo, hijo de puta/ la puta que
te parió. Era una alegría que se contagiaba
por otras calles y avenidas: la pura felicidad de la descarga, la
posibilidad de escupir la puteada atragantada durante tantos días.
De vuelta en el taxi, la operadora desesperaba.
Evitar Corrientes. Y Santa Fe. Y Córdoba. Evitar todas
las avenidas.
Pero, como ya había descubierto el Gobierno a esa hora, no
había modo de evitarlo. La bronca estaba en todos lados.
No sólo en las avenidas y las plazas. También en las
calles más pequeñas. Y en las puertas de las casas.
Y en los balcones, y en las terrazas.
Al llegar a Federico Lacroze y Alvarez Thomas, a la bronca la acompañaban
cohetes y cañitas voladoras. Es que, en realidad, todo tenía
un aire a fin de año. A esas madrugadas de primero de enero
cuando la gente camina por las calles sin importarle la hora. A
ese estado un poco pasado, un poco desinhibido, aunque ahora no
era el alcohol lo que intoxicaba sino el hartazgo.
Por eso, algunos habían pensando en lanzar esos cohetes comprados
para las fiestas. A fin de cuentas, sentían estar despidiendo
algo. No el año, sino el ministro, el gobierno, con suerte
el modelo.
Olga, una señora de sesenta y pico bien mantenidos, se tapó
los oídos para el último estallido y decidió
que era hora de volver a casa. Había gritado y golpeado con
fuerza su asadera vieja. Ahora se sentía un poco mejor, dijo,
menos angustiada. Tenía una pequeña esperanza. Una
sensaciónde que tal vez cuando despertara al día siguiente
las cosas habrían cambiado. Que habría otro país.
Otra vida.
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OPINION
Por Sandra Russo
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Nosotros
Fue tan lenta y brutalmente que la política se alejó
de la gente, que el miércoles, cerca de la medianoche, cuando
la imagen de un patético Fernando de la Rúa se esfumó
de la pantalla, cuando instantáneamente el estruendo de las
cacerolas empezó a hacer resonar su eco metálico en
decenas de miles de balcones, cuando poco después todos salieron
de sus casas y en cada esquina y en cada avenida los vecinos empezaron
a confluir en la termita indignada que forzó la renuncia
de Cavallo, cada uno sintió que aquello no alcanzaba, que
tampoco alcanzará la renuncia del gabinete ni la de De la
Rúa. Cada uno lleva sobre sus hombros la sensación
de que hay que empezar todo de nuevo. De que hay que refundar.
La visión de los saqueos durante todo el día, la amenaza
de las tristes batallas de pobres contra pobres, el caldo de cultivo
para que nazcan serpientes de estos huevos, la certeza de que allá,
intramuros, en algunos despachos, otra vez ¡otra vez!
había quienes intentaban pactar alguna innoble repartija
sobre los cuerpos calientes de los muertos y sobre los cuerpos todavía
más calientes de los vivos, todo eso y mucho más afloró
en la conciencia colectiva. Nos han robado, nos han estafado, nos
han mentido, nos han manoseado, pero anoche pareció que así
y todo no nos han destruido.
¿Será ahora? ¿Será ahora que podamos
barajar y dar de nuevo? En la madrugada del jueves, las multitudes,
repartidas en manzanas, en barrios, en esquinas, estaban sorprendidas
de sí mismas. Una fuerza superior y más potente que
cada quien estaba operando ese hecho histórico. No hubo consignas
más allá de aquellas que mandaron al carajo a estos
tipos. No hubo otras banderas más que la azul y blanca. No
hubo atropellos ni desquicio, salvo contados incidentes seguramente
atribuibles o bien a gente arrancada o bien a gente al servicio
de la confusión. Los ciudadanos se reconocían entre
sí. Azorados de sí mismos, de ser tantos, de estar
tan bien sincronizados con el arma inocua pero atronadora de sus
tenedores y sus tapas de olla, de pertenecer, ahora sí, por
fin, nada más y nada menos que a un pueblo que ha dicho basta,
a un pueblo que aspira a la revolución que significa sacarse
de encima a los ladrones, a los charlatanes, a los miserables. Un
pueblo que está agotado de los males menores. Es con ese
cuento que hace años que nos vienen violando.
Esas multitudes espontáneas desparramadas por todo el país
siguen sorprendidas de su propia magia: sin consignas ni banderas
ni líderes ni nada más que esta atronadora presencia
en la calle, empezó a tomar forma la palabra nosotros. Si
nos salvamos, será pronunciándola.
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