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EL CONURBANO LEVANTA BARRICADAS Y SE ARMA ANTE UNA PSICOSIS DE VERSIONES
El fantasma del enemigo que viene

La propia policía les dijo
que custodiaran y, si hace falta, dispararan. La historia se repite
en todo el conurbano: dicen que
en otros barrios ya entraron los saqueadores, pero la versión nunca se confirma. Por eso no duermen: levantan barricadas y hacen guardia, armados con lo que tienen. Esperan al enemigo.

Por Marta Dillon

De entre todas las versiones que circularon como estampidas por el conurbano bonaerense hay una en la que acuerdan todos: el enemigo es de otro barrio. Otro, nada más. Los vecinos de Villa Centenario respiran el humo negro de las cubiertas que encendieron para defenderse de los que llegarían del otro lado de la ruta, del barrio Facundo Quiroga. Allá, al fondo, dicen, “ya es villa”. Pero en ese fondo también hay barricadas y temor de que llegue gente de “otro lado, de otro barrio, desconocidos”. Podrían ser de la Villa Itatí, arriesgan, cercada también por las columnas de fuego que prendieron los mismos vecinos. En Merlo la amenaza tiene el nombre de una villa de Moreno. En casi todas las localidades el fantasma se llama “Fuerte Apache” o “La Cava”, aun cuando Ciudadela quede tan lejos de San Isidro o de Banfield, por ejemplo, que el itinerario de los supuestos saqueos merecería la presencia de maratonistas entrenados. No hay razones, pero el mismo miedo se puede tocar en los distintos cordones del Gran Buenos Aires. Los otros, los extranjeros para el escaso territorio de una cuadra, vendrían a llevarse todo, a saquear esas casas mixtas que forman las barriadas, material y chapa, madera y plásticos para los vidrios que faltan. Cualquiera es capaz de afirmar que eso ya sucedió, cerca, a dos o tres cuadras. Y dan coordenadas precisas: fue en la calle Marsella o en la París. Aunque una vez allí las coordenadas siempre sean otras. Y otras. Qué importan las pruebas, alcanza con el rumor para no moverse del lugar que se defiende. Además, la recomendación primera, en cada caso relevado, es de buena fuente: “La policía nos recomendó defendernos como pudiéramos. Y las armas que teníamos oxidadas ahora las llevamos encima”.
El hombre no tiene ningún pudor en enseñar sus armas: un trabuco, una 22 y una botella con nafta a modo de granada de mano. Es remisero, pero hoy no fue a trabajar, su misión primera es defender sus cosas. Se descuelga del techo de una iglesia evangelista y hace señas a los de su cuadra para que “vengan a hablar”. Ya pasó el miedo inicial de ver a dos desconocidos acercarse a su territorio, esta cronista y un reportero gráfico obligados a caminar cincuenta metros con los brazos en alto a modo de bandera blanca. “Lo que pasa es que estamos muy asustados, es lo mismo que te pasaría a vos si tuvieras que entrar acá sola de noche. ¿No te daría miedo? A mí me da miedo cualquiera que no conozco y a esta hora –las cuatro de la tarde– estamos cansados, no hemos podido dormir en toda la noche.” La mujer se convierte en vocera de un grupo de vecinos del barrio Provincias Unidas, en Bandfield oeste. “La comunicación entre los barrios está totalmente cortada, ahora se funciona por cuadra y cada cuadra hace lo que quiere.” dice y separa las sílabas de la palabra que define su territorio. Está angustiada como todos los que respiran esa mezcla de polvo y humo que oscurece la tarde. Hace dos días que el plan Vida, el que llega con leche al barrio, no reparte ni un sachet. Es lógico, los piquetes de troncos y cubiertas no permiten el paso a nadie. Y ya se sabe, cada cuadra hace lo que quiere. Ella espera, para poder dejar su puesto de vigilancia frente a su casa, que alguien, desde arriba, le diga de que se trata este alud de rumores que inmovilizó a los vecinos. Es literal: “Yo pediría que un helicóptero de la policía, por ejemplo, pasara por el barrio y dijera si es verdad o mentira, que nos digan, que nos informen, estamos aislados y no sabemos quién nos puede atacar”.
Alguien lo dijo primero. Alguien habló con la familia despojada, un cuñado, el amigo de un amigo, un familiar por teléfono. Alguien describe un camión con “como más de cuarenta hombres, con brazaletes blancos y armas de grueso calibre, circulan por ahí y si te ven desprotegido entran”. Susana está en la cola para recibir la leche del plan Vida que sí llegó a Villa Centenario. Pero se distrae por hablar y pierde su turno y su bolsa, le pide a una amiga pero el reparto es urgente y lo que le dan no le alcanza. Susana ofrece acompañar a la cronista donde está la última barricada, defendida por diez jóvenes. “Nosotros no salimos a saquear y ahora no tenemos ni para comer, nadie vende y tampoco podemos salir a hacer la changa. Estamos al día nadie tiene nada en la heladera como para aguantar el desabastecimiento. Yo te digo la verdad, vinieron unos vecinos y me dieron unas sidras y unos paquetes de harina, porque me conocen. Pero de acá nadie sale a saquear casas.” Y lo mismo dirán en el barrio Juan XXIII, El Olimpo, Lisandro de la Torre, Itatí, Facundo Quiroga, Los Naranjos, Los Pinos. Para unos y otros la amenaza viene del lado contrario. Y ya no se teme decir que tienen armas, ni siquiera se cuidan en mostrarlas. “La policía nos dijo que tiráramos si veíamos que venía gente desconocida, porque ellos no dan abasto.” Ese vía libre no oficial le permitió afirmar al ministro de Seguridad bonaerense, Juan José Alvarez, que “ninguna de las siete muertes ocurridas en la provincia son imputables al accionar policial”. Y también le da un valor particular a las recomendaciones del gobernador Carlos Ruckauf de no salir en grupo a la calle más allá de la caída del sol, aun cuando oficialmente se desmintió que se hayan saqueado domicilios particulares. Al abrigo de la noche cualquiera es un enemigo y todos están habilitados a disparar.
“Le digo la verdad, yo no vi donde saquearon las casas. Me dijo mi hermano que vive Claypole que allá fue tremendo que hasta quemaron las casas. Y acá –en el barrio Provincias Unidas– se escucharon tiros toda la noche. Y uno está intranquilo porque tampoco quiero pegarle a un vecino, anoche escuché ruidos y salí a la calle con el fierro, me encontré con el plomero de enfrente, los dos nos estábamos apuntando, parecía una película de cowboys.” No tiene sentido preguntarle al hombre a qué se dedica, “acá no trabaja nadie, todos estamos esperando una ayuda o una changa, a veces sale, la mayoría de las veces no”. No importa cuántos kilómetros se recorran por el camino Negro o el Camino de Cintura. En las laterales es posible ver el humo de las barricadas, en barrios más o menos humildes, no importa, siempre hay alguien que está peor y esa es una señal de peligro. Entonces los primeros reparos sobre las medidas de seguridad van cayendo como fichas de dominó, si al principio las armas se ocultaban ahora la exhibición es una manera más de desalentar a cualquiera que intente acercarse. “Yo no quería electrificar la reja –dice Mariana Maruka, hija de ucranianos, cocinera por horas que por primera vez recibe leche de un plan alimentario y lo hace sólo porque no hay donde comprarla–, tenía miedo de que la tocara cualquiera, los chicos o los animales, pero ahora lo hacemos, a la noche cuando las tres nenas están dormidas. Mojamos todo, ponemos un alargue, lo pelás y hacés contacto. El que la toca se quema”, dice con la satisfacción de quien cree que puede burlarse de la amenaza.
Una pequeña moto de reparto de pan llega a una de las barricadas en el barrio Itatí y los vecinos que se desparramaban sobre la calle de tierra la rodean con avidez. Reconocen al conductor, es el que lleva y trae información. “Gómez, José Gustavo”, se presenta y dice que entendió que su misión era informar. Va de barrio en barrio, de esquina en esquina, escuchando lo que le dicen y contándolo. “Ahora vengo de Espronceda, me dijeron que hay un camión cargado de saqueadores que corrieron los muchachos del Juan XXIII, pueden venir para acá.” Pero no habló con los muchachos que expulsaron al camión. Alguien se lo sugiere y el hombre va y vuelve a los quince minutos. No pudo confirmar nada, pero trae una nueva versión, un tumulto que avanzaría por la calle Rodríguez. Las caras se tensan de miedo, los que estaban apostados vuelven a sus posiciones en los techos y se aviva el fuego de las barricadas. No importa si el rumor es débil, no importa que ninguno pueda imaginar quiénes podrían ser los que desean tanto sus cosas, sus heladeras vacías, su horas vacías por la desocupación. Los que alguien dijo a alguien que venían son otros.

 

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