La caída del gobierno de Fernando de la Rúa y su herencia
ameritan dos análisis separados. Por un lado, los penosos gestos
postreros, las responsabilidades del ex presidente, de la UCR,
de Alvarez, del Frepaso. Por otro, una herencia dual: un sistema
político herido y una refrescante experiencia de movilización
popular. Nace un gobierno peronista débil y jaqueado por la gente.
La ley electoral, qué dilema.
La
peor de las herencias
Por Mario Wainfeld
Dos regresos
en apariencia contradictorios pero interconectados dejará
la febril semana que termina hoy: volvieron la movilización
callejera y la inestabilidad política.
Claro está que el sistema político argentino realmente
existente incluye permanentes ocupaciones del espacio público.
Piquetes, carpas blancas, marchas diarias y más que diarias
a la Plaza de Mayo, al Congreso, a los Tribunales, a sus equivalentes
de provincias. Cortar una calle es moneda común, pedir
la presencia de las cámaras de TV recurso conocido por
el más distraído de los que reclaman algo del estado.
Ha habido formidables y en parte exitosas movilizaciones
masivas pidiendo por justicia (María Soledad, Cabezas,
derechos humanos por no decir sino los más conspicuos).
Centenares de caminatas promovidas por organizaciones gremiales.
La toma de conciencia colectiva, la relativa (en términos
histórico comparativos) baja represión, la explosión
informativa de los medios fueron moldeando cambios en los hábitos
(valía más tener cámara o un formato seductor
para la tele que masividad), adquisición de destrezas expresivas
(ya no hay argentino que no hable como si fuera un locutor de
noticiero si le ponen un micrófono delante).
Y, sin embargo, la presencia masiva en las calles fue haciéndose,
o se fue leyendo como relativamente inocua. Apenas capaz, en sus
picos más elevados, de obtener resultados sectoriales sea
Planes Trabajar o cárcel para el hijo del Gordo Luque
pero muy acotadas a la hora de sumar o afectar la situación
política general. Los paros no sirven de nada.
.Llenar la Plaza no cambia nada. pasaron a ser slogans de un socorrido
sentido común. La política, al menos en sus ligas
mayores, se definía en los mercados, en los ámbitos
institucionales, durante las rutinas electorales. Pero la calle
servía hasta ahí. Poquito.
Ya a fines de la semana anterior detonó un fenómeno
nuevo aún en esta tierra pródiga en movidas colectivas.
Con la provisoriedad propia de las lecturas hechas en caliente,
casi todos (analistas, dirigentes políticos y la propia
gente del común) coinciden: algo cambió cualitativamente.
Los cacerolazos y movilizaciones espontáneas, sin organización
que las convocara, sin banderas precisas y sin líderes,
brotaron como flores después de la lluvia, en todo el país.
Una conjura previa hubiera sudado tinta para acceder a tamaña
coordinación. Gente normal que se preciaba de serlo, que
se movilizaba desconociendo los códigos mínimos
que atesora el militante cuando sale a la calle: sin calzado adecuado,
sin rumbo preciso, sin vías de escape pensada, con bebés
en brazos o con la nona que todavía marcha.
Hay algo de imponente y mágico en lo colectivo, decía
Raúl Scalabrini Ortiz, y a este cronista hace largas cuatro
décadas que se le pone la piel de gallina cuando ve multitudes
en marcha y aún en este privilegiado instante, lector,
cuando quiere evocarlas para usted con probidad. Sobró
alegría, la inmediata alegría que da sentirse muchos.
Y la movilización tuvo lo que según se dijo
antes parecía estarle vedado en este estadio de la
historia: fue el golpe de knock out para el gobierno. La sociedad
argentina venía demostrando poder de veto (si no me cree,
pregúntele a Ricardo López Murphy) pero esta vez
pudo desequilibrar la balanza. Curiosamente su bandera fue el
desdén acerca de la política, la falta de banderas,
el hastío ciudadano.
El 17 de octubre de la clase media llevó acaso sus actuales
marcas de fábrica, una suerte de masiva individualidad,
un desprecio indiferenciado no ya por los malos políticos,
sino por la política. Un renacido afán de protagonismo,
aún no aderezado por ciertas engorrosas cuan productivas
tareas que impone ser protagonista: la organización, las
propuestas, las banderas. O sea, hacer política antes y
después de darle duro a la cacerola. Se ha puesto de moda
en estos días elogiar sin cortapisas la espontaneidad de
la movilización, su falta de banderías y de historia
previa. Y es real que en eso fincó parte de su fuerza.
Pero, a la luz de viejas sabidurías, que este columnista
no considera superadas, esas cualidades son también un
límite.
Límite que emparenta a los cacerolazos con el voto bronca,
que le dio un sopapo al Gobierno pero terminó favoreciendo
aunque también lo debilitó al peronismo.
Ahora será el PJ el que tendrá sobre su cabeza la
espada de Damocles de otros cacerolazos. Y eso será todo
un dato, básicamente positivo de los días por venir.
La
hora de la legitimidad
El abandono del gobierno por parte de los radicales
genera un escenario político de extrema debilidad, sin
precedentes desde 1983. De la Rúa pretendió neciamente
ignorar su falta de legitimidad y terminó siendo echado
por la gente en las calles. La situación institucional
pasa entonces a ser una charada. Si completa su mandato un presidente
designado por la Asamblea legislativa, es decir por un puñado
de hombres y mujeres a quienes la mayoría de los ciudadanos
ignora o desprecia, o las dos cosas, será este un mandatario
de nula legitimidad, a tiro de ser desalojado por cualquier buen
cacerolazo. Sin contar los golpes de mercado y otras lindezas
que, aunque se los haya soslayado por un par de días, también
existen.
Y, si como pretende el PJ, se pauta un breve interinato y luego
elecciones el enclenque será el presidente interino.
Ninguna de las opciones es perfecta y ambas contienen altos niveles
de riesgo. Parece más sensato apostar a un presidente surgido
de los votos antes que a un improbable líder salido de
una fumata parlamentaria. Pero el riesgo de que haya recambio
presidencial inesperado, en meses o en días, es innegable.
En ambos casos.
Para colmo el nuevo presidente, así surja de las urnas,
jamás tendrá el plafond y la ilusión que
acompañaron en sus albores a Raúl Alfonsín,
Carlos Menem y De la Rúa. La alternancia democrática,
no solo tiene el valor republicano de limitar a los gobernantes.
A veces también la nimba la magia de la representación
que hace rebrotar las ilusiones de los ciudadanos. En Argentina,
vaya a saberse por qué motivos, esas ilusiones han renacido
muchas veces. De hecho, en cada cambio de gobierno desde 1983.
Quien entre en la Rosada no tendrá esa suerte. Será
como mucho el mal menor, con un crédito irrisorio, sujeto
a revocación en cuestión de segundos.
De cara a esa situación el peronismo produjo un acierto
y dos errores. El acierto fue mostrar decisión para gobernar,
voluntad de hacer y diferenciarse todo lo posible del flamante
ex Presidente. Los errores fueron mostrar incontenible alegría
por la transición y anteponer su interna a la resolución
de otros dilemas. La sonrisa de oreja a oreja que mostró
Adolfo Rodríguez Saá el viernes tenía una
sorprendente falta de sintonía con los sentimientos masivos
expresados en las calles en esos mismos instantes. La decisión
sobre la ley de lemas, un mecanismo complejo, sin tradición
y de dudosa constitucionalidad fue ponerse una piedra en el camino.
Trabó la aprobación de la elección del gobernador
puntano, circunstancia que persiste al cierre de esta nota, bien
entrada la noche del sábado. Y abre al menos dos escenarios
peliagudos para el PJ:
El más comentado,
a fuer de más probable, que gane un sublema del PJ que
represente apenas al cuarto del electorado o menos. Incluso hasta
podría ocurrir, como pasó tantas veces en Uruguay,
que el elegido tuviera menos sufragios que algún candidato
opositor.
El segundo es que se
arme un lema opositor aglutinando a fuerzas minoritarias que capitalicen
el deterioro actual del PJ más el que acumule en dos meses
de ardua gestión. Esta hipótesis parece difícil
dado el sectarismo y la falta de olfato político de la
izquierda y la centroizquierda nativas, pero todo puede cambiar
y a la ocasión la pintan calva.
Todos
llegan mal
Una de las virtudes tácitas que tenía
un mandato más o menos exitoso de la Alianza con sus banderas
era los efectos que debía obrar sobre el peronismo. Fuerza
pragmática y adaptable por demás, el PJ se vería
obligado a despojarse de vicios adquiridos durante la gestión
menemista y adecuarse al signo de los nuevos tiempos. Eso significa
purgar a ciertos impresentables y corruptos, adquirir parte de
las banderas del adversario, desalojar algunos cuadros ligados
al pasado. Con una mezcla innegable de astucia, amnesia y oportunismo,
el justicialismo cumplió esas tareas entre 1983 y 1987,
jaqueado por la vigencia del gobierno de Alfonsín. Esta
vez no tuvo necesidad (tal vez tampoco ocasión) de arrojar
lastre, volvió antes de lo esperado y de lo deseable aún
dentro de una muy poco exigente perspectiva sistémica.
Las terceras fuerzas tampoco han terminado de prosperar en este
tiempo. El Frente Grande se pulverizó (ver nota aparte).
La izquierda tradicional ganó espacio en la Capital pero
aún le cuesta trascender los estrechos límites de
ese territorio y de su internismo.
El caso de Elisa Carrió es bien paradójico. Fue
la dirigente que mejor atisbó y prenunció lo que
está ocurriendo. Y había ganado centralidad como
opositora para las elecciones de octubre. Algunos errores tácticos
pero severos le hicieron traspapelar la oportunidad de ser hoy
la principal referente de la oposición al bipartidismo:
a) falta de precisión en las pruebas de sus veraces denuncias,
b) un armado electoral con aliados mezquinos y municipales totalmente
distante de la novedad y vastedad de sus denuncias y c) no presentarse
ella misma como candidata. Igual está en la línea
de partida y le queda tela por cortar. El Frente nacional contra
la pobreza, que imaginaba para sí otro destino (el de una
dinámica y creativa oposición al modelo, por afuera
de las instituciones del Estado) deberá abrir un debate
de cara a un eventual proceso electoral abierto a la sorpresa.
Durante 18 años la Argentina fue un país de riquísimo
juego político, pleno de movidas hábiles, coaliciones
creativas y gran estabilidad institucional. Eso en un marco de
pobreza y exclusión crecientes. El marco ominoso sigue.
Lo han complejizado la presencia batallante de la clase media
en las calles y el riesgo institucional. Un mix explosivo que
ya se cargó a un presidente. Y que, si las cosas ( mejor
dicho los protagonistas) no cambian mucho, puede llevarse puesto
también al que sigue.
Yo,
el peor de todos
Por M. W.
Los últimos
gestos de Fernando de la Rúa lo pintan de cuerpo entero:
Sus dos discursos fueron
engolados y carentes de contenido, pletóricos de autoelogios.
Reiteró en momentos límites una retórica,
mezcla de balbinismo y jerga jurídica, colmada de metáforas
congeladas (el llamado de la hora, los grandes
consensos, el ejercicio de la autoridad) inoperante
para transmitir información o demostrar sentimientos.
Su fruición
por el formato mediático: se calzó lentes para mirar
a la cámara, un recurso que ya fatigó Mariano Grondona
y que le aconsejó su hijo para darse aires de estadista.
La hipócrita
negativa de su responsabilidad política, legal e histórica
por el baño de sangre que regó su fuga. Fue
la ley, farfulló ante los periodistas por toda explicación,
sin tener siquiera la hombría y la responsabilidad institucional
de advertir que fue él quien decretó el estado de
sitio y fueron sus subordinados Ramón Mestre y Enrique
Mathov (que se llevan el holgado record de asesinatos cometidos
por las fuerzas de seguridad desde 1983 en adelante) quienes condujeron
la masacre.
El intento de derivar
la culpabilidad a terceros, sean los agentes del caos o el peronismo.
Jamás tuvo la entidad moral y política para ser
presidente de la Argentina. Ser conservador y hasta reaccionario
fue el menor de sus pecados. Además fue necio, sordo, con
apenas dos ideas fuerza entre ceja y ceja: su imagen pública
y el equilibrio fiscal al que repitiendo sonsonetes que
le soplaba al oído un amigo millonario y frívolo
atribuía incorroborables dotes mágicas. Tamaña
estrechez de miras competen acaso a un intendente (un intendente
de ciudad chica, mejor) pero no a la máxima autoridad de
una sociedad compleja. A la hora de la hora fue sectario con sus
aliados, pasivo con los corruptos de su gobierno, negociador con
los corruptos de la principal oposición, lento para tomar
decisiones inexorablemente erradas y autodestructivas. En las
horas postreras le cabía todavía la chance de algún
gesto de grandeza o de introspección. Pero, imitando a
los imitadores que lo ridiculizaban a diario, solo logró
suscitar odio y vergüenza.
La mayoría de los integrantes de su gabinete estuvieron
a su misma altura. Empezando por su amigo y protegido Héctor
Lombardo, quien se negaba tozudamente a entregarle su renuncia.
Siguiendo por el joven Lautaro García Batallán,
quien también mezquinaba la suya y proponía que
el gobierno siguiera a sangre y fuego un par de meses, mientras
se pactaba una transición. Estaba muerto de miedo
relata un ministro que lo vio de cerca comparaba a
De la Rúa con Ceacescu y auguraba que, si renunciaba, iba
a ser colgado por las turbas. Prosiguiendo por Mestre y
Mathov que no dieron la cara mientras uniformados a sus órdenes
cometían todo tipo de tropelías contra ciudadanos
que, con sobrados derechos y ganas, se hacían sentir. Y,
frutilla del postre, culminando en el General, honoris causa,
Horacio José Jaunarena, quien les pidió a sus colegas
de armas que salieran a la calle a reprimir manifestantes, recibiendo
él, que se supone es un abogado y un dirigente político
una lección de derecho de los propios jefes militares.
Sólo dos de los ministros mantuvieron hasta el final al
menos el temple y la actividad que como piso debe
tener un hombre de Estado: Chrystian Colombo y Adalberto Rodríguez
Giavarini. No fue azar, también habían sido los
que habían puesto capacidad de trabajo, sentido común,
voluntad de diálogo (cualidades que no suelen combinar
los radicales, según se vio). El jefe de Gabinete terminó
siendo el único funcionario del Ejecutivo que podía
hablar con la principal oposición, el único considerado
un interlocutor válido y pertinente. Esa aptitud, la hiperquinesis,
y la dedicación full time (en un gabinete caracterizado
por la incompetencia y la molicie) fueron sus principales méritos.
Los del canciller fueron lamoderación y la destreza para
evitar incendios. Ambos, empero, renguearon de la misma pata que
todo el Gobierno: por formación ideológica, por
defensa de intereses concretos o por falta de perspectiva fueron
eternos abanderados de las políticas de ajuste permanente.
Discutieron a Domingo Cavallo su autoritarismo y sus modales y
a De la Rúa su autismo pero jamás les controvirtieron
el nefasto y por añadidura inviable rumbo estratégico
elegido para el país.
Se
dobló y no se rompió
Este es el fin del partido, se
abatía Raúl Alfonsín repantigado en un sillón
en el Senado. Era la tarde del jueves. Afuera morían argentinos
como moscas, había estado de sitio, y tambaleaban, amén
de la UCR, la Alianza (de la que se supone Alfonsín era
baluarte) y el sistema democrático mismo. Pronunciada en
tamañas circunstancias, la frase desnuda con crueldad los
límites del que fue y difícilmente vuelva
a ser en mucho tiempo principal partido de gobierno. La
lógica interna absorbe la libido, la actividad y la imaginación.
El escándalo de las coimas senatoriales fue una prueba
de fuego y los radicales no la superaron. Puestos a elegir, privilegiaron
proteger a José Genoud y Augusto Alasino antes que defender
una bandera fundacional de la Alianza. Sostener la máquina
partidaria, mantener invictos los privilegios y la financiación
espuria de la política estuvieron muy por encima de la
sabiduría de preservar la Alianza, que los había
catapultado del erial electoral (al que ahora vuelven) al apoyo
de las mayorías. En el mismo sentido se inscriben los gestos
públicos y privados que Alfonsín y De la Rúa
(enemigos supuestamente inconciliables a la hora de hablar generalidades)
prodigaron a favor de la impunidad de Carlos Menem.
El radicalismo bonaerense, de retórica progresista a nivel
macro, añade al conjunto la mácula de haber tenido
innegables acuerdos de .gobernabilidad. con los ejecutivos del
peronismo provincial. Manejando, entre 1997 y 2001, mayorías
parlamentarias y órganos de control jamás le hicieron
cosquillas a Eduardo Duhalde y Carlos Ruckauf, a quienes eso sí,
demonizaron en cien tribunas.
Dual, viscosa, fue la relación entre el radicalismo y De
la Rúa. El partido de Yrigoyen terminó pariendo
un oficialismo capcioso, generoso en quejas y reproches pero incapaz
de torcer la débil muñeca presidencial. Bien mirados,
acompañaron sus peores decisiones (desde hacerse el oso
con las coimas senatoriales, hasta la represión de estos
días, pasando por el déficit cero) pero hurtaron
el cuerpo para defenderlo, mientras desgranaban un discurso incomprensible,
laberíntico, autocentrado.
Se muere como se vive. En las últimas horas, funcionarios
y legisladores endilgaron a un jesuítico funcionario de
Ruckauf haber organizado los saqueos e ir avisando a ciertos medios
dónde irían a ocurrir. Pero nadie se atrevió
a ponerle la firma a esas denuncias ni a probarlas.
El
socio (muy) menor
El socio menor de la Alianza, el Frepaso también
contribuyó, en proporción al capital accionario,
al patético final. Desde el vamos no pudo desentrañar
la compleja misión de conciliar su espíritu crítico
e innovador con la cultura de gobierno. Arrancó
rifando los lugares que había ganado dos ministerios
tan luego poniendo a dos dirigentes manifiestamente incompetentes
para imprimirle un perfil progresista y eficiente a sus carteras.
Graciela Fernández Meijide y Alberto Flamarique fueron
elegidos por méritos ajenos a la capacidad de gestión.
Y así lesfue. Terminaron en verdad se desplazaron
rápidamente mucho más cerca del delarruismo
en su etapa terminal que del Frepaso de 1997.
Esa fue apenas la primera decisión gravemente errada de
Carlos Alvarez. Enhebró varias más: defender hasta
el patetismo las peores políticas del gobierno casi hasta
el día en que renunció. Su renuncia fue un gesto
discutible pero con tonalidades épicas y de desprendimiento
inusuales que abría mejores desemboques que los que él
mismo eligió. La desmereció por no haber sabido
sostenerla, primero por no haber motivado a sus huestes a seguirlo,
luego por haber intentado un movimiento ciberespacial, luego por
haber fantaseado con Cavallo y luego por haber desaparecido de
la escena pública.
Sus seguidores se desperdigaron como las perlas de un collar.
Una buena parte de los que prosiguió en el Gobierno antepuso
su continuidad a cualquier coherencia. Por su puesto, y no por
su módica importancia relativa, el caso más irritante
es el de Diana Conti quien toleró impunidad para las violaciones
de derechos humanos del pasado y nada dijo cuando la coherencia
y hasta cierta pizca de astucia aconsejaban hablar frente
a las que ocurrían en la propia puerta de su Subsecretaría
en los estertores de su gestión.
Final
contrafáctico
Una tentación acomete a los cronistas ante
un hecho consumado: la de pensar en términos de tragedia,
esto es destinales. Todo lo que ocurrió presupondría
esta mirada está contenido en sus primeros orígenes.
La historia, la política y las sociedades suelen probar
lo contrario: siempre hay márgenes para la voluntad, para
desviarse algo de lo dado, para mejorar o empeorar. El gobierno
que acaba de irse pudo ser menos penoso si el Presidente hubiera
despegado algo del piso, si su partido le hubiera impuesto otros
rumbos o en el peor caso lo hubiera enfrentado cabalmente.
Si hubiera tenido más cuadros como, por caso, Melchor Cruchaga
y Darío Alessandro que acompañaron políticas
cuestionables pero al menos lo hicieron con el aditamento del
trabajo constante, del diálogo democrático y de
la incorruptibilidad personal. Si Chacho hubiera elegido otros
rumbos o de mínima hubiera sido congruente
con sus dos decisiones más potentes: sumarse al gobierno
con un perfil propio y renunciar. Si la Alianza hubiera perseverado
en la lucha contra la corrupción, hubiera destinado cuadros
más eficaces y más recursos a las políticas
sociales, si sus cuadros políticos no hubieran caído
en la pereza y la ignorancia de creer que el país crecería
a un 3 por ciento anual y eso obturaría otros problemas
y debates.
Si hubiera habido, por decir lo palmario, desde el Presidente,
el peor de todos, hasta el último dirigente aliancista
cierta conexión con la realidad, con las demandas de la
gente de pie, con las modestas banderas que los llevaron, apenas
ayer, en triunfo a la Rosada.