Por Miguel Bonasso
El jueves último, efectivos
de la seccional segunda de la Policía Federal golpearon, torturaron
con picana eléctrica portátil, secuestraron, amenazaron
de muerte y mantuvieron ilegalmente privado de su libertad al ciudadano
Eduardo de Pedro, de 25 años de edad. También ocultaron
su arresto clandestino a la jueza federal María Romilda Servini
de Cubría, que preguntó concretamente por el paradero del
secuestrado en la comisaría segunda. Con estos actos, los policías
acumularon gravísimos delitos que recuerdan los tiempos de la dictadura
militar. El caso De Pedro, que hoy revela Página/12, es uno de
los más rotundos desmentidos a quienes, como el ex presidente Fernando
de la Rúa o su jefe de Policía, Rubén Santos, afirmaron
que los efectivos policiales habían actuado de acuerdo a
la ley. Por suerte, De Pedro se salvó de un destino peor
al sufrido gracias a un oportuno choque del patrullero que lo transportaba
y a la actitud valiente de un médico del hospital Argerich que
alertó sobre su presencia en el establecimiento. También
gracias a que tenía a sus espaldas el sindicato de empleados judiciales.
No todas las víctimas tuvieron esa suerte.
Un chico a quien llaman
Wado
Eduardo de Pedro (Wado, como lo llaman sus amigos) es un
muchacho amable, de apariencia frágil, signado por un destino que
se inicia en la dictadura y continúa en democracia: su madre y
su padre están desaparecidos. El padre, Enrique de Pedro, desapareció
el 22 de abril de 1977 y la madre, Lucila Rébora, el 11 de octubre
de 1978. Estaba embarazada de nueve meses, por lo que se supone que Wado
tiene un hermano o hermana posiblemente entregado a represores. El mismo
fue, durante meses, un bebé en cautiverio, hasta que unas tías,
hermanas de su madre, lograron rescatarlo. Actualmente estudia abogacía,
trabaja en la Unión de Empleados Judiciales de la Nación
(UEJN) y milita en la agrupación HIJOS.
Ayer fue localizado por Página/12 y pese al lógico temor
que le dejó la pesadilla vivida el jueves en la Plaza de Mayo,
aceptó sentarse frente al grabador y contar su historia. Sólo
vaciló un momento cuando el cronista le preguntó si podía
identificar a quienes lo habían secuestrado y torturado. Uno
de los tipos evocó con una sonrisa nerviosa me dijo
que sería boleta si hablaba. Revisamos juntos las fotos del
instante mismo en que se produce el secuestro y el cronista insistió
para que lo señalara. En la foto no se ve explicó
pero tenía una placa identificatoria con un número.
Cuál era el número, insistió el autor
de esta nota, pensando que la exhibición pública protege
la seguridad del muchacho. Wado pensó un minuto, en el que los
peores recuerdos del jueves pasaron por su cabeza y se preguntó
si no podrían llegar a su vivienda actual. Luego contestó,
en voz baja, pero firme: Seis ocho uno seis. Queda escrito:
el torturador se identifica con el número de L.P.6816 y revista
en la seccional segunda de la Policía Federal.
En una de las excelentes fotos de Damián Neustadt que ilustran
esta nota se lo puede ver con total claridad. Por cierto, Damián
corrió sus propios riesgos para tomar la secuencia fotográfica:
un policía le aconsejó retirarse poniéndole una Itaka
en la sien. Por eso conviene formular una advertencia: cualquier cosa
que le ocurra a Wado -.aunque sea un resfrío le será
achacada de manera inmediata al señor 6816.
Los hechos, gravísimos, indicativos de que 18 años de democracia
no han servido para cambiar los hábitos macabros de nuestras policías,
ocurrieron de la siguiente manera:
El secuestro
En la mañana del jueves 20 de diciembre, Eduardo de Pedro debía
llevar unos volantes del sindicato a la Cámara Nacional Electoral.
Poco antes de las once se bajó de un taxi en Diagonal y Florida
y comenzó a caminar por la avenida cuando alguien que corría
hacia el Obelisco le dijo que los efectivos de la Federal estaban apaleando
a las Madres de Plaza de Mayo. Indignado, dejó de lado la tarea
que tenía y avanzó hacia la Plaza. En ese momento
la Diagonal estaba vacía; no había manifestantes, ni nadie
que rompiera nada. Sólo gente que caminaba tranquilamente como
yo. Y de pronto, los pocos que estábamos en la avenida, vimos que
la caballería se nos echaba encima y se acercaban peligrosamente
unas motos con policías armados con escopetas. Estaba por bajar
a la calle, me pareció que me iban a atropellar, alcé la
mano en que llevaba el bolso y uno de los policías me lo arrebató.
Desolado observó cómo la moto partía con su bolso
lleno de papeles del sindicato y se dirigía hacia el núcleo
de patrulleros y efectivos de la Federal que cortaba en diagonal la calle
San Martín. Inocente, casi cándido, se dirigió hacia
el manchón azul oscuro que montaba guardia bajo los plátanos
de la avenida y respiró al comprobar que el bolso estaba en el
suelo, entre las patas de los caballos y los borceguíes de los
represores. Entonces hizo algo que comprueba su inocencia: se acercó
al grupo de policías y exigió que le devolvieran lo que
era suyo. La respuesta no se hizo esperar: lo derribaron de un manotazo
y varios se le echaron encima con ferocidad, como lo prueban las fotos
y un video tomado por el camarógrafo de Todo Noticias.
Entonces Wado cometió el segundo error que pudo resultar fatal.
Se puso a gritar: ¡Soy de HIJOS! ¡Soy Wado! ¡Soy
de HIJOS!.
Lo que provocó una mueca de satisfacción en una de las fieras
que estaban de civil:
¡Uy, miren! ¡Este es de HIJOS!
Y los golpes y patadas se multiplicaron, junto con los feroces tironeos
para llevarlo a un patrullero. Eran las once y diez de la mañana.
Wado es delgado, pero la desesperación le dio fuerzas para resistir.
Hasta que le alzaron la camisa y sintió unas punzadas de fuego
en los riñones, el inequívoco hormigueo de la corriente
eléctrica. Entendió enseguida que lo torturaban con una
portátil y gritó con todas sus fuerzas:
No, ¡con picana, no! ¡con picana no!
Pero la corriente eléctrica lo había aflojado y pudieron
meterlo a presión en un patrullero sin la clásica rejilla
que divide los asientos delanteros de los traseros. Wado, sin embargo,
logró escurrirse y se escapó del auto por la puerta opuesta.
Los policías enardecidos lograron recapturarlo y volvieron a derribarlo.
En el piso lo molieron a patadas y a culatazos en los riñones y
en la cabeza. El fornido personaje que llevaba la placa 6816, le gritaba
frenético en la oreja:
¡Hijo de puta! ¿Te hacés el guapo? Te vamos
a matar, hijo de puta.
Luego lograron meterlo en el auto y arrancaron. En el asiento trasero
iba el prisionero en el medio, escoltado por 6816 y otro personaje al
que no se le veía la identificación porque llevaba un chaleco
antibalas. Al volante se situó un morochito de pelo cortito
que vestía una camisa blanca de manga corta. Los tipos de
atrás le bajaron la cabeza y empezaron a golpearlo en el cráneo,
en la columna, en los riñones, mientras el de la chapa le aseguraba
que iba a ser boleta en cuanto llegaran a la comisaría. Al cabo
de unas cuadras, el personaje que parecía comandar la acción,
lo agarró de los pelos y le alzó la cabeza proponiéndole
al chofer, como quien comparte unos tragos:
Che, ¿por qué no le das un rato vos?
El morochito no se hizo rogar y comenzó a pegarle con el codo en
la frente hasta hacerle perder el conocimiento. Tanta aplicación
puso en la tarea que, en el último codazo, al darse vuelta para
mirar a la víctima,estrelló el patrullero contra un taxi.
Fue en la esquina de México al 300. El prisionero, que se había
desvanecido, recuperó la conciencia con el fenomenal topetazo y
con una nueva tortura: la bestia de la chapa le estaba retorciendo el
brazo y en un momento aulló, convencido de que el policía
le había sacado el hombro de lugar. Pero el caos lo
estaba salvando. El chofer que le pegaba se había roto o luxado
la muñeca y el taxista estaba herido. La gente se arremolinó
y Wado aprovechó la presencia de los curiosos para pedir a los
gritos una ambulancia, porque se le había salido de lugar el hombro.
En voz baja, el de la plaza, lo amenazaba:
Callate, hijo de puta, porque en cuanto lleguemos te vamos a matar.
Preocupado por su muñeca, el chofer bajó del auto. También
lo hizo 6816, dejando por fin de retorcerle el brazo. Wado sintió
un enorme alivio y la sensación clara de que el hombro retornaba
a su lugar. El secuestrado quedó a cargo del agente con el
chaleco antibalas. Una ambulancia del SAME se llevó al taxista
y otra del Churruca atendió al chofer del patrullero, que regresó
al volante con la muñeca vendada. Una vez en su asiento se volvió
hacia Wado y le dijo, señalando la mano vendada:
Pendejo de mierda, esto es por tu culpa.
Una mujer se separó del grupo de curiosos y se acercó al
patrullero ofreciéndose para atender al prisionero porque era médica.
El de la chapa le agradeció diciéndole que no era necesario.
Aprovechando la presencia de la gente, el prisionero empezó a pedir
a los gritos que lo llevaran a un hospital. Y los policías, finalmente,
no tuvieron más remedio que acceder. El de la chapa le pidió
la cédula y se la guardó en el bolsillo de la camisa. Luego
vino una ambulancia y se lo llevaron al Argerich, esposado y custodiado
por dos policías.
Al entrar al Argerich respiró, sintiendo que se había salvado
de un peligro indudable, que las amenazas no eran simple retórica.
Cuando lo revisó el médico de guardia había pasado
una hora y media desde el momento de su caída. El policía
que le sacó las esposas para la revisión médica,
le advirtió en voz baja:
Ojo, con lo que decís, no te hagas el pelotudo.
Wado entendió el mensaje y lo tranquilizó:
Voy a decir que me golpeé con el choque.
Pero el médico de guardia no era tonto. Hizo salir a los policías
y le bastó ver las lesiones para entender lo que había ocurrido:
el paciente presentaba traumatismos múltiples, escoriaciones frontales,
lesión en el tabique nasal, hematoma en cuero cabelludo, hematoma
en miembro inferior izquierdo, en zona glútea y algunas curiosas,
significativas marcas en la espalda. El paciente estaba muy dolorido porque
los golpes, entre otros nocivos efectos, le habían dañado
el nervio ciático.
Wado tuvo entonces una idea luminosa y solicitó que lo revisara
un neurólogo por los fuertes golpes en la cabeza. El doctor Pablo
Barbeito no sólo lo revisó y ordenó a los policías
dejarlo varias horas en observación. También tuvo el coraje
de llamar a los compañeros de Eduardo de Pedro en el Sindicato
de Judiciales y avisarles que estaba en un box de la sala de urgencias
del Argerich. Al rato cayó el secretario general de la UEJN, Julio
Piumato, junto con otros compañeros del gremio y de la Facultad.
A los que pronto se agregarían un asesor del defensor del Pueblo
y el abogado Pablo Ceriani Cernadas, del CELS, quienes ordenaron a los
policías sacarle las esposas para que pudiera pasar en reposo las
seis horas recetadas por el médico junto con una medicación
a base de analgésicos y antiinflamatorios que le suministraron
con suero, por vía intravenosa. Los policías querían
irse y llevarlo a la comisaría, pero ya había demasiada
gente decente dispuesta a impedirlo. El hijo de desaparecidos volvía
a vivir. Mientras tanto, en paralelo, abogados del sindicato, del CELS
y de la Defensoría del Pueblo libraban una lucha difícil:
la de los hábeas corpus. Como la inmensa mayoría de los
detenidos no estaba a disposición de ningún juez y ni siquiera
a disposición del Poder Ejecutivo, como lo establece el estado
de sitio y, por lo tanto, eran simples secuestrados, la Federal negaba
tenerlos presos.
Piumato se había comunicado con la jueza Servini de Cubría,
que ese jueves logró parar la represión por un rato
apenas presentándose en la Plaza de Mayo, y le pidió
que ubicara al empleado desaparecido. La jueza hizo el reclamo en la comisaría
segunda y se lo negaron. Antes habían hecho exactamente lo mismo
con la abogada de la UEJN, Silvina Güerri, a quien un principal de
apellido Lucero le dijo que no había ningún detenido De
Pedro, mientras a su lado un oficial ayudante de apellido Blanco tenía
en su mano la cédula de identidad de Wado.
Para ese entonces dos diputadas Irma Parentella y María América
González se habían hecho presentes en la comisaría
exigiendo revisar a los detenidos. Servini ordenó a los policías
que las dejaran pasar a las celdas. Allí se encontraron nada menos
que al defensor adjunto de la Defensoría de la Ciudad, Gustavo
Lebergueris. Y él le dijo a la abogada de Judiciales que diera
la pelea por Eduardo de Pedro, porque había visto el bolso del
muchacho en el patio de la comisaría.
Para ese entonces el fotógrafo Damián Neustadt había
llamado a la Defensoría a cargo de Alicia Oliveira denunciando
el secuestro de Wado, que él mismo había fotografiado corriendo
un grave riesgo. Eso puso en marcha otro hábeas corpus de los cinco
que habría en total. Otros amigos y compañeros de Wado habían
visto por televisión la cruenta captura.
A las 15 horas, casi cuatro horas después de la detención,
la seccional segunda de la Policía Federal seguía negándole
a la Justicia que Eduardo de Pedro estuviera detenido. Pero a esa hora
salió de los calabozos de la Segunda el doctor Moras Mom, secretario
del juez de instrucción Roberto Grispo en quien finalmente
había recaído la jurisdicción respecto al hábeas
corpus de Wado y le comentó a la doctora Servini de Cubría
el curioso episodio del choque entre el taxi y el patrullero que llevaba
un detenido.
Ignorante de todos estos movimientos, negado por la policía a la
Justicia, Eduardo de Pedro continuaba su reposo en el Argerich. A las
cuatro se le agregó un compañero de box y de militancia:
un chico de una sección disidente de HIJOS de La Plata, que tenía
un balazo de 38 en la espalda, entre la quinta y la sexta costilla. Y
al que le debe haber causado poca gracia la rotunda afirmación
del jefe de la Federal, Rubén Santos, ante los medios que lo atajaron
en los tribunales de Comodoro Py: La policía no tiene balas
de plomo.
A las cinco de la tarde, Wado sufrió un desvanecimiento del que
se recuperó rápidamente. A esa misma hora el juez Grispo
ordenaba su libertad, directamente desde el Argerich, sin pasar por la
comisaría segunda, en atención a las amenazas sufridas por
el prisionero. El escrito, en el que ordena la liberación inmediata
de otros sesenta detenidos, por encontrar que no existe para cada
caso concreto orden escrita de autoridad competente que justifique la
detención de los beneficiados, es jurídicamente irreprochable
y deja abierta la puerta para castigar a secuestradores y torturadores.
¿Será?
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