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CACEROLAZO DE CLASE MEDIA
En el barrio norte

Boby vengó a sus dueños haciendo caquita en la puerta del ministro. Las chicas salieron, por primera vez en la vida, a la calle en una marcha y aprendieron que cortar el tránsito tiene lo suyo hasta en la avenida Libertador. En otros barrios, en todos los barrios, la clase media salió a hacer ruido contra un presidente que en buena medida votó hace dos años.

Por Alejandra Dandan

La mejor escena no tuvo testigos. “Boby –dijo él–, hacele caca en la puerta al ministro.” La orden fue para el perro y lo del ministro, claro, era la casa de Domingo Cavallo. Fue muy de madrugada, tal vez la una y media, cuando esa esquina de la avenida Libertador se volvía uno de los escenarios de insubordinación espontánea de la clase media porteña. Aún hoy nadie entiende demasiado qué es lo que sucedió ese día. Por el barrio de Cavallo se oyen explicaciones que van desde las que intentan un análisis sesudamente político, hasta las de quienes sintieron “una vibración que nos mandaba sin mandar”, como dice ahora una de sus vecinas. Más allá, en Palermo, San Telmo o La Boca, todavía queda un trago bien dulce después de ese día. Para muchos el cacerolazo del miércoles fue tan claro como para esta mujer: “La verdad, no me daba para ir al supermercado”. Encontró en la plaza un lugar para estar.
Los puntos de confluencia de esa noche fueron tantos como las historias que marcharon en las columnas que aparecieron casi mágicamente en la calle. Estefanía Coluccio estaba en su casa, uno de los edificios más lindos de Ortiz Ocampo, a media cuadra de la casa del ex ministro. Miraba la tele y ni siquiera había escuchado el discurso de Fernando de la Rúa, cuando empezó a sentir afuera el ruido a latas. Se asomó al balcón y enseguida llamó por teléfono a Jose, su amiga del barrio. No tenían idea de lo que era una marcha, mucho menos que en unas horas más ellas avanzarían por Libertador para llevar adelante una de las tareas que hasta allí les parecía una verdadera afrenta: “No queríamos molestar a los autos, imaginate –dice Stefanía– no queríamos ser piqueteros ahí frente a nuestras casas”.
Pero enfrentarse al torrente de autos no era nada pero nada fácil. Así que probaron una vez y pararon. Todavía había lugar en la vereda y no les parecía necesario. Al final, ya eran tantos vecinos que les dio menos vergüenza y se sentaron. Ahora se matan de risa: “Fue la manifestación más cheta que vi”, van comentando. Es que frente a la casa del ministro se reunieron sus vecinos. Entre Ana María Campoy que apareció por ahí y Juan Castro más allá, llegaron los mejores modelos de 4 por 4 con pitos y matracas. Los que salieron de sus casas y sin pensarlo terminaron allí fueron los más controlados. No es que los persiguiera la policía o los guardias civiles que preparaban los palos más al sur de la ciudad. Estos controles eran más íntimos y se escuchaban a través de los teléfonos celulares:
–¿Querida, dónnnnnddeeee estassssss?
–Ay, ya vuelvo, no te preocupes. Sí, en una manifestación en la casa de Cavallo.
Mónica Schaikis lo repitió mil veces. Toda la familia la buscaba preocupadísima por el estado de sitio. Ella, como si nada. Cuando sonó el decretazo del presidente, agarró la mochila y salió a caminar para “hacer funcionar las pocas cosas que todavía funcionan”. Aunque vive por ahí, no se quedó en lo del ministro, se encerró con unos compañeros de arte para seguir trabajando mientras Cecil discutía con sus hijos si bajar con la cacerola y una cuchara o, mejor, con la bandeja de las pizzas. Cecil Caillon había pasado el día frente a la tele: “Me lloré todo, estaba angustiadísima, sin ganas de nada”. Su historia, así de chiquita como la cuenta, fue la misma que fue pasando por el alma de cientos que a esa hora ya cruzaban despiertos la medianoche. Apenas escuchó ruidos subió a la terraza: “No había nadie y la verdad, al principio me sentía medio rara con las ollas”. Los golpes no eran fuertes ni parecidos a esos profesionales que se oyen en las marchas, más bien era todo al revés: sus primeros ruidos ni siquiera se escuchaban.
A unas cuadras de su casa y mientras vestía a los chicos para salir, Inés lo despertaba a su marido. “Mirá, por favor, querido, vení asomate”. Los Blanco viven frente a la casa del ministro, están acostumbrados a las vallas que en todos estos años se fueron armando y desarmando frente a latorre. Esta vez era distinto. “En mis 69 años nunca vi una cosa así: ni pancartas, ni insultos, ni políticos: nunca una cosa con este tipo de calidad.” Don Ignacio lo cuenta y todavía le emocionan hasta las patas que le están dele temblar. Ese día Inés cumplía años. Ahora dice que tiene dos motivos para acordarse de ese día como de un hecho histórico.
El asunto es que todavía no es tan histórico. Todo lo que pasó parece tan poco pasado como las sensaciones que por todos lados siguen flotando. La misma Inés, antes de seguir caminando, se para a pensar un rato sobre las renuncias y los próximos días en el país desarmado:
–Después del miércoles –dice– hay una diferencia clara: ellos ahora saben que los que ponen los límites somos nosotros.
A partir de ahora todos ellos escucharán esto que dice ella:
–Señor, basta de robar, si usted roba se va mañana.
Esa noche, mientras los Blanco estaban en el balcón, una de las abogadas más jóvenes del barrio volvía de un restaurante de Belgrano con su papá. Jamás, dice y lo repite de vuelta, “nunca, estuvimos en una marcha”. Nunca pensó que esa noche iría a la primera y encima a una que le quedaba a media cuadra. Cuando volvían, don Menceyra entró el auto y antes de entrar le habló a Victoria con voz de papá: “Vamos”. No dijo más pero Victoria subió a su piso a prepararse. No se llevó ni ollas ni cacerolas: “Busqué dos tapitas que entrasen en la cartera”.
A esa hora de la madrugada, Liliana Scheffer estaba desesperada en su casa buscando algo con que bajar. Por suerte sus hijos estaban despiertos: “Teníamos dos bombos más chicos que los que salen en la televisión” y los bajaron. En la esquina hubo de todo, menos los tachos de Cliba que sirvieron de cacerolas gigantes más al sur de la ciudad, donde las columnas de otros barrios se preparaban sin saberlo a entrar a la Plaza de Mayo.
Alguien de por ahí recordó la sensación de fiesta del Cordobazo. Los obreros de Martiel, decía, decían eso cuando se sentaron aquella vez en las calle. Pero nadie sabía, en este caso, qué era específicamente lo que buscaba. “Queríamos que se vaya Cavallo”, dice ahora una mujer de La Boca que ese día salió también por primera vez hasta la avenida Almirante Brown pero ahí no más se quedó, porque de pronto sintió miedo. “Ya se veían que venían otros grupos con banderas y de pronto, sí, tuve un poco de miedo.” La mujer es Celia Mariani y es parte de Catalinas, el gran barrio de La Boca del que salieron unas 200 personas. Celia ya estaba en camisón cuando escuchó a tres vecinos que hacían explotar sus cacerolas entre las callecitas de los edificios. Se apuró tanto, que casi deja a su hija olvidada. Analía no estaba dormida, rastreaba por toda la casa cosas que sonaran bien para los ruidos. Primero vació un alhajero grande, pero el sonido latoso de la tapa no le gustó. Buscó más, volvió a buscar y finalmente descartó un cucharón por la espátula de madera. Entonces combinó todos esos hallazgos con una pizzera. Con tanta prueba de sonido, casi hasta se pierde el amontonamiento de gente concentrándose en la placita 9 de julio del barrio, para dar la vuelta al perro. Ese era todo el programa. Ni Analía ni su madre tenían previsto seguir de marcha.
No eran las únicas. Durante todo el día Soledad Osswald, que vive también en La Boca venía con ganas de hacer algo. Durante todo el día no. En realidad lo pensaba desde antes: “La verdad, no me daba para saquear supermercados ¿entendés?”, le decía esa tarde a uno de sus vecinos “bien pibe de La Boca”. Esa noche no saqueó ningún supermercado, pero de algún modo se metió en lugares que históricamente tenían otros dueños. Durmió a sus dos hijos, esperó a Juan José, su marido, y le preguntó tímidamente si la acompañaba hasta la plaza. No fue caminando ni nada, se metieron en el coche y fueron unos de los que llegaron primero y bien adelante.
–Quería protestar de alguna manera hacer algo: se me ocurrió que estaba bueno que todos ellos queden encerrados en la Casa Rosada.
Más tarde, poquito después, corrió y se golpeó un poco. Pero ahora sabe que tiene ganado un pedazo de la Plaza.

 

OPINION
Por Sandra Russo

Repudiar las balas

Suena el teléfono en la redacción y una voz masculina muy correcta se presenta y pronuncia unas cuantas palabras amables referidas a la columna “Nosotros”, publicada el viernes en este diario. Después pregunta: “Dígame, ¿cómo hacemos ahora para que no nos usen otra vez?”. Le digo que no tengo la menor idea, que habrá que estar alertas. “¿Cómo hacemos para controlar que no nos mientan más?”, sigue preguntando la voz. “No sé –le digo honestamente–, me encantaría saberlo.” “Eso que escribe usted –me dice el hombre–, eso de que una fuerza superior a cada uno nos llevó el otro día a la calle, yo lo siento, pero tengo miedo de que nos usen otra vez.” La voz me trae a la memoria otras conversaciones telefónicas y otras conversaciones callejeras de esta mañana: “¿Puerta, Ruckauf, Duhalde, Menem, Rodríguez Saá? ¡Dios mío! ¿Y ahora qué hacemos?” O: “¿Cómo distinguir al pobre suelto del pobre manijeado por Barrionuevo o por Seineldín?”
Los cuentos de terror sobre camiones cargados con gente cuya descripción podría coincidir con los partes que Saint Just daba a Robespierre, recorrieron el viernes toda suerte de hogares, desde aquellos que están incrustados en el medio de countries y barrios cerrados en las zonas más elegantes del conurbano, hasta otros cuyo lujo es apenas la fórmica deshecha de sus modulares, y su única excentricidad, una heladera. Los ricos tienen miedo de los pobres y los pobres tienen miedo de los más pobres. Se intuye que el estallido de violencia llegó para quedarse, que habrá desmanes que justificarán más estado de sitio, que habrá quienes se ocupen de que otros no se calmen, que la miseria moral está tan extendida que nos lloverán trampas cazabobos, y que será necesaria una titánica astucia, para colmo sin líderes que nos bajen la línea, para separar paja de trigo, para separar hartazgo de oportunismo, para separar la democracia de un estado de confusión y de psicosis cuyo abono no va a abonar, precisamente, la democracia, sino esa mano dura que en este país siempre ha gozado de unos cuantos simpatizantes.
Lo que viene es un ejercicio de ciudadanía digno de zorros, de linces, de leones y de hormigas. Lo que viene puede ser una ruleta rusa, salvo que ya, de entrada, todavía con el consenso del fabuloso 19 de diciembre, acordemos entre todos, tácitamente, colectivamente, repudiar las balas.

 

OPINION
Por Pedro Lipcovich

Banderas bajas

Los 26 que esta semana murieron en las calles argentinas ¿para qué murieron? ¿En qué futuro se ha de inscribir su muerte? La pregunta no es eludible porque también puede formularse así: los próximos que mueran en las calles argentinas, ¿por qué futuro morirán? Aunque todavía no se pueda contestar plenamente, ya es posible hilar datos.
“¡Bajen las banderas!”, ordenaban los manifestantes en las calles. No portaban ni toleraban insignia que pudiera representarlos. Y, con orgullo desdichado, aseguraban: “No estamos organizados, no hay ningún partido tras esto, cada uno vino por su cuenta”.
Como lo sabe el lenguaje mismo, bajar las banderas es el signo de la derrota; más exactamente, es el signo que, al denotar el desaliento de los combatientes, anuncia la derrota. El espontáneo elogio al espontaneísmo, la patética creencia en que la desorganización es virtud, es resultado de una operación ideológica que desde hace años, a través de la crítica indiscriminada (despolitizada) a “los políticos”, ha conducido a desacreditar toda actividad política en sí misma y, por lo tanto, toda forma de organización popular.
Si están bajas las banderas, ¿cuáles son las banderas? ¿Que los doctores Puerta o Rodríguez Saá sustituyan al doctor De la Rúa? En las últimas movilizaciones estaban permitidas las banderas argentinas pero éstas, por sí solas, no alcanzan a diferenciar entre reprimidos y represores, explotados y explotadores, pueblo y oligarquía, o cualquier modo como se defina un conflicto que no se debe negar.
Se objetará: aunque todavía no haya banderas –o aunque ya no las haya-la movilización misma puede contribuir a generar metas y organización. Tal vez, pero la historia ofrece en este orden ejemplos diversos y algunos indican que la movilización popular, cuando está huérfana de metas y de organización política, conduce a derrotas sangrientas.
Mientras tanto, si no se alzan banderas, y admitido que la bandera nacional puede asumir la función de velar conflictos sociales; mientras tanto, entonces, ¿para qué murieron? No debe silenciarse la posibilidad -patética, tan dolorosa– de que hayan muerto para que a la clase dominante le resulte más fácil imponerle al conjunto que, ahora, va a volver la inflación.
Estos y otros dolores y temores deben formar parte del necesario duelo social por los que han muerto en nuestras calles. Pero este duelo será muy difícil porque, realmente, no hay banderas que poner a media asta.

 

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