Por Luciano Monteagudo
No se puede decir que haya
sido precisamente el mejor de los años, en materia de estrenos
internacionales, pero tampoco parece haber sido de los peores, a pesar
de la crisis. Es verdad que la prolongada, agónica recesión
hizo bajar la cantidad e incluso la calidad de los estrenos, y que muchos
de los mejores films de los festivales de Buenos Aires y Mar del Plata
no llegaron a las salas, pero aun así la cartelera cinematográfica
porteña que funciona a la manera de una caja de resonancia
no sólo para el interior del país sino también para
Uruguay y Chile sigue viviendo, aunque más menguado, el espíritu
de apertura que se inició en 1998, con el sorpresivo estallido
de El sabor de la cereza, cuya onda expansiva sigue percibiéndose
aún tres años más tarde.
Si no hubiera sido por aquel legendario, impensado éxito de público,
que descubrió un potencial de espectadores hasta entonces desatendido
por los circuitos de distribución y exhibición, hubiera
sido imposible, por ejemplo, que durante la temporada 2001 llegara finalmente
aunque con casi dos años de demora el último
largometraje de ficción del iraní Abbas Kiarostami, El viento
nos llevará, otra obra maestra, capaz de proponer una rigurosa
reflexión sobre el cine, la muerte y la poesía, y donde
cada espectador es invitado a participar muy activamente en la elaboración
del sentido final del film. Claro, a esta altura Kiarostami no es ningún
descubrimiento. Tampoco se puede decir que lo sea Jafar Panahi, otro director
que llegó a Buenos Aires con la nueva ola del cine iraní,
pero lo cierto es que El círculo, también estuvo entre lo
mejor del año. Con una estructura perfecta, que hace honor a su
título, Panahi describe la situación de la mujer hoy en
Irán, no sólo excluida atávicamente del sistema social
sino también perseguida por un estado policial que la empuja a
situaciones extremas. Adulterio, aborto, prostitución, abandono
de los hijos, suicidio, son temas que hasta ahora parecían impensables
en el cine iraní y a los que El círculo alude con franqueza
y valentía, pero también con una serena maestría,
que no necesita jamás de discursos de barricada.
De más lejos aún, de Oriente extremo, llegaron también
otras de las cumbres de la temporada. En primer lugar, Con ánimo
de amar, del hongkonés Wong Kar Wai, el gran director que en Happy
Together consiguió pintar a Buenos Aires como ningún cineasta
local supo hacerlo y que aquí hizo de la historia de un amor condenado
no sólo un film de una infinita melancolía sino también
una obra maestra del manierismo y la estilización romántica.
Luego apareció finalmente el tardío estreno de Vive lamour,
del taiwanés Tsai-Ming Liang, otro referente esencial del cine
contemporáneo, pero la proyección en video todo un
signo de los tiempos de ajuste disminuyó sensiblemente la
posibilidad de apreciar un film fuera de serie. En las antípodas
del cine austero y minimalista de Tsai, surgió El tigre y el dragón,
de otro realizador taiwanés, Ang Lee, que sin sacar del todo el
pie que había logrado apoyar en Hollywood, regresó al género
asiático más popular, el de artes marciales, para ofrecer
una espectacular coreografía accesible a ojos occidentales.
Si hubo un cine que durante la temporada logró consolidarse con
firmeza en el mercado local fue el francés. Hubo para todos los
gustos, empezando por El gusto de los otros, exitosa comedia de la debutante
Agnès Jaoaoui, que propuso con humor, con cierta acritud,
pero también con comprensión y afecto hacia sus personajes
demoler las barreras culturales y sociales, los prejuicios, el sectarismo
cada vez más acendrado entre las diferentes tribus de la pequeña
burguesía urbana. Otra novedad fue el director Francois Ozon (33
años), que permanecía inédito hasta ahora en Argentina
y de quien este año a falta de una se vieron dos de sus películas,
muy diferentes entre sí, lo que habla de un autor de una versatilidad
infrecuente. Si en Gotas que caen sobre rocas calientes, elnuevo enfant
terrible del cine francés exhuma una pieza olvidada de Fassbinder
para recrear el imaginario de los años 70 con una gran estilización
formal, en Bajo la arena, en cambio, da la impresión de seguir
el camino inverso, de buscar una simplicidad esencial, un material dramático
que es capaz de abordar con gran madurez y profundidad, con la ayuda de
una soberbia actuación de Charlotte Rampling.
De Francia llegaron también viejos conocidos, como Claude Chabrol,
con su vitriólica Gracias por el chocolate, y Raúl Ruiz
con Comedia de la inocencia, ambas protagonizadas por la maravillosa Isabelle
Huppert (ver aparte). Reapareció un cineasta olvidado como Michel
Deville, con La confesiones del doctor Sachs, y se presentaron en sociedad
Olivier Assayas con Los destinos sentimentales (quizás su film
menos representativo) y Dominik Moll, con la inquietante Harry, un amigo
que te quiere bien. Pero por el lado de Francia hubo sobre todo dos films
mayores: Bella tarea y La maman et la putain. El extraordinario film de
Claire Denis sigue la vida cotidiana de un pelotón de la Legión
Extranjera destinado en el golfo de Djibouti, al norte de Africa y, con
ese material tan árido, la realizadora francesa confirmando
que mucho de lo mejor del cine de su país lo están haciendo
las mujeres construye una suerte de ballet extraño y maligno,
una tragedia del poder y la obediencia, signada por el esplendor del desierto.
A su vez, el legendario film-río de Jean Eustache, que llegó
a su estreno porteño recién el jueves pasado, a casi treinta
años de su realización, es el magnífico espejo de
toda una época, signada por la desesperanza que siguió al
estallido de Mayo del 68.
El panorama europeo se completó en 2001 con alguna joya aislada
proveniente de España Krampack, opera prima de Cesc Gay
y algunas otras de Italia, como La nodriza, de Marco Bellocchio, y Prefiero
el rumor del mar, de Mimo Calopresti, que debieron luchar contra el estigma
populista de Malena y Pan y tulipanes. A su vez, el cine escandinavo brilló,
sorpresivamente, con su propia luz fría. En Infidelidades, la actriz
Liv Ullmann demostró que, puesta a directora, es la mejor heredera
de la tradición bergmaniana. En Descubriendo el amor, el sueco
Lukas Moodysson hizo de su primer largo un retrato sensible y sincero
de los infinitos padecimientos de la adolescencia. Y en Bailarina en la
oscuridad el danés Lars von Trier y su anómala protagonista,
Björk, se animaron a un melodrama desencadenado que, a partir de
los recursos de la comedia musical, llega finalmente a los abismos de
la tragedia.
Por el lado de Hollywood, se vivió la decadencia y decepción
de importantes autores, como Robert Altman (El doctor y las mujeres),
Gus van Sant (Descubriendo a Forrester), Tim Burton (El planeta de los
simios) y hasta de Woody Allen (Ladrones de medio pelo). Por el contrario,
el experimento de Inteligencia artificial fue lo suficientemente excéntrico
como para llamar la atención sobre este extraño monstruo
bifronte, que tiene al mismo tiempo los rasgos tan diferentes del cine
de Steven Spielberg y Stanley Kubrick. La exuberante Moulin Rouge propuso
una vibrante explosión de color y sonido, mientras Shrek primero
y luego Monsters demostraron una vez más las posibilidades del
cine hecho por computadoras. El injustificado ruido de Traffic, por su
parte, no permitió percibir la presencia en la cartelera de La
traición, soberbio film noir de James Gray, concebido a la manera
de una tragedia griega.
Y si de tragedias se trata, cómo olvidar La Virgen de los Sicarios,
versión de Barbet Schroeder de la novela del polémico escritor
colombiano Fernando Vallejo, que dio como resultado un film anómalo,
maldito, vibrante como una imprecación y frío como un sudario.
Isabelle Huppert
Su sola mención equivale a pensar en el mejor cine posible,
como si únicamente eligiera ser parte de aquellos proyectos
capaces de buscar límites que están más allá
de lo convencional. Se sabe que es una actriz prolífica,
de las más ocupadas del cine francés, pero este año
su presencia en la cartelera porteña fue desbordante. No
fue solamente la irremplazable protagonista de Gracias por el chocolate,
de Claude Chabrol, el director que la consagró más
de veinte años atrás con Violette Noziere y que desde
entonces no ha podido prescindir de su mirada insondable. También
la convocó Raúl Ruiz para su perturbadora Comedia
de la inocencia, mientras que Olivier Assayas le pidió una
participación muy especial en su inmensa saga familiar Los
destinos sentimentales. El tour de force de Huppert, sin embargo,
su definitiva prueba de resistencia fue La profesora de piano, del
alemán Michael Haneke, que le valió, este mismo año,
el premio a la mejor actriz en el Festival de Cannes, por un trabajo
de un riesgo absolutamente fuera de lo común.
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Las elegidas de la
crítica
La rama local de la Federación Internacional de la Prensa
Cinematográfica (Fipresci), que reúne a los principales
críticos de la prensa gráfica, eligió en su
votación anual a La ciénaga, de Lucrecia Martel, como
mejor film argentino del año. En segundo lugar, se ubicó
La libertad, de Lisandro Alonso. Ambas películas son operas
primas y representan la punta de lanza de la renovación generacional
del cine argentino, tal como lo probaron en la Berlinale y en el
Festival de Cannes, respectivamente. En cuanto al cine internacional,
la Fipresci eligió a Con ánimo de amar, del chino
Wong Kar Wai, como mejor film del año, seguido por El círculo,
del iraní Jafar Panahi.
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